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Authors: Katherine Neville

El ocho (33 page)

BOOK: El ocho
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Maurice Talleyrand había hecho el amor a muchas mujeres, tantas que ya no podía contarlas, pero mientras yacía sobre las suaves sábanas arrugadas de su cama, con las largas piernas de Mireille entrelazadas en las suyas, no pudo recordar a ninguna. Sabía que nunca podría revivir lo que había sentido. Había sido el éxtasis absoluto, de una clase que pocos seres humanos experimentan nunca. Pero lo que lo embargaba ahora era el dolor. Y el sentimiento de culpa, porque, cuando habían caído sobre la colcha unidos en el abrazo más apasionado que había conocido… había balbuceado: «Valentine». Valentine. Precisamente en el instante en que la pasión se consumaba. Y Mireille había murmurado: «Sí».

La miró. Su piel nívea y el cabello alborotado eran hermosos sobre las frías sábanas de lino. Ella lo miró con aquellos ojos de color verde oscuro y sonrió.

—No sabía cómo sería —dijo.

—¿Y te ha gustado? —preguntó él, revolviéndole dulcemente el pelo.

—Sí —contestó ella, todavía sonriendo. Enseguida se percató de que él estaba apesadumbrado.

—Lo siento —murmuró Talleyrand—. No quería hacerlo, pero eres muy hermosa. Y te deseaba. —Y besó sus cabellos y después sus labios.

—No quiero que lo lamentes —dijo Mireille sentándose en la cama y mirándolo con seriedad—. Por un momento me ha parecido sentir que ella todavía estaba viva. Como si todo hubiera sido un mal sueño. Si Valentine estuviera viva, habría hecho el amor contigo. De modo que no debes lamentar haberme llamado por su nombre.

La joven había leído sus pensamientos. Él la miró y le devolvió la sonrisa.

Se tendió en la cama y atrajo hacia sí a Mireille. Sintió el frescor de su cuerpo largo y gallardo sobre su piel. Los cabellos rojos de la joven se derramaban sobre sus hombros. Se deleitó con su perfume. Quería hacerle el amor otra vez, pero se esforzó por apagar el calor de sus entrañas. Había algo que deseaba aún más.

—Mireille, quiero que hagas algo por mí —dijo. Ella levantó la cabeza y lo miró—. Sé que es doloroso para ti, pero quiero que me hables de Valentine. Quiero que me lo cuentes todo. Tenemos que hablar con tu tío. Anoche, mientras dormías, hablaste de la prisión de l’Abbaye…

—No puedes decirle a mi tío dónde estoy —le interrumpió Mireille incorporándose en la cama.

—Al menos, tenemos que dar a Valentine un entierro decente —argumentó él.

—Ni siquiera sé si podremos encontrar su cuerpo —balbuceó Mireille—. Si prometes ayudarme, te diré cómo murió Valentine. Y por qué.

Talleyrand la miró con extrañeza.

—¿Por qué murió, dices? —preguntó—. Supuse que habíais quedado atrapadas en la confusión de l’Abbaye. Seguramente…

—Murió por esto —dijo Mireille.

Salió de la cama y atravesó la habitación hasta la puerta del vestidor, donde Courtiade había dejado su maleta.

Con un esfuerzo, la cogió y la colocó sobre el colchón. La abrió e hizo un gesto para que Talleyrand mirara. Dentro, manchadas de tierra y hierbas, había ocho piezas del ajedrez de Montglane.

Talleyrand sacó una de la gastada maleta de piel y la sostuvo con ambas manos. Era un elefante de oro, cuya altura era casi equivalente al largo de su mano. La silla estaba tapizada de rubíes pulidos y zafiros negros, y la trompa y los colmillos dorados, alzados en posición de combate.

—El aufin —susurró—. Esta es la pieza que ahora llamamos alfil, el consejero del rey y la reina.

Extrajo una por una las piezas de la maleta y las dispuso sobre la cama. Un camello de plata y otro de oro. Otro elefante dorado, un corcel árabe que corcoveaba, puesto de manos, y tres peones pertrechados con armas diversas, cada uno del largo de su dedo, todos con incrustaciones de amatistas y citrinas, turmalinas, esmeraldas y jaspes.

Talleyrand cogió el corcel y lo hizo girar entre sus manos. Retirando la tierra que tenía en la base vio un símbolo impreso en el oro oscurecido. Lo estudió con atención y después se lo mostró a Mireille. Era un círculo con una flecha clavada a un lado.

—Marte, el Planeta Rojo —dijo—. Dios de la guerra y la destrucción. «Y entonces salió otro caballo, que era rojo; y al que lo montaba se le dio poder para eliminar la paz de la tierra y hacer que se mataran unos a otros; y se le dio una gran espada.»

Mireille no parecía escucharlo. Contemplaba en silencio el símbolo impreso en la base del semental que Talleyrand tenía entre las manos. Parecía estar en trance. De pronto él vio que movía los labios y se inclinó para oír qué decía.

—«Y el nombre de la espada era Sar» —susurró ella. Después cerró los ojos.

Talleyrand permaneció más de una hora sentado en silencio, con la bata echada sobre su cuerpo, mientras Mireille, desnuda sobre el montón desordenado de ropas, narraba su historia.

Le refirió el relato de la abadesa con tanta fidelidad como le fue posible y le contó cómo las monjas habían sacado el juego de entre los muros de la abadía. Le explicó que habían dispersado las piezas por toda Europa y que ella y Valentine debían servir como punto de recepción si alguna hermana necesitaba ayuda. Después le habló de la hermana Claude y de cómo Valentine se había precipitado a encontrarse con ella en el callejón que había junto a la prisión.

Cuando llegó al punto en que el tribunal había sentenciado a muerte a Valentine y David se había desplomado, Talleyrand la interrumpió. Mireille tenía el rostro bañado de lágrimas, los ojos hinchados y la voz entrecortada.

—¿Quieres decir que Valentine no fue asesinada por la chusma? —exclamó.

—¡Fue condenada a muerte! Ese hombre horrible… —sollozó Mireille—. Nunca olvidaré su cara. ¡Aquella mueca espantosa! Cómo disfrutaba del poder que tenía sobre la vida y la muerte. Ojalá se pudra en esas llagas purulentas que lo cubren…

—¿Qué has dicho? —preguntó Talleyrand a voz en grito, y cogiéndola de un brazo comenzó a zarandearla—. ¿Cómo se llamaba ese hombre? ¡Tienes que recordarlo!

—Le pregunté cómo se llamaba —dijo Mireille con los ojos anegados en lágrimas—, pero no quiso decírmelo. Solo dijo: «Soy la cólera del pueblo».

—¡Marat! —exclamó Talleyrand—. Tenía que haberlo supuesto. Pero no puedo creer…

—¡Marat! —repitió Mireille—. Ahora que lo sé, no lo olvidaré. Afirmó que si no encontraba las piezas donde yo le había dicho me perseguiría. Pero seré yo quien lo persiga a él.

—Mi queridísima niña —dijo Talleyrand—, has sacado las piezas de su escondite. Ahora Marat moverá cielo y tierra hasta encontrarte. ¿Cómo lograste escapar del patio de la prisión?

—Mi tío Jacques-Louis —dijo Mireille— estaba junto a ese hombre perverso cuando se dio la orden, y se abalanzó sobre él encolerizado. Yo me arrojé sobre el cuerpo de Valentine, pero me sacaron a rastras como a una… una… —Mireille hizo un esfuerzo por continuar—. Entonces oí a mi tío gritar mi nombre y decirme que huyera. Salí corriendo de la prisión. No sé cómo me las arreglé para atravesar las puertas. Para mí es como un sueño horrible, pero el caso es que me encontré otra vez en el callejón y corrí hasta el jardín de David para salvarme.

—Eres una criatura valiente, querida. No sé si yo habría tenido fuerzas para hacer lo que tú has hecho.

—Valentine murió a causa de las piezas —sollozó Mireille—. ¡Yo no podía permitir que ese hombre las cogiera! Las recuperé antes de que él tuviera tiempo de salir de la prisión, cogí algo de ropa de mi habitación y esta maleta y huí…

—Cuando saliste de casa de David no debían de ser más de las seis. ¿Dónde estuviste desde entonces hasta que llegaste aquí, después de medianoche?

—En el jardín de David solo había dos piezas enterradas —contestó Mireille—, las que Valentine y yo habíamos traído con nosotras desde Montglane: el elefante de oro y el camello de plata. Las otras seis las trajo de otra abadía la hermana Claude, que llegó a París ayer mismo por la mañana. Así pues, no tuvo tiempo de ocultarlas, y era demasiado peligroso llevarlas encima cuando fue a encontrarse con nosotras. Pero la hermana Claude murió y solo dijo dónde estaban a Valentine.

—¡Pero las tienes tú! —observó Talleyrand señalando las piezas enjoyadas que seguían dispersas sobre las sábanas. Le parecía sentir el calor que irradiaban—. Me dijiste que en la prisión había soldados, miembros del tribunal y gente por todas partes. ¿Cómo pudo Valentine revelarte dónde estaban?

—Sus últimas palabras fueron: «Recuerda el fantasma». Después dijo su nombre varias veces.

—¿El fantasma? —preguntó Talleyrand.

—Enseguida comprendí qué quería decirme. Se refería a la historia del fantasma del cardenal Richelieu que tú nos habías contado.

—¿Estás segura? Bueno, sin duda acertaste, ya que aquí están las piezas. Pero no logro adivinar cómo las encontraste con tan poca información.

—Nos dijiste que habías sido sacerdote en Saint-Rémy, de donde saliste para estudiar en la Sorbona, y que allí en su capilla viste el fantasma del cardenal Richelieu. Como sabes, el apellido de la familia de Valentine es De Rémy. Recordé enseguida que el bisabuelo de Valentine, Gericauld de Rémy, tenía su sepultura en la capilla de la Sorbona, no lejos de la tumba del cardenal Richelieu. Ese era el mensaje que trataba de transmitirme Valentine. Allí estaban enterradas las piezas. Me encaminé hacia la capilla cuando comenzaba a oscurecer y allí encontré una llama votiva ante la tumba del antepasado de Valentine. Sirviéndome de la luz de esa vela inspeccioné la capilla. Pasaron horas hasta que encontré una baldosa floja, parcialmente oculta tras la pila bautismal, y, levantándola, exhumé las piezas. Después huí lo más rápido que pude. Vine aquí, a la rue de Beaune. —Mireille hizo una pausa para recuperar el aliento—. Maurice —añadió, reclinando la cabeza contra el pecho de Talleyrand—, creo que había otra razón para que Valentine mencionara el fantasma. Estaba tratando de decirme que buscara tu ayuda, que confiara en ti.

—Pero ¿qué puedo hacer yo para ayudarte, querida mía? —preguntó Talleyrand—. Yo mismo estoy prisionero en Francia hasta que pueda conseguir un pase. Sin duda comprendes que la posesión de estas piezas nos pone en una situación aún más comprometida.

—No sería así si conociéramos el secreto, el secreto del poder que contienen. Si supiéramos eso, tendríamos ventaja. ¿No lo crees así?

La joven era tan valerosa y seria que Talleyrand no pudo evitar una sonrisa. Se inclinó hacia ella y posó los labios sobre sus hombros desnudos. Y, a pesar de sí mismo, sintió que la lujuria renacía en él. En ese momento llamaron suavemente a la puerta del dormitorio.

—Monseñor —dijo Courtiade desde el otro lado—, no quiero molestaros pero hay una persona en el patio.

—No estoy en casa, Courtiade —dijo Talleyrand—. Ya lo sabes.

—Monseñor —repuso el ayuda de cámara—, es un mensajero del señor Danton. Ha traído los pases.

Aquella noche, a las nueve, Courtiade estaba tendido en el suelo del estudio, con la almidonada camisa remangada. Había dejado su rígida chaqueta doblada en una silla, mientras clavaba el último compartimento falso de las cajas de libros que estaban dispersas por la habitación. Había pilas de volúmenes por doquier y, sentados entre ellas, Mireille y Talleyrand bebían coñac.

—Courtiade —dijo Talleyrand—, mañana partirás hacia Londres con estas cajas de libros. Cuando llegues, pregunta por los agentes de propiedad de madame de Staël, que te entregarán las llaves y te llevarán al alojamiento que hemos conseguido. Hagas lo que hagas, no permitas que nadie toque estas cajas. No las pierdas de vista ni las abras hasta que lleguemos mademoiselle Mireille y yo.

—Ya te he dicho —intervino Mireille— que no puedo ir contigo a Londres. Solo deseo que las piezas salgan de Francia.

—Mi querida niña —repuso Talleyrand acariciando sus cabellos—, ya hemos hablado de esto. Insisto en que uses mi pase. Yo me conseguiré otro enseguida. No puedes permanecer más tiempo en París.

—Mi misión es impedir que el ajedrez de Montglane caiga en manos de ese hombre horrible y de otros que podrían darle un mal uso —afirmó Mireille—. Valentine hubiera hecho lo mismo. Otras hermanas pueden venir a París en busca de refugio. Debo quedarme aquí para ayudarlas.

—Eres una joven valiente —observó él—. Sin embargo, no permitiré que te quedes sola en París, y no puedes regresar a casa de tu tío. Ambos debemos decidir qué haremos con estas piezas cuando lleguemos a Londres…

—No me has entendido —lo interrumpió Mireille con frialdad, poniéndose en pie—. Yo no he dicho que pensara quedarme en París.

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