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Authors: Katherine Neville

El ocho (52 page)

BOOK: El ocho
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—¿Por qué? ¿Porque un joven necio se ha enterado de que no es el hombre destinado a ser rey? —dijo Catalina con una sonrisa amarga—. Estoy segura de que hace mucho tiempo que lo sospechaba.

—No por eso —repuso la abadesa—, sino porque se ha enterado de la existencia del ajedrez de Montglane.

—No obstante, seguramente estará a salvo hasta que concibamos un plan —dijo Catalina—. Y la pieza que trajiste está en mi caja de seguridad. Si quieres, podemos trasladarla a un lugar donde a nadie se le ocurriría buscarla. Los albañiles están poniendo otra capa de cemento en la última ala del Palacio de Invierno. Hace cincuenta años que se está construyendo… ¡me espanta pensar en la cantidad de huesos que debe de haber enterrados allí!

—¿Podríamos hacerlo nosotras mismas? —preguntó la abadesa, mientras la zarina cruzaba la habitación.

—¿Estás bromeando? —dijo Catalina, que volvió a sentarse junto al tablero—. ¿Nosotras dos… saliendo a hurtadillas al abrigo de la noche para esconder una pieza de ajedrez de quince centímetros? No creo que haya tanto motivo de alarma.

La abadesa ya no la miraba. Tenía la vista fija en el tablero de ajedrez, una mesa de azulejos blancos y negros que había traído consigo desde Francia. Levantó la mano lentamente y con un rápido movimiento del brazo barrió los trebejos, algunos de los cuales cayeron sobre la mullida alfombra de astracán que cubría el suelo. Dio unos golpecitos sobre el tablero con los nudillos y se oyó un ruido apagado, como si debajo de la superficie hubiera un acolchado… como si algo separara los delgados cuadros esmaltados de otra cosa escondida más abajo. La zarina abrió los ojos como platos mientras tocaba la superficie del tablero. Se levantó con el corazón desbocado y se acercó al brasero, donde el carbón hacía largo rato que se había transformado en ceniza. Cogió un pesado atizador de hierro y, levantándolo por encima de su cabeza, lo descargó con energía sobre el tablero. Algunos azulejos se rompieron. Arrojó el atizador a un lado y sacó con las manos los fragmentos y el relleno de algodón, debajo del cual vio un leve resplandor que parecía irradiar una llama interior. La abadesa seguía sentada; había palidecido y su expresión era adusta.

—¡El tablero del ajedrez de Montglane! —susurró la zarina, mirando fijamente los escaques de plata y oro labrados que se veían por el agujero—. Lo has tenido aquí todo este tiempo. No me sorprende que callaras. Tenemos que sacar estos azulejos y el relleno, quitarlos de la mesa para que pueda contemplar todo su resplandor. ¡Cómo anhelo verlo!

—Lo había visto en sueños —susurró la abadesa—, pero cuando por fin lo desenterramos, cuando lo vi brillar en la luz tenue de la abadía, cuando toqué las piedras talladas y los extraños símbolos mágicos… sentí que me traspasaba una fuerza más aterradora que cualquiera que haya conocido. Ahora comprenderás por qué deseo enterrarlo… esta noche… donde nadie pueda volver a encontrarlo hasta que se hayan recuperado los trebejos. ¿Hay alguien en quien podamos confiar para que nos ayude?

Catalina la miró largo rato, percibiendo por primera vez en muchos años la soledad del papel que había elegido representar en la vida. Una emperatriz no podía permitirse tener amigos, confidentes.

—No —respondió con una sonrisa pícara e infantil—, pero hace mucho tiempo que nos permitimos caprichos peligrosos… ¿no es así, Hélène? Hoy, a medianoche, cenaremos juntas… y tal vez después nos venga bien un enérgico paseo por los jardines.

—Tal vez nos apetezca dar varios paseos —convino la abadesa—. Antes de mandar que escondieran el tablero en la mesa, lo hice dividir en cuatro partes… para poder moverlo sin ayuda de demasiada gente. Preví este día…

Usando como palanca el atizador, Catalina ya había empezado a arrancar los frágiles azulejos. La abadesa iba sacando los fragmentos para dejar al descubierto partes cada vez mayores del magnífico tablero. Cada escaque contenía un extraño símbolo místico, alternando el oro y la plata. Los bordes estaban ornados con valiosas gemas sin cortar, pulidas como huevos y dispuestas en extraños dibujos esculpidos.

—¿Y después de la cena leeremos mis… cartas confiscadas? —preguntó la abadesa.

—Por supuesto, haré que te las traigan —afirmó la emperatriz mirando el tablero con ojos maravillados—. No eran muy interesantes. Son de una antigua amiga tuya… hablan en su mayor parte del tiempo que hace en Córcega…

El Tassilo, abril de 1793

Mireille ya estaba a miles de kilómetros de Córcega. Cuando hubo superado la última pared del Ez-Zemoul El Akbar vio frente a sí el Tassili… la casa de la Reina Blanca.

El Tassili n’Ajjer, o meseta de los Abismos, se alzaba sobre el desierto como una larga cinta de piedra azul que recorría cuatrocientos ochenta kilómetros desde Argelia hasta el interior del reino de Trípoli, bordeando las montañas Ahaggar y los fértiles oasis que salpicaban el desierto meridional. Dentro de esos cañones yacía la clave de un antiguo misterio.

Mientras seguía a Shahin hacia la entrada del estrecho desfiladero occidental, Mireille advirtió que la temperatura descendía con rapidez y, por primera vez en casi un mes, percibió el suculento olor del agua fresca. Entre las altas paredes rocosas vio el fino hilo de agua que corría sobre las piedras irregulares. Las riberas estaban cubiertas de rosadas adelfas que murmuraban en la sombra, y del lecho mismo del arroyo se elevaban algunas palmeras datileras, cuyas frondas como plumas se alzaban hacia el brillante fragmento de cielo.

A medida que sus camellos avanzaban, la estrecha garganta de roca azul se ensanchaba poco a poco hasta convertirse en un valle fértil, en el que ríos caudalosos nutrían los huertos de melocotoneros, higueras y albaricoqueros. Mireille, que durante semanas no había comido más que lagartijas, salamandras y águilas ratoneras asadas sobre carbón, iba cogiendo melocotones de los árboles al pasar entre las gruesas ramas, y los camellos arrancaban grandes manojos de hojas verdes.

Cada valle desembocaba en otros valles y retorcidas gargantas, cada uno con su clima y vegetación propios. El Tassili, formado millones de años antes por profundos ríos subterráneos que discurrían por capas de rocas de variados colores, se abría como las cuevas y abismos submarinos. El río creaba gargantas cuyas paredes de piedra rosada y blanca parecían arrecifes coralinos, amplios valles de agujas espiraladas que se elevaban hacia el cielo. En torno a estas elevaciones que semejaban castillos de arenisca roja petrificada se alzaban las macizas mesetas de un gris azulado, imponentes como fortalezas, que se proyectaban mil metros hacia el cielo.

Mireille y Shahin no encontraron a nadie hasta llegar a Tamrit, la aldea de las tiendas, en lo alto de las estribaciones del Aabaraka Tafelalet. Allí, cipreses milenarios bordeaban las profundas y frías aguas del río, y la temperatura descendió de manera tan brusca que a Mireille le costaba recordar los cuarenta y ocho grados del mes transcurrido entre las dunas secas y estériles.

En Tamrit dejarían los camellos y seguirían a pie, llevando solo las provisiones que pudieran acarrear. Porque habían entrado en aquella parte del laberinto en que, según Shahin, las veredas y cornisas eran tan traicioneras que ni siquiera las cabras montesas se aventuraban por ellas.

Dispusieron lo necesario para que el pueblo de las tiendas abrevara a sus camellos. Muchos habían salido a mirar maravillados las trenzas rojas de Mireille, que el sol poniente convertía en llamas.

—Pasaremos la noche aquí —le dijo Shahin—. El laberinto solo puede atravesarse de día. Saldremos mañana. En el centro del laberinto está la clave… —Y levantó el brazo para señalar el extremo de la garganta, donde las paredes rocosas describían una curva, ahora oculta por la sombra azul oscuro, porque el sol ya desaparecía por el borde del cañón.

—La Reina Blanca —susurró Mireille, mirando las cambiantes sombras, que hacían que la roca pareciera tener movimiento—. Shahin, no creéis de verdad que allá arriba haya una mujer de piedra… quiero decir, un ser vivo —dijo sintiendo un escalofrío, mientras el sol se ocultaba y la temperatura seguía descendiendo.

—Sé que es así —respondió él, también en un susurro, como si temiera que alguien estuviera escuchándoles—. Dicen que a veces, al ponerse el sol, cuando no hay nadie cerca, se la oye desde grandes distancias… cantar una melodía extraña. Tal vez… cante para vos.

En Sefar el aire era frío y transparente. Allí encontraron las primeras rocas talladas, aunque no eran las más antiguas: pequeños demonios con cuernos de chivo retozaban por las paredes en bajorrelieve. Habían sido pintados unos mil quinientos años antes de Cristo. Cuanto más ascendían, más difícil se tornaba el acceso y más antiguas eran las pinturas… más mágicas, misteriosas y complejas.

Mientras ascendían por las escarpadas cornisas practicadas en las paredes del cañón, Mireille tenía la impresión de retroceder en el tiempo. Tras cada recodo las pinturas que cubrían la oscura piedra variaban la historia de las edades de hombres cuyas vidas habían estado unidas a esos abismos —una marea de civilización, ola tras ola— a lo largo de ocho mil años.

Por todas partes había arte —carmín, ocre, negro, amarillo y pardo—, esculpido y pintado en las abruptas paredes, grabado con colores brillantes en los oscuros huecos de grietas y cavernas… miles y miles de pinturas, hasta donde alcanzaba la vista. Expuestas allí, en tierras inexploradas, pintadas en ángulos y alturas que solo podía alcanzar un montañero experto o —como decía Shahin— un chivo, no solo contaban la historia del hombre… sino de la vida misma.

Al segundo día vieron los carros de los hicsos, el pueblo marinero que dos mil años antes de Cristo había conquistado Egipto y el Sahara, y cuyo armamento más desarrollado —vehículos tirados por caballos y armaduras— los había ayudado a vencer los camellos pintados de los guerreros nativos. Cuando pasaban entre las paredes del cañón atravesando como predadores el desierto rojo, leían en las pinturas la historia de sus conquistas como en un libro abierto. Mireille sonreía preguntándose qué pensaría su tío Jacques-Louis si contemplara la obra de tantos artistas desconocidos, cuyos nombres se habían perdido en la espesa bruma de los tiempos, pero cuyo trabajo había soportado el paso de miles de años.

Todas las noches, cuando el sol se ocultaba detrás del cañón, buscaban abrigo. Si no había cuevas cerca, se cubrían con mantas de lana que Shahin fijaba al suelo con las estacas de la tienda, para no despeñarse por el desfiladero durante el sueño.

Al tercer día llegaron a las cuevas de Tan Zoumaitok, tan profundas y oscuras que para ver improvisaron antorchas con ramas que arrancaban de las grietas en la roca. Dentro había pinturas, perfectamente conservadas, de hombres sin rostro con cabeza en forma de moneda, que hablaban con peces que caminaban erguidos sobre piernas. Porque, según explicó Shahin, las tribus de la antigüedad creían que sus ancestros habían pasado del mar a la tierra como peces y se habían alzado en el lodo primordial con ayuda de sus piernas. Había también representaciones de la magia utilizada para aplacar a los espíritus de la naturaleza, como una danza ejecutada por yenoun, o genios, que parecían poseídos y se movían en sentido contrario al de las agujas del reloj en torno a una piedra sagrada colocada en el centro. Mireille contempló largo tiempo la imagen, con Shahin mudo a su lado, antes de proseguir la marcha.

En la mañana del cuarto día se acercaron a la cima de la meseta. Al doblar la curva de la garganta, las paredes se abrieron para formar un valle ancho y profundo, cubierto por completo de pinturas. Había color por todas partes, en todas las superficies rocosas. Era el valle de los Gigantes. Más de cinco mil pinturas llenaban de abajo arriba las paredes de la garganta. Mireille contempló sin aliento el vasto despliegue artístico —el más antiguo que había visto—; los colores eran tan vivos y las líneas tan diáfanas que parecía que lo hubieran pintado el día anterior. Eran atemporales, como los frescos de los grandes maestros.

Se quedó observándolas durante mucho tiempo. Las historias representadas en las paredes parecían envolverla, arrastrarla a otro mundo, primitivo y misterioso. Entre la tierra y el cielo solo había color y forma, un color que parecía pasar a su sangre como una droga mientras estaba de pie en la cornisa, suspendida en el espacio. Y entonces oyó el sonido.

Al principio pensó que era el viento… un zumbido como el del aire al pasar por el gollete de una botella. Al levantar la mirada, vio un alto saliente, a unos trescientos metros por encima de su cabeza, que se asomaba a la garganta seca y salvaje. En la superficie rocosa pareció surgir de pronto una grieta estrecha. Mireille miró a Shahin. Él también observaba el peñasco de donde procedía el sonido. Se cubrió el rostro con los velos y con un movimiento de la cabeza indicó a la joven que lo precediera por la estrecha vereda.

La vereda ascendía de forma abrupta. Pronto se volvió tan empinada, y la propia cornisa tan frágil, que Mireille, embarazada de más de siete meses, luchaba por conservar tanto la respiración como el equilibrio. En una ocasión resbaló y cayó de rodillas. Los guijarros sueltos cayeron hasta el fondo de la garganta, novecientos metros por debajo. Tragó saliva, se levantó sola, porque la cornisa era tan estrecha que Shahin no podía ayudarla, y continuó sin mirar hacia abajo. El sonido iba creciendo.

Eran tres notas, repetidas una y otra vez en diferentes combinaciones… con tonos cada vez más agudos. Cuanto más se acercaban a la grieta de la roca, menos se parecía al viento. El bello y claro sonido semejaba una voz humana. Mireille continuó ascendiendo por la peligrosa vereda.

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