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Authors: Diane Wei Liang

Tags: #Policíaco, #Intriga

El ojo de jade (16 page)

BOOK: El ojo de jade
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El número 6 se componía de tres casas bajas que rodeaban un patio, formando una U. En otros tiempos aquello habría sido una vivienda unifamiliar. Ahora, tres familias vivían allí. La casa central, de frente a la entrada, era la más grande, y tradicionalmente habría sido la antesala principal. Las casas de los lados este y oeste, más pequeñas, serían los dormitorios.

En mitad del patio se alzaba un viejo árbol marrón. Una familia de urracas había anidado entre sus ramas desnudas. Bajo el árbol, un hombre de mediana edad con gafas de montura negra estaba sentado en un minúsculo taburete de madera con una jofaina de agua. Junto a la jofaina había una traqueteada bicicleta apoyada del revés, ruedas arriba. El hombre sostenía una cámara rosa dentro del agua y trataba de encontrar el pinchazo.

—¿A quién busca? —interrogó a Mei.

—A Liu Lili.

Durante casi un minuto el hombre observó a Mei desde detrás de sus gafas. Finalmente señaló a la casa del lado oeste y escupió.

Mei le dio las gracias y se acercó a la puerta. Llamó varias veces, haciendo rechinar el estrecho marco de madera. A los dos minutos, una voz suave se alzó desde el interior:

—¿Quién es?

—Me llamo Wang Mei. Me gustaría hablar contigo.

No hubo respuesta. Lo intentó otra vez:

—Es muy importante; se trata de Zhang Hong.

En la ventana, las cortinas de flores se separaron apenas unos centímetros. Apareció un par de ojos. Mei sonrió. Veinte segundos después, la puerta se abrió. Lo primero que notó Mei fue el olor, inconfundiblemente amargo y lo bastante fuerte para incomodar al vecindario. Era un olor que a Mei le resultaba conocido, o quizás incluso familiar. Le recordó los oscuros días de invierno de su infancia. De niña,

Mei era bastante enfermiza y su madre la llevaba con frecuencia a ver a los especialistas en hierbas chinos.

—¿Estás enferma? —preguntó.

Lili se sentó junto a una mesa de comedor cuadrada cubierta con un blanco mantel bordado. Llevaba un chaleco masculino de lana sobre un escaso vestidito negro. Tenía una media melena permanentada y un gran flequillo alrededor de los ojos redondos. Con sus mejillas redondas y el mohín de los labios parecía una niña, aunque Mei no habría sabido decir qué edad tenía exactamente.

Lili echó una mirada al puchero de barro que hervía sobre el hornillo.

—Nada grave —dijo.

Vaharadas de humo negro salían del hornillo, se deslizaban a lo largo de la pared y se iban por un agujero abierto en las tablas que cubrían la ventana.

—Conozco un médico muy bueno en el Instituto de Investigación de Medicina China, por si necesitas una segunda opinión —dijo Mei. Los especialistas en hierbas chinos tenían fama de no estar nunca de acuerdo unos con otros.

La luz de la mirada de Lili era suave, igual que su voz:

—Siéntate, por favor. ¿Te ha hablado Zhang Hong de mí? —no estaba nerviosa ni especialmente solícita. Se peinó la melena con los dedos.

—No, no me ha dicho nada. ¿Estás enamorada de él?

Lili se echó a reír:

—¿Es que no sabes que tiene la edad de mi padre?

—Pero te gusta.

—No sé. Es un jugador, con todo lo que eso implica. Pero me trata bien... quiero decir, con respeto.

Cruzó una pierna por encima de la otra y columpió la zapatilla con los dedos del pie.

—¿Cómo os conocisteis?

—¿Y tú quién eres? —Lili ladeó la cabeza y volvió a deslizar los rosados dedos por su melena.

Mei le pasó una tarjeta, que Lili leyó dos o tres veces.

—¿Qué es una consultoría de información?

—La gente me paga por buscar algo o a alguien. Por ejemplo, un coleccionista me contrató para buscar una antigüedad de la que puede que Zhang Hong supiera algo. No, no me refiero a la vasija ritual de los Han.

—¿Qué ha dicho él?

—No he tenido ocasión de preguntarle.

Lili jugueteó con la tarjeta y sonrió.

—Ha perdido todo el dinero que ganó con la vasija de los Han, ¿te lo puedes creer?

—¿Que ha hecho qué? —se sobresaltó Mei.

—Oh, fuimos a apostar fuerte en un centro de ocio del distrito oeste. Tuvo la peor suerte del mundo. Pero no hay de qué preocuparse, ayer me dijo que muy pronto volverá a ser rico —Lili jugueteó con las flores de plástico que había en un jarrón sobre la mesa—. Cuando estuvo en el Venga la Suerte, de hecho ganó varias veces; cuando eso ocurría nos íbamos a comer a restaurantes caros y luego me llevaba de compras.

La conversación sobre el juego debió de recordarle algo. Se levantó de pronto.

—Disculpa —dijo. Desapareció tras una cortina azul en lo que Mei supuso que era su dormitorio.

Cuando volvió llevaba en las manos un paquete de tabaco y un mechero. Se paró junto al hornillo y levantó el puchero de barro con un atizador. Luego, con el mismo atizador, cogió una pesada tapa de hierro y cubrió el hornillo. Empujó y giró la tapa hasta asentarla perfectamente en la boca del hornillo. Luego colocó encima de ella el puchero de barro.

—¿Podemos ir fuera? Me muero por fumar —dijo—. Mis padres no me dejan fumar dentro de casa.

Una vez fuera, se apoyó en el marco de la puerta y se rodeó de anillos de humo.

—¿Sabes para qué es la medicina? —dijo de pronto.

Mei observó la cara de Lili y se preguntó qué edad tendría.

—Es para enfermedades femeninas. Me dan unos calambres horribles cuando tengo la regla, tan fuertes que a veces tengo ganas de morirme. Es una tortura que no se acaba nunca. Por eso siempre falto al trabajo cuatro o cinco días al mes. Ya nadie le da importancia a eso.

—¿Y la medicina funciona?

—Espero que sí. Voy por la quinta dosis. Creo que el dolor va mejorando, pero no puedo estar segura. A veces me produce náuseas. El especialista en hierbas dice que es lo normal.

Alzó la vista hacia el árbol marrón.

—¿Ves a ese hombre que está ahí? Lleva un tiempo sin trabajo. Se pasa todo el día por aquí y se dedica a espiarme —le asestó al hombre una mirada hostil y él se dio la vuelta rápidamente.

—¿Qué es lo que estás mirando, viejo asqueroso? —le gritó—. Se cree que soy un pendón —le explicó a Mei, y volvió a gritar—: ¡Yo por lo menos no me estoy comiendo el pan de mi mujer!

»Lo que me interesa, desde luego, es el dinero —continuó, dirigiéndose a Mei—. Mira este sitio: no hay gas, no hay agua corriente ni calefacción central, no hay intimidad. La casa está llena de trastos que no valen nada. Juro que no pienso vivir jamás como mis padres. Salgo con clientes del Venga la Suerte. Vamos a restaurantes de lujo y a clubs nocturnos —aspiró brutalmente del pitillo y exhaló uno tras otro sus anillos de humo perfectamente formados.

—Mis padres piensan que soy un pendón. Las otras chicas del Venga la Suerte piensan que soy un pendón. Como si ellas fueran mejores. ¿Qué diferencia hay entre ellas y yo? Ellas permiten que los hombres las inviten a beber y las toquen —tenía los ojos muy abiertos. Hablaba con la convicción de una adolescente que acabara de descubrir el sentido del amor—. ¿Por qué iba yo a tener que ganar dinero para los encargados? —su voz infantil se demoraba como aquellos anillos de humo, ondulándose en el aire.

Mei dejó la pregunta sin respuesta, en espera de que la chica continuara. Al ver que no lo hacía, dijo:

—Has mencionado que Zhang Hong hablaba de hacerse rico otra vez. ¿Te dijo de dónde iba a sacar el dinero? —las preguntas no encajaban en el tono de la conversación, pero Mei necesitaba algunas respuestas.

—¿Qué dinero? —Lili bajó la vista; hasta entonces había estado mirando al nido que había en lo alto del árbol—. ¿Me estás espiando? —contempló a Mei como si nunca la hubiera visto antes.

Mei dio un paso atrás. De pronto había percibido algo turbio y siniestro tras la mirada de Lili, algo que no cuadraba realmente con aquel rostro de mejillas rosadas e inocencia infantil.

—No te preocupes, se hará rico y compartirá conmigo su dinero —Lili acercó su cara a la de Mei—. El ojo de jade —susurró.

Sorbió ruidosamente con la nariz y empezó a contonearse. Enroscó el índice en su pelo rizado, como un taladro. Sus ojos redondos se nublaron. Soltó una risita.

Mei se preguntó para qué sería en realidad la medicina. En aquella chica había algo que no andaba bien.

El hombre de la bicicleta estaba calentando cola en un hornillo. Un olor punzante se elevó de las volutas de fino humo negro.

Mei salió en silencio de aquel patio a la normalidad de las callejuelas ruidosas y las cuerdas de ropa tendida.

Capítulo 22

Mei llamó desde el coche a su oficina. Gupin le dijo que la había llamado la señora Fang, de la Dirección de Tráfico.

—Ha pedido que la llames —dijo.

Fang Shuming sonaba cauta al teléfono.

—¿Podemos vernos? Es mejor que hablemos cara a cara.

Mei tuvo la impresión de que Shuming le había encontrado algo. Acordaron verse después del trabajo en el parquecillo de la calle de las Diez Mil Fuentes.

En el parque, un hombre barbado intentaba hacer volar una cometa. Se humedecía el dedo índice y lo ponía al viento; luego corría con la cometa, cada vez desde un ángulo distinto. Mei contemplaba el forcejeo de la cometa desde el pabellón.

En la calle el tráfico rugía. La gente iba camino de sus casas a cenar. Los autobuses más que abarrotados pasaban oscilantes.

Mei pensó en Zhang Hong. Seguro que en algún momento había tomado uno de aquellos autobuses. Puede que pasara junto a pequeños parques como ése. Quizá había visto el hotel Esplendor desde un autobús, le había gustado su aspecto y se había trasladado allí cuando consiguió el dinero. Pero ahora era un cuerpo frío que yacía en el depósito de cadáveres. ¿Le habrían asesinado los matones de la casa de juego? ¿Habría habido lucha? ¿Le habrían envenenado? ¿Para qué?

Mei pensó en Lili, la chica con mentalidad de catorce años y cuerpo de veinte: al parecer no tenía ni idea de lo lejos que había ido ni de cuál era su sitio.

Una joven pareja de inconfundibles trabajadores de provincias se había sentado en uno de los pétreos bancos de la glorieta. La chica tenía la cabeza apoyada en el regazo de su novio. Parecía exhausta. El jersey ajustado que llevaba se le subía por la tripa desnuda. Él tenía aspecto de acabar de salir del trabajo, quizá de la cocina de algún hotel o algún restaurante. De vez en cuando se besaban, no apasionada sino dolorosamente. Dos jubilados del barrio que se estaban dando su paseo diario por la glorieta lanzaban miradas malintencionadas a la joven pareja.

A unos metros de allí, un gorrión despreocupado daba saltitos a lo largo de un sendero de piedra, buscando comida. El viento había amainado un poco y el aire estaba empezando a refrescar. Una fragancia distante de clavo infiltraba el atardecer cual mínima gota de pigmento en el agua clara.

En la distancia estalló una cacofónica percusión de tambores y címbalos. Mei escuchó mientras el sonido se iba acercando. Apareció una procesión de danzantes de
yangge
: hombres y mujeres de cincuenta o sesenta años, con maquillajes chillones. Los bailarines llevaban pantalones de seda de anchas perneras y camisas con mangas de farol. Sus pies, con calcetines blancos y zapatillas de tela, se movían como locos. Al tiempo que avanzaban, meneaban las cabezas y agitaban a su alrededor con exuberancia pañuelos de seda roja. Tenían las caras brillantes de embeleso.

El
yangge
era en origen una danza popular campesina que se ejecutaba alrededor de una hoguera en las aldeas y en los campos. Era un baile de celebración que remedaba el nacimiento de las flores y el batir de las alas de los pájaros. El Ejército de Liberación Popular había llevado el
yangge
a las solemnes ciudades. Más tarde, en algún punto del sinuoso camino de la revolución, el
yangge
fue transformado en una manifestación artística. Pero a la muerte del Presidente Mao el
yangge
fue devuelto a puntapiés a los lejanos campos. Lo que estaba de moda en las ciudades eran los bailes de salón, elegantes y occidentales: Ling Bai y sus vecinos tomaban lecciones en el Centro de Actividades de los Camaradas; Mei bailaba el foxtrot en cantinas estudiantiles convertidas los domingos por la noche en salones de baile; Lu era una de las mitades de la pareja ganadora de los Bailes de Salón de la Liga Universitaria. Sin embargo un año antes, sin previo aviso, el
yangge
había resurgido, sin que nadie supiera cómo ni por obra de quién. De golpe había en Pekín miles de procesiones vespertinas de
yangge
, organizadas por los propios ciudadanos, que producían el caos en la circulación.

Mucha gente se detenía a contemplar a los danzarines de
yangge.
Algunos los señalaban con el dedo y se reían. Un grupo de adolescentes en chándal, que volvían a sus casas tras un partido de fútbol, los contemplaba en silencio, con aspecto de disgusto y horror.

Una mujer regordeta que iba empujando una impecable bicicleta Paloma Voladora se abrió paso hasta el pabellón. Era una mujer muy cuidadosa con su indumentaria: había escogido una bufanda de seda a juego con el color de su chaqueta, y llevaba unos finos zapatos de tacón propios de una mujer diez años más joven. Aparcó la bicicleta cerca del pabellón y subió los escalones de piedra. Su pelo permanentado apenas se movió.

—Paso por aquí todos los días, pero nunca me había detenido —dijo Shuming, alisándose la chaqueta de fieltro azul—. ¡Caramba, desde aquí se ven hasta los pies de los bailarines!

—Me alegro de verte, Shuming. Estás estupenda —Mei se levantó a saludar a su amiga. Ella había ayudado a Shuming en su divorcio.

—Uf, qué va. Qué le voy a hacer: demasiado trabajo —Shuming se sentó—. ¿Sabías que todos los meses se solicitan diez mil matrículas nuevas en Pekín? Tiene que haber lista de espera. Nosotros no podemos con ello, y las calles de Pekín tampoco.

Sacó un clínex y se sonó la nariz. Tenía las mejillas rojas de calor.

—Pero me siento bien, mucho mejor que cuando estaba casada con ese desgraciado. Y te lo tengo que agradecer a ti —miró a Mei y sonrió—. Hubo un momento en que me daba miedo volver a ser soltera, pero ahora me encanta: qué libertad. Creo que el divorcio me ha sentado bien. Me ha enseñado a respetarme a mí misma.

Se rió y se volvió para mirar a los bailarines de
yangge
, que trotaban con sus ropajes frente al pabellón.

—Mira a ésa, a la señora gorda que se parece a mí. ¡Mira cómo mueve los pies! La gente tiene la ridícula idea de que los gordos son lentos y torpes. Pues no es verdad: algunos somos muy ágiles. ¿Sabes por qué? Porque tenemos un montón de energía, como es natural, de tanto comer —Shuming soltó una carcajada masculina.

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