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Authors: Andrea Camilleri

Tags: #Policíaco

El olor de la noche (6 page)

BOOK: El olor de la noche
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—No me toques los cojones, Catarè.

—No soy ese que usía dice, pero soy yo,
dottori
.

—¿Y tú quién eres?

—¿No me reconoce,
dottori
? Soy Adelina.

—¡Adelina! ¿Qué pasa?


Dottori
, le quería decir que hoy no podré ir a su casa.

—Bueno, no...

—Y tampoco podré ir ni mañana ni pasado.

—¿Qué te ocurre?

—Han llevado al hospital a la mujer de mi hijo pequeño, que le duele la tripa, y yo tengo que cuidarme de los hijos, que son cuatro, y el mayor, que tiene diez años, es un sinvergüenza peor que su padre.

—Bueno, Adelì, no te preocupes.

Colgó, se dirigió al cuarto de baño, cogió una montaña de ropa para lavar, incluido el jersey que le había regalado Livia y que se había ensuciado de arena, y lo introdujo todo en la lavadora. No encontró ninguna camisa limpia y se volvió a poner la usada. Pensó que por lo menos tres almuerzos y tres cenas los tendría que hacer en la
trattoria
, pero juró que no caería en la tentación y permanecería fiel a la San Calogero. Sin embargo, la llamada de Adelina había incrementado su mal humor, pues estaba convencido de que no sabía cuidar ni de sí mismo ni de la casa.

En la comisaría parecía reinar la calma, Catarella ni siquiera se percató de su llegada, pues estaba enzarzado en una conversación telefónica que debía de ser muy difícil porque de vez en cuando se enjugaba la frente con la manga. Encontró sobre la mesa una hojita de papel con dos nombres, Giacomo Pellegrino y Michela Manganaro, y dos números de teléfono. Reconoció la caligrafía de Mimì y enseguida se acordó: eran los nombres de los empleados de la «Rey Midas», además, naturalmente, de la señorita Mariastella Cosentino. Pero Mimì no le había escrito la dirección, y él prefería hablar directamente con la gente en lugar de por teléfono.

—Mimì —llamó.

No hubo respuesta. ¿A que aún estaba acostado en su casa o bebiéndose la primera taza de café?

—¡Fazio!

Fazio se presentó de inmediato.

—¿No está el señor Augello?

—Hoy no vendrá,
dottore
, y mañana y pasado mañana, tampoco.

Como su asistenta Adelina. ¿Mimì también tenía nietecitos que cuidar?

—¿Por qué?

—¿Cómo que por qué,
dottore
? ¿Pero es que lo ha olvidado? Hoy empieza su permiso matrimonial.

Lo había olvidado por completo. Y pensar que había sido él quien le había presentado a Mimì, aunque fuera por motivos en cierto modo inconfesables, a su futura esposa, Beatrice, una buena chica muy guapa.

—¿Cuándo se casa?

—Dentro de cinco días. Y no lo olvide porque usted tendrá que actuar como testigo del señor Augello.

—No lo olvidaré. Oye, ¿estás ocupado?

—Enseguida estoy libre. Ha venido un tal Giacomo Pellegrino para denunciar unos actos de vandalismo en un chalet que se acaba de construir.

—¿Cuándo ocurrieron los hechos?

—Esta noche.

—Está bien, ve y vuelve.

O sea, que el vándalo había sido él. Al oír comentar de aquella manera en el interior de la comisaría la hazaña que había llevado a cabo, se sintió un poco avergonzado. Pero ¿cómo podía arreglarlo? Presentándose en el despacho de Fazio y diciendo: «Mire, señor Pellegrino, perdone, he sido yo el que...»

Se detuvo. Giacomo Pellegrino, había dicho Fazio. Y Giacomo Pellegrino era uno de los dos nombres que Mimì le había escrito en la hoja que tenía delante, junto con su correspondiente teléfono. Se aprendió rápidamente de memoria el número de teléfono de Pellegrino, se levantó y entró en el despacho de Fazio.

Éste, que estaba escribiendo, levantó los ojos hacia su jefe. Ambos se miraron fugazmente, pero se entendieron enseguida. Fazio siguió escribiendo. ¿Qué había dicho Mimì de Giacomo Pellegrino? Que era un muchacho licenciado en Ciencias Económicas. El hombre que estaba sentado delante del escritorio de Fazio parecía un pastor de ovejas y tenía sesenta y tantos años. Fazio terminó de escribir y Pellegrino firmó con cierta dificultad. Ciencias Económicas, un cuerno, ése no había llegado ni a tercero de primaria. Fazio cogió la denuncia, y entonces intervino el comisario.

—¿Ha dejado su número de teléfono?

—No —dijo el hombre.

—Bueno, siempre es mejor tenerlo. ¿Cuál es?

El hombre se lo dijo en voz alta a Fazio, que lo anotó. No coincidía. Más bien parecía un número de la zona de Montereale.

—¿Usted es de aquí, señor Pellegrino?

—No, yo tengo una casa cerca de Montereale.

—¿Y cómo se ha construido un chalet entre Vigàta y Montelusa?

Acababa de cometer un fallo descomunal, enseguida se dio cuenta. Fazio no le había dicho dónde estaba situado el chalet. Y, en efecto, éste empezó a mirar al comisario con los ojos entrecerrados. Pero quizá Pellegrino pensó que ambos policías lo habían comentado cuando llamaron a Fazio, y no se sorprendió de la pregunta.

—No es mío. Es de un sobrino mío, hijo de mi hermano. Se llama igual que yo.

—Ah —dijo Montalbano, simulando sorprenderse—. Entiendo. Su sobrino era el que trabajaba en la «Rey Midas», ¿verdad?

—Sí, señor, es él.

—Disculpe, pero ¿por qué la denuncia la ha presentado usted y no su sobrino, que es el propietario?

—El señor Pellegrino tiene poderes —terció Fazio.

—A lo mejor, su sobrino trabaja demasiado y no puede...

—No —dijo el hombre—. Es lo que ya he dicho. Hace cosa de un mes, la mañana de la víspera del día en que tenía que venir el muy cabrón del contable Gargano...

—¿A usted también le ha birlado dinero?

—Sí, señor, todo lo que tenía. La mañana de la víspera, mi sobrino se presentó en Montereale y me dijo que Gargano lo había telefoneado y le había ordenado que se trasladara a Alemania por un asunto. El avión salía de Palermo a las cuatro de la tarde. Mi sobrino me dijo que estaría ausente por lo menos un mes y me encargó que vigilara la construcción del chalet. Tiene que estar a punto de regresar.

—Así que, si yo necesito hablar con él, ¿no lo encontraré en Vigàta?

—No, señor.

—¿Y usted tiene la dirección o el teléfono de su sobrino en Alemania?

—¿Está de broma?

Cinco

¿Cómo era posible que, desde que el difunto aparejador Garzullo había entrado revólver en mano en la agencia vigatesa de la «Rey Midas» amenazando con hacer una escabechina, cómo era posible que no pudiera dar un paso sin tropezarse con algo relacionado directa o indirectamente con el desaparecido contable Gargano? Mientras el comisario reflexionaba acerca de toda aquella sucesión de coincidencias, que o bien era propia de una novela de misterio de segunda categoría o bien formaba parte de la realidad cotidiana más vulgar, entró Fazio.

—A sus órdenes,
dottore
. Explíqueme una cosa. ¿Cómo supo dónde estaba el chalet de Pellegrino? Yo no se lo había dicho. ¿Quiere satisfacer mi curiosidad?

—No.

Fazio extendió los brazos. El comisario decidió ir sobre seguro, con Fazio le convenía andarse con cuidado, era un policía de verdad.

—Y también sé que rompieron los cristales de la planta baja, que hicieron añicos a Blancanieves y a los siete enanitos y escribieron «cabrón» en las cuatro paredes. ¿Es así?

—Es así. Utilizaron una maza y el aerosol verde que encontraron allí mismo.

—Muy bien. Y ahora, ¿tú qué piensas de todo eso? ¿Que hablo con las urracas? ¿Que tengo una bola de cristal? ¿Que hago brujerías? —preguntó Montalbano, enfureciéndose por momentos a medida que iba haciendo las preguntas.

—No, señor. Pero no se enfade.

—¡Pues claro que me enfado! Pasé por allí esta mañana a primera hora. Quería ver cómo estaba el acebuche.

—¿Lo ha encontrado bien de salud? —preguntó con cierta sorna Fazio, que conocía tanto el árbol como la roca de la escollera, los dos lugares donde su jefe se refugiaba de vez en cuando.

—Ya no está. Lo han derribado para dejar sitio al chalet.

Fazio se puso muy serio, como si Montalbano le hubiera revelado que acababa de morir algún ser querido.

—Comprendo —dijo en un susurro.

—¿Qué es lo que comprendes?

—Nada. ¿Me tenía que dar alguna orden?

—Sí. Puesto que acabamos de averiguar que Giacomo Pellegrino se lo está pasando bomba en Alemania, quisiera que me buscaras la dirección de la señora o señorita Michela Manganaro, que trabajaba como empleada de Gargano.

—Se la traigo en cuestión de un minuto. ¿Quiere que pase por Brucale y le compre una camisa?

—Sí, gracias, cómprame tres, ya que estamos. Pero ¿cómo has adivinado que me faltaban camisas? ¿Ahora eres tú el que habla con las urracas o hace brujerías?

—No es necesario hablar con las urracas,
dottore
. Usía esta mañana no se ha cambiado la camisa y hubiera tenido que hacerlo porque tiene uno de los puños completamente manchado de pintura ya seca. Pintura de color verde —puntualizó Fazio, retirándose con una sonrisita en los labios.

La señorita Michela Manganaro vivía con sus padres en un edificio de viviendas sociales de diez pisos, allá por la zona del cementerio. Montalbano prefirió no anunciar su llegada ni por teléfono ni a través del portero automático. Cuando acababa de aparcar, vio salir a un anciano del portal.

—Disculpe, ¿me podría decir en qué piso viven los señores Manganaro?

—¡En el quinto piso, la madre que los parió!

—¿Por qué la tiene tomada con los señores Manganaro?

—Porque el ascensor hace una semana que sólo llega hasta el quinto. ¡Y yo vivo en el décimo! ¡Y tengo que subir a pie dos veces al día! ¡Estos Manganaro siempre están de suerte! ¡Piense que hace unos años hasta acertaron una quiniela!

—¿Y ganaron mucho?

—Poca cosa. ¡Pero vaya gustazo!

Montalbano entró, pulsó el botón del quinto, el ascensor subió y se detuvo en el tercero. Lo probó todo, pero no hubo manera. Tuvo que subir a pie dos pisos, aunque se consoló pensando que, por lo menos, se había ahorrado tres.

—¿Quién es? —preguntó una voz de mujer mayor.

—Soy Montalbano, comisario de policía.

—¿Un comisario? ¿Estamos seguros?

—Por mi parte, estoy seguro de que soy un comisario.

—¿Y qué quiere de nosotros?

—Hablar con su hija Michela. ¿Está en casa?

—Sí, pero en la cama, tiene un poco de gripe. Espere un momento que llamo a mi marido.

Se oyó un grito que, por un instante, aterrorizó a Montalbano.

—¡Filì! ¡Ven que hay uno que dice que es un comisario!

No había logrado convencer a la señora, se lo demostraba aquel «dice que es».

Después, desde el otro lado de la puerta cerrada, la señora le dijo:

—¡Levante la voz porque mi marido está sordo!

—¿Quién es? —preguntó esta vez una irritada voz masculina.

—¡Soy un comisario, haga el favor de abrir!

Había levantado tanto la voz que, mientras la puerta de los Manganaro permanecía obstinadamente cerrada, se abrieron en compensación las otras dos puertas del rellano y aparecieron dos espectadores, uno en cada puerta: una chiquilla de unos diez años que se estaba zampando su merienda y un cincuentón en camiseta con una venda sobre el ojo izquierdo.

—Grite un poco más porque Manganaro está sordo —le aconsejó el hombre de la camiseta.

¿Todavía más? Efectuó unos cuantos ejercicios de ventilación de los pulmones como los que le había visto hacer a un campeón de submarinismo en apnea y, tras haber almacenado todo el aire posible, gritó:

—¡Policía!

Oyó que se abrían simultáneamente las puertas del piso de arriba y que unas alteradas voces preguntaban:

—¿Qué ha sido? ¿Qué ha pasado? ¿Qué es lo que ocurre?

La puerta de los Manganaro se abrió muy despacio y apareció un loro. O ésa fue por lo menos la primera impresión del comisario. Nariz amarilla muy larga, pómulos morados, grandes ojos negros, cuatro pelos rojizos desgreñados en la cabeza y camisa verde chillón.

—Pase —murmuró el loro—. Pero no haga ruido porque mi hija duerme y no se encuentra muy bien.

Lo acompañó a un salón de estilo incongruentemente sueco. Sobre una percha estaba posado el hermano gemelo del señor Manganaro, que, por lo menos, tenía la honestidad de seguir siendo un pájaro y no hacerse pasar por hombre. La mujer de Manganaro, una especie de gorrión que hubiera recibido por error o por maldad una perdigonada y que caminaba arrastrando la pierna izquierda, apareció llevando con gran esfuerzo una minúscula bandeja con una tacita de café.

—Ya tiene azúcar —dijo, sentándose cómodamente en el pequeño sofá.

Se moría de curiosidad. No debía de tener muchas distracciones, la señora, y se disponía a pasar un buen rato.

«Si tanto por tanto es tanto —pensó Montalbano—, ¿qué clase de pájaro habrá salido del cruce entre un loro y un gorrión?»

—He avisado a Michela. Se está levantando y viene enseguida —pió el gorrión.

«Pero ¿de dónde sacó aquel vozarrón cuando llamó a su marido?», se preguntó Montalbano. Y recordó haber leído en un libro de viajes que existen unos minúsculos pajarillos capaces de emitir un sonido semejante al silbido de una sirena de barco. La señora debía de pertenecer a aquella especie.

El café estaba tan azucarado que a Montalbano le dio dentera. El primero en hablar fue el loro, el que iba disfrazado de hombre.

—Yo ya sé por qué quiere hablar con mi hija. Por culpa de aquel grandísimo hijo de puta del contable Gargano. ¿Es así?

—Sí —contestó a gritos Montalbano—. ¿Usted también ha sido víctima de la estafa de...?

—¡Por aquí! —contestó el hombre, apoyando con fuerza la mano izquierda sobre el antebrazo derecho extendido.

—¡Filì! —lo reprendió la mujer, utilizando la segunda voz, la del Juicio Universal. Los cristales de la ventana tintinearon.

—¿Usted cree que Filippo Manganaro es tan idiota como para caer en la trampa de Gargano? ¡Y pensar que yo no quería que mi hija trabajara con ese estafador!

—¿Usted a Gargano ya lo conocía de antes?

—No. Ni falta que hacía porque los bancos, los banqueros, los de la Bolsa, en resumen, todos los que se ocupan de asuntos de dinero no pueden ser más que unos estafadores. A la fuerza, señor mío. Y, si quiere, se lo explico. ¿Usted ha leído por casualidad un libro que se llama «El capital», de Marx?

—Lo he hojeado —contestó Montalbano—. ¿Usted es comunista?

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