El Oráculo de la Luna (2 page)

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Authors: Frédéric Lenoir

BOOK: El Oráculo de la Luna
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—Vuestras plegarias no estarán de más… Todo esto lleva la huella del Maligno, padre.

Al pronunciar estas palabras, el campesino observó expectante la reacción del monje. Al ver que permanecía impasible, insistió:

—¡Es por culpa de esa bruja que vive en el bosque del Vediche! A buen seguro, comercia con el diablo o sus secuaces.

—¿Qué sabéis de ella?

—Se instaló en una cabaña abandonada menos de una luna antes de Navidad. Luego vino al pueblo para ofrecer su medicina de plantas a cambio de verduras y aves. Algunos no dudaron en pedirle remedios para aliviar sus dolores y empezaron a ir a la cabaña. Pero, justo antes de que todas estas desgracias se abatieran sobre nosotros, se negó a curarle al herrero una fea quemadura en la mano. Después, se negó a ayudar a Francesco y lo maldijo gritando injurias sin cuento contra Nuestro Señor. Uno perdió a su hijo, y el otro a su mujer y a su hijo. ¡Todo esto es brujería!

El monje se quedó pensativo unos instantes. Luego miró fijamente al viejo campesino.

—¿Qué prueba aportáis de que esa mujer es la causa de todos esos males?

—Lo que yo sé —respondió el campesino con voz trémula— es que ella ha echado mal de ojo al pueblo y que el cementerio se ha llenado más deprisa en dos lunas que normalmente en cuatro estaciones. ¡Es una bruja! ¡Solo las llamas nos librarán del mal de ojo!

—Vamos, vamos, calmaos. No se quema a la gente así como así. Es preciso realizar una investigación sobre esas muertes e interrogar a esa mujer. Hablaré del asunto con el preboste del condado.

—¡Ya no hace falta el preboste! La malvada ha huido… y nosotros tenemos la prueba de sus trapicheos con el Maligno.

—¿Ah, sí? Tengo curiosidad por verla.

El campesino esbozó una sonrisa desdentada y tendió la mano hacia la carreta.

—¡La prueba está aquí!

El prior, intrigado, avanzó. Los lugareños se apartaron en silencio. Don Salvatore cogió la sábana que ocultaba la forma tendida y, con ademán respetuoso, descubrió la cabeza y a continuación el cuerpo.

Se trataba de un hombre de unos treinta años, bastante bien parecido aunque muy delgado. Estaba completamente desnudo. En un costado, junto al corazón, el prior vio una larga cicatriz. El hombre respiraba, su corazón latía, pero tenía los ojos cerrados.

—¿Qué significa esto? —preguntó el monje, volviéndose hacia los lugareños.

El jefe del burgo tomó de nuevo la palabra.

—Lo hemos encontrado en el sótano de la casa de la bruja. Vive, pero su cabeza está ausente. Seguramente la mujer realizaba prácticas de magia con él. Había una gran cantidad de polvos y bálsamos a su lado. Además, mirad: le ha trazado en los pies y en las manos las marcas del demonio… ¡Es un poseído! Por eso lo hemos traído al monasterio.

El monje observó la presencia de curiosos signos geométricos trazados con carbón vegetal en sus pies y sus muñecas. Se dijo, sin embargo, que no parecían símbolos satánicos y que podían guardar relación con una técnica curativa, pues estaban recubiertos de un ungüento ambarino.

—¿Conocéis a este hombre? —preguntó, volviéndose hacia los lugareños.

—No —respondió Giorgio—. No es del pueblo. Nos preguntamos cómo ha podido caer entre las garras de esa diablesa.

—Es una curiosa historia, en efecto. Habéis hecho bien en traerlo. Nosotros nos ocuparemos de él. Y vosotros, dejad a esa mujer tranquila. Si aparece de nuevo, avisadme.

—No tardéis en exorcizarlo… ¡No cabe duda de que lleva dentro al diablo!

Don Salvatore esbozó una sonrisa a modo de respuesta. Hizo transportar al herido a la enfermería del monasterio y despidió a los lugareños.

Por la noche, en el capítulo de la comunidad, relató el incidente.

Encomendó al desconocido a la plegaria de la comunidad y a los cuidados de fray Gasparo. Este último aseguró al prior que la grave herida del costado había sido infligida con una daga. Lo más normal es que le hubiera atravesado el corazón. El hombre se había salvado de milagro y su herida había sido muy bien curada mediante cataplasmas de plantas. Aunque su pulso era débil, sus funciones vitales estaban intactas. Sin embargo, estaba ausente, como perdido en un sueño profundo. Los frailes escucharon las explicaciones del prior. Luego, don Marco, un antiguo prior de edad avanzada, señaló a don Salvatore que introducir a un laico en la clausura monástica iba en contra de la regla.

La enfermería estaba situada, efectivamente, en las zonas comunes reservadas a los monjes. Como todos los monasterios benedictinos, San Giovanni in Venere estaba compuesto de una iglesia, un claustro y varios edificios conventuales donde vivían los frailes. En la mayor parte de las abadías, las zonas comunes rodean el claustro, verdadero corazón del monasterio, por donde los monjes pasan para ir de un sitio a otro. En este caso, dado que la abadía se alzaba sobre un terreno en pendiente, los constructores habían edificado la iglesia en la cara oeste del claustro y el conjunto de las dependencias conventuales en tres niveles al sur del claustro, en la parte descendente, que quedaba frente al mar, mientras que las caras norte y sur del claustro daban a unos jardines. En la planta inferior de las zonas comunes se encontraba la bodega, la sala de visitas y la hospedería, únicos lugares abiertos a las personas ajenas al monasterio. En el nivel medio, a la altura del claustro y de la iglesia, se situaban la cocina, el refectorio, el scriptorium, la enfermería y el taller de pintura. En el piso superior, por último, el dormitorio de los monjes, las letrinas y las dos celdas del abad y del prior.

Don Salvatore reconoció abiertamente que había infringido la sagrada regla introduciendo a un laico en la clausura monástica. Justificó esa decisión por la extrema gravedad del enfermo, que necesitaba cuidados intensivos difíciles de prodigar fuera de la enfermería. Recordó a sus hermanos que, de acuerdo con el espíritu de su fundador, la caridad era la virtud suprema contra la que nadie debía ir, pues hacerlo conllevaría transgredir ciertas reglas en uso.

La mayoría de los frailes no quedaron convencidos de que su prior estuviera actuando correctamente, pero, en ausencia del abad, nadie podía oponerse a sus decisiones.

La noche cayó sobre el monasterio. Después del oficio de completas, los monjes se retiraron al dormitorio y don Salvatore a su modesta celda.

Este hombre fornido de unos cincuenta años, de rostro fino, iluminado por una hermosa mirada azul, había ingresado en la orden de los benedictinos a la edad de diecisiete años. Largos estudios habían hecho de él un maestro en teología y en Escrituras Sagradas. Elegido por tercera vez para el cargo de prior del monasterio de San Giovanni in Venere en los últimos diez años, tomaba todas las decisiones en ausencia del abad. Hombre amable y humilde, era lo contrario de don Theodoro, el padre abad vitalicio, un anciano frío y cortante.

Esa noche, don Salvatore estaba preocupado. No se creía la historia de brujería y posesión diabólica, pero sentía confusamente, como si se tratara de un presentimiento, que ese hombre herido iba a causarle muchos problemas.

Todavía era noche profunda cuando fray Gasparo llamó a la puerta de su celda.

—¡Venid deprisa, don Salvatore!

—¿Qué pasa? —preguntó el prior, abriendo la puerta mientras terminaba de ponerse el escapulario.

—Algo insólito está ocurriendo en la enfermería. La habitación está iluminada y cerrada por dentro…, ¡y sale sangre por debajo de la puerta!

3

E
l fraile prosiguió su relato por el camino.

—Me he levantado un poco antes del oficio de maitines para cambiarle el vendaje al herido. Cuando he llegado a la enfermería, me ha sorprendido ver que la habitación estaba iluminada. ¡Y cuál no habrá sido mi estupor al encontrarme con que el pestillo interior estaba corrido! Imposible abrir la puerta… De pronto, he notado cómo un líquido caliente se deslizaba sobre mis sandalias. Cuando me he dado cuenta de que era sangre, he venido corriendo a avisaros. ¡Parece que hayan degollado a un buey!

—¿Quién dormía en la enfermería esta noche?

—Solo el hombre herido que trajeron los campesinos.

Los dos monjes llegaron ante la puerta de la estancia. Fray Gasparo iluminó la rendija inferior con la antorcha.

El prior tuvo una arcada al ver el charco de sangre que se extendía bajo sus pies. Hizo una seña al fraile indicándole que le ayudara a derribar la puerta. Los dos hombres consiguieron enseguida romper el pestillo. Este cedió bruscamente, ofreciendo a los monjes un espectáculo horrendo.

La habitación estaba iluminada por una antorcha colgada de la pared.

El hombre que habían llevado los lugareños estaba tendido en el suelo, con la cara tumefacta y los brazos en cruz; de una herida del costado manaba un hilillo rojo. A unos metros de él, yacía otro cuerpo sobre un charco de sangre.

—¡Dios mío! —exclamó el prior—. ¡Fray Modesto! Es… está…

—Destripado —afirmó fray Gasparo con voz temblorosa—. Le han traspasado el vientre con la cuchilla de cauterizar que había dejado junto al herido —añadió, observando el objeto cortante al lado del cuerpo.

—¿Qué ha pasado? ¿Quién ha podido cometer estos dos crímenes terribles entre nuestros muros?… ¿Y por qué?

—Pero ¿dónde se ha metido el asesino? —preguntó, inquieto, fray Gasparo—. Si la habitación estaba cerrada por dentro…, tiene que estar todavía aquí…

—Tienes razón —dijo el prior, cogiendo un atizador.

Luego indicó al monje que abriera el armario, el único lugar donde un hombre habría podido esconderse. Con el corazón palpitante, fray Gasparo tiró de la puerta de madera. Nada. Los dos hombres se miraron estupefactos. Don Salvatore fue a inspeccionar los pequeños tragaluces practicados en el techo, pero eran demasiado estrechos para permitir que pasara un hombre, incluso un niño. Quedaba la chimenea. Esa era la única explicación: el asesino debía de haber echado una cuerda por allí para poder huir. Los monjes inspeccionaron el conducto con ayuda de la antorcha. Para su gran sorpresa, no encontraron ningún indicio. Ningún rastro de hollín en el suelo, ninguna marca en la pared.

—Es incomprensible —concluyó el prior, pasando un dedo por el conducto negruzco—. Cualquiera que hubiese pasado por aquí, inevitablemente habría dejado marcadas las paredes.

—Ha… ha sido el diablo en persona quien ha venido —añadió fray Gasparo con voz trémula.

Al oír estas palabras, el prior no pudo evitar pensar en la advertencia de los lugareños, pero descartó esa idea.

—No podemos dejar los cadáveres así. Y quizá el asesino sigue entre nuestros muros… Dentro de muy poco tocarán a maitines, debemos…

—¡Vive todavía! —lo interrumpió bruscamente el hermano enfermero, que se había inclinado sobre el cuerpo del desconocido—. Si no ha perdido demasiada sangre y consigo cerrar la herida, tiene alguna posibilidad de sobrevivir.

El prior ayudó a fray Gasparo a trasladar el cuerpo inánime a su cama.

Mientras el enfermero intentaba salvar al moribundo, él limpió el cadáver de fray Modesto. Cuando tocaron a maitines, dejó que el fraile, todavía aterrorizado, continuara con su tarea y atravesó el claustro para entrar en la iglesia y presidir el oficio.

Al terminar la liturgia, anunció a los cuarenta monjes la celebración inmediata de un capítulo extraordinario. Fray Gasparo se reunió con ellos. El prior les informó de las trágicas noticias de la noche, aunque no dijo que la puerta estaba cerrada por dentro para evitar que un pánico irracional se adueñara del monasterio. Todos se miraban estupefactos. ¿Quién había cometido semejante crimen contra uno de los suyos? ¿Y por qué haber intentado asesinar también al misterioso herido? Se preguntaban asimismo qué hacía fray Modesto en la enfermería en plena noche. A no ser que lo hubieran matado en otro sitio y transportado después hasta allí. Los monjes se pasaron el día atormentados por estas preguntas. A fin de evitar un escándalo en ausencia del abad, don Salvatore pidió a la comunidad que guardara el secreto sobre aquellos acontecimientos trágicos y anunciaron en el exterior el fallecimiento accidental de fray Modesto.

A partir de ese momento, los monjes tomaron disposiciones para vigilar día y noche la entrada del monasterio.

Dos días más tarde, el desdichado fraile fue inhumado en el cementerio de los monjes que lindaba con la abadía y quedaba frente al mar. Nada más terminar el oficio, don Salvatore se dirigió a la enfermería en compañía de fray Gasparo. Ya junto a la cabecera del herido, preguntó por su restablecimiento.

—Gracias a Dios, está recuperando fuerzas —comentó el enfermero—. Las magulladuras de la cara son superficiales y he conseguido cerrarle la herida. Pero unas horas más y se habría desangrado.

—¿No ha vuelto en sí?

—Todavía no. He visto casos similares. A veces se quedan entre el mundo de los vivos y el de los difuntos. Tan solo Dios conoce su destino.

—Sí, su vida está en manos del Señor —murmuró el prior, levantándose.

Acto seguido, se fue a su celda, que le hacía también las veces de despacho. Se sentó y expuso por escrito los acontecimientos del día. Ese informe estaba destinado al padre abad, que regresaría unas semanas más tarde de un largo viaje al extranjero. Don Salvatore temblaba ya ante la idea de anunciar la terrible noticia al irascible don Theodoro.

Ese septuagenario, amante del orden y la disciplina, no dejaría de recordar al prior que jamás se había producido un incidente grave estando él en sus más de treinta años como abad. Por ello, don Salvatore deseaba dilucidar ese crimen atroz antes del regreso de su superior. Desgraciadamente, nadie había visto ni oído nada la noche anterior, y no habían encontrado ninguna huella del asesino. Lo único que sabían, gracias al testimonio de varios frailes, era que el pobre fray Modesto se había levantado y había salido del dormitorio entre completas y maitines. Pero, como ese piadoso insomne iba a veces a la cripta de la iglesia para rezar durante la noche, nadie se había preocupado. El prior supuso que el fraile debía de haber oído un ruido sospechoso en la enfermería al pasar por el claustro y había descubierto a un individuo que intentaba asesinar al herido, probablemente asfixiándolo, como hacían suponer las marcas que presentaba en la cara. El monje debía de haberse interpuesto y había sido él mismo víctima del monstruoso asesino. «Todo esto parece plausible —se dijo el prior—, pero ¿cómo pudo huir el criminal dejando el pestillo corrido por dentro?» Atormentado por estos interrogantes, don Salvatore fue a arrodillarse ante el icono de la Virgen colocado en una hornacina, junto a su cama.

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