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Authors: Matilde Asensi

El origen perdido (2 page)

BOOK: El origen perdido
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—¡Vámonos! —urgió
Jabba
dirigiéndose a paso ligero hacia las puertas del estudio.

Apagamos las linternas y, con la única luz de los pequeños pilotos de emergencia como guía, atravesamos pasillos y bajamos escaleras rápida y sigilosamente. En los sótanos se encontraba el cuchitril de los transformadores que alojaba los antediluvianos cuadros eléctricos de los estudios. Allí, en el suelo, disimulada por nuestros útiles de espeleología, una plancha de hierro daba paso al extraño mundo subterráneo que se escondía bajo el asfalto de Barcelona: enlazado en múltiples puntos con los casi cien kilómetros de túneles de las líneas del metro y del ferrocarril, se hallaba el colosal entramado de galerías del alcantarillado que conectaba con todos los edificios, centros e instituciones oficiales de la ciudad. Como Nueva York, Londres o París, Barcelona escondía una segunda ciudad en sus entrañas, una ciudad tan viva y llena de misterios como la de arriba, la que recibía la luz del sol y las aguas del mar. Esta ciudad oculta, además de poseer sus propios núcleos habitados, su propia vegetación autóctona, sus propios animales y su propia unidad de policía (la llamada «Unitat de subsòl»), contaba también con numerosos turistas que acudían desde todos los lugares del mundo para practicar un deporte —naturalmente, ilegal— conocido como espeleología urbana.

Me quité la goma elástica con la que me recogía el pelo y me encajé en la cabeza el casco, ajustándome el barboquejo hacia delante. Nuestros tres cascos Ecrin Roc llevaban, sujetas en los clips, linternas frontales de leds
2
, que daban una luz mucho más blanca que las normales y eran mucho menos peligrosas en caso de escape de gases. Además, si se fundía uno de los leds, siempre habría otros funcionando, de manera que nunca podías quedarte completamente a oscuras.

Como un destacamento militar perfectamente sincronizado encendimos los detectores de gas, levantamos la plancha de hierro del suelo que exhibía la marca forjada de la compañía eléctrica, y nos lanzamos por una estrecha galería vertical que descendía a plomo un largo trecho provocando una opresiva sensación de claustrofobia —sobre todo a
Jabba
, que era el más grande de los tres—. La increíble extensión de la galería era debida a que los estudios de Miramar habían sido levantados en una de las dos montañas de Barcelona, Montjuic, y, por tanto, se encontraban a mucha altura respecto al nivel del suelo. Como casi todo este tipo de conducciones, la galería estaba ocupada en una cuarta parte por cables eléctricos cuyos anclajes en el cemento utilizábamos para bajar. Llevábamos, pues, unos incómodos guantes de aislamiento que entorpecían aún más nuestro descenso.

Alcanzamos, por fin, el túnel de servicio que unía la Zona Franca con la plaça de Catalunya. En el subsuelo, si hay algo que impresiona de verdad no son las serpientes, ni las ratas, ni la gente fantasmal que puedas encontrar en tu camino; lo que realmente te encoge el corazón y te retuerce el estómago es el rotundo silencio, la absoluta oscuridad y el intenso olor a humedad viscosa. Allí, en mitad de la nada, cualquier pequeño ruido se multiplica y distorsiona hasta el infinito y todos los lugares parecen iguales. En París, un par de años atrás, a pesar de que íbamos acompañados por un tipo del Grupo Francés de Espeleología Urbana que conocía las tripas de la ciudad mejor que la palma de su mano, mi equipo se había perdido durante siete horas en el gélido alcantarillado medieval que perfora la cuenca oriental del Sena. Nunca más me había vuelto a suceder, pero la experiencia fue lo bastante peligrosa como para obligarme a tomar, desde aquel día, todas las precauciones posibles.

Aún descendimos un poco más utilizando uno de los pozos rápidos del sistema de alcantarillas pero, a la altura de la calle del Hospital, después de desviarnos en el entronque de colectores del Liceo —donde, por cierto, mi
tag
aparecía dibujado justo al lado de la escalerilla que ascendía hasta la vieja sala de calderas—, una minúscula trampilla, sucia y corroída por la herrumbre, nos permitió acceder a la red de túneles del metro. Poca gente sabía, o recordaba, que a mediados de los setenta se había construido un pasadizo peatonal entre las estaciones de Liceu y Urquinaona con la idea de enlazar las líneas 3747 aliviar la abarrotada y laberíntica estación central de Catalunya. Treinta años después, aquel paso sólo era utilizado por nosotros y por unos cincuenta suburbanitas que habían hecho de aquella mugrienta e insalubre gusanera su lugar de residencia habitual. En su mayoría eran gentes silenciosas y sin edad entre las que había todo tipo de especímenes raros.

En el centro de aquel pasadizo, que hedía a orines y mugre, se encontraba la vieja puerta metálica que franqueaba la entrada a un nivel inferior de corredores. Nada más descender por unas escaleras metálicas, nos encaminamos hacia la boca del túnel que teníamos enfrente. Marchamos en hilera unos cien metros por el lado derecho de las vías, con los oídos atentos por si se aproximaba algún tren (lo que no hubiera sido nada extraño, pues avanzábamos por un tramo de la línea 4), y nos detuvimos frente a un estrecho portillo que difícilmente se reconocía en el ennegrecido muro. Con la llave que guardaba en uno de los bolsillos del vaquero lo liberé del candado y lo abrí, y, en cuanto estuvimos dentro,
Jabba
pasó los cerrojos de hierro que lo volvían inexpugnable desde fuera. A nuestros pies se abría la sólida trampilla metálica que dejaba a la vista el tiro vertical de quince metros por el que teníamos que descender. Ésa era siempre la última diversión de nuestras correrías. Enganchamos los descensores a los mosquetones ventrales y descendimos juntos a toda velocidad usando las cuerdas permanentemente instaladas en la boca. Por supuesto, cuando teníamos que subir, lo hacíamos por las escaleras.

Con gran estrépito pusimos, por fin, los pies en el suelo del viejo túnel abandonado en el que teníamos nuestro «Serie 100». Nadie, aparte de nosotros tres, conocía la existencia de aquella galería. Se trataba de uno de los primeros tramos de ferrocarril suburbano que hubo en la ciudad, construido poco después de 1925 para la Compañía del Gran Metro de Barcelona. Tenía forma de Y, y la bifurcación se localizaba, precisamente, en la calle Aragó, donde yo vivía y donde se encontraba mi empresa de software, Ker-Central. Disfrutando de la corriente de aire que llegaba a través de los imbornales de la bóveda, nos fuimos desembarazando del material de espeleología mientras remontábamos tranquilamente la caverna, tan ancha que hubiera permitido la circulación en paralelo de un par de grandes camiones. A nuestro alrededor, todo seguía estando oscuro, pues allí siempre era de noche y siempre era otoño, pero nos hallábamos en territorio seguro y conocido.

Quinientos metros más arriba encontramos el gigantesco cartel anunciador de color rojo en el que el actor Willem Dafoe, publicitando una marca de whisky, decía algo tan profundo como «Lo auténtico comienza en uno mismo». A instancias de
Proxi
, lo habíamos «adquirido» en la misma estación de metro de passeig de Gràcia que teníamos en ese momento sobre nuestras cabezas, ya que, según ella, venía perfectamente a cuento de nuestras actividades en el «Serie 100».
Jabba
, siguiendo un impulso irrefrenable nacido de su pasado como
graffitero
, había pintado sobre la monumental frente del actor la palabra
Bufanúvols
3
, y se había quedado tan tranquilo mientras escuchaba la bronca que le largaba
Proxi
.

Justo en la bifurcación del túnel, casi chocando con el apeadero de passeig de Gracia, se encontraba nuestro centro de operaciones clandestinas, el «Serie 100», un digno vagón que fue abandonado cuando se cerró aquella línea del Ferrocarril Metropolitano. El día que lo descubrimos fue nuestro gran día de suerte. Varado en sus raíles desde hacía al menos cuarenta años, el «Serie 100» —como rezaban las placas metálicas de sus costados—, se desmoronaba lustro tras lustro sin que nadie recordara su existencia. Hecho enteramente de madera, con numerosas ventanas ovaladas, un interior blanco donde permanecían todavía los asientos longitudinales y una iluminación de bombillas incandescentes que seguían colgando del techo, hubiera merecido estar en cualquier museo de trenes del mundo, pero, por suerte para nosotros, algún funcionario incompetente lo había dejado dormir el sueño de los justos, convirtiéndose con los años en albergue para ratas, ratones y toda clase de alimañas.

Pasamos mucho tiempo quitándole la mugre, lijando, barnizando y puliendo las maderas, reforzando los estribos y las juntas, bruñendo las placas y, cuando estuvo tan flamante que cegaba y tan firme como una piedra, lo llenamos de cables, ordenadores, monitores, impresoras, escáneres y toda suerte de equipos de radio y televisión. Iluminamos aquella zona del túnel y el interior del vagón y llenamos una pequeña nevera con alimentos y bebidas. De aquello hacía ya algunos años, durante los cuales le habíamos añadido nuevas comodidades y equipos más modernos.

Nada más entrar, y antes de que tuviera tiempo de soltar la mochila, el teléfono al que tenía desviadas las llamadas de mi móvil empezó a sonar.

—¿Qué hora es? —preguntó
Proxi
a
Jabba
, que irrumpía en ese momento en el vagón.

—Casi las nueve —respondió éste mirando con ansiedad las pantallas encendidas de los ordenadores. Había dejado en marcha un programa que intentaba romper, por la fuerza bruta (probando millones de posibles combinaciones alfanuméricas almacenadas en bases de datos), las claves de unos ficheros sobre arquitectura de sistemas.

La pantalla del teléfono avisaba de que era mi hermano quien me llamaba. Me quité, sacándolo por la cabeza a toda velocidad, el jersey negro de cuello alto y contesté mientras me recogía de nuevo el pelo en una coleta.

—Dime, Daniel.

—¿Arnau...? —Esa voz femenina no era la de mi hermano sino la de mi cuñada, Mariona.

—Soy yo, Ona, dime.

Proxi
me puso una lata de zumo, abierta, en la mano.

—¡Llevo horas intentando localizarte! —exclamó con voz aguda—. Estamos en el hospital. Daniel se ha puesto enfermo.

—¿El niño o mi hermano? —Mariona y Daniel tenían un hijo de un año, mi único sobrino, que se llamaba igual que su padre.

—¡Tu hermano! —dejó escapar ella con tono de impaciencia. Y como si mi confusión fuera una estupidez incomprensible, aclaró—: ¡Daniel!

Por un momento me quedé paralizado, sin reacción. Mi hermano tenía una salud de hierro; ni siquiera cogía la gripe cuando todo el mundo andaba con el pañuelo en la mano y unas décimas de fiebre, así que la idea de que pudiera estar en el hospital no me entraba en la cabeza. Entonces... Un accidente. Con el coche.

—Estábamos en casa —empezó a explicarme Mariona— y, de pronto, se quedó como alelado, como ido... Sólo decía tonterías. Me asusté mucho y llamé al médico, y éste, después de examinarle durante un buen rato, llamó a una ambulancia para traerlo al hospital. Llegamos a urgencias sobre las siete de la tarde. ¿Por qué no contestabas el teléfono? Te he llamado a casa, al despacho... He llamado a tu secretaria, a Lola y Marc, a tu madre...

—¿Has... llamado a Londres? —estaba tan aturdido que no encontraba las palabras.

—Sí, pero tu madre había salido. He hablado con Clifford.

Para entonces,
Proxi
y
Jabba
se habían colocado a mi espalda, pendientes de mi conversación. No hacía falta ser muy listo para darse cuenta de que ocurría algo grave.

—¿En qué hospital estáis?

—En La Custodia.

Miré el reloj, aturdido, y calculé cuánto tardaría en llegar hasta allí. Necesitaba una ducha, pero eso ahora era lo de menos. Tenía ropa limpia en el «100» y podía estar en el garaje en cinco minutos, coger el coche y plantarme en Guinardó en otros diez.

—Voy en seguida. Dame un cuarto de hora. ¿El niño está contigo?

—¡Qué remedio! —En su tono había una nota crispada que denotaba hostilidad.

—Ahora mismo voy. Tranquila.

Proxi
y
Jabba
permanecían inmóviles, mirándome, a la espera de información. Mientras me cambiaba de jersey, zapatillas deportivas y tejanos, les conté lo que me había dicho mi cuñada. Sin dudarlo un momento, se ofrecieron a quedarse con el pequeño Dani. 

—Nos iremos a casa en cuanto
Jabba
termine —declaró
Proxi
— pero, si nos necesitas antes, sólo tienes que llamarnos.

Abandoné el «100» como una exhalación, crucé el túnel hasta el extremo opuesto y ascendí por las escaleras verticales que llevaban directamente hasta el cuarto de los trastos de limpieza del sótano de Ker-Central. Una vez allí, cerré precipitadamente la tapa de hierro y salí al garaje, atravesándolo a la carrera hasta llegar a mi coche, el Volvo color burdeos aparcado junto a la Dodge-Ram roja de
Jabba
y
Proxi
, los únicos vehículos que quedaban en el recinto a esas horas de la noche. Taheb, el vigilante, que cenaba con toda placidez frente a un pequeño televisor dentro de su cabina de cristal blindado, me siguió con los ojos, impasible, y, por suerte, al parecer decidió que me abriría la cancela de seguridad y me dejaría salir sin soltarme uno de sus habituales discursos sobre la situación política del Sahara.

En cuanto las ruedas del coche pisaron la acera, caí en la cuenta de que era la peor hora del día para circular por la ciudad. Cientos de personas deseosas de llegar a casa y cenar frente al televisor inundaban con sus coches la calle Aragó. Sentí que me subía la presión sanguínea y que comenzaba la transformación que me llevaría del ciudadano pacífico que todavía era al conductor agresivo incapaz de soportar el menor ultraje. Seguí la calle Consell de Cent hasta Roger de Llúria. Tuve que saltarme el semáforo en rojo de la esquina de passeig de Sant Joan con travessera de Gràcia por culpa de un Skoda que venía a toda velocidad detrás de mí, y en Secretan Coloma me pilló un atasco monumental que aproveché para llamar al móvil de mi hermano y decirle a Ona que ya estaba llegando y que saliera a buscarme.

La mole gris del viejo edificio de La Custodia resultaba bastante deprimente. Parecía un amontonamiento de cubos llenos de diminutos agujeros. Si todo lo que podía ingeniar un arquitecto después de tantos años de estudio era aquello, me dije mientras buscaba la entrada de vehículos, más hubiera valido que se dedicara a tapar zanjas. Afortunadamente, una gran cantidad de coches estaba saliendo en aquel preciso instante —debía de ser la hora del cambio de turno de personal—, así que pude aparcar en seguida, librándome de dar vueltas y más vueltas en torno a aquel indignante paradigma de la vulgaridad. No había estado en aquel hospital en toda mi vida y no tenía ni idea de adónde debía dirigirme. Por suerte, Ona, que me estaba esperando, me había visto aparcar y, con el pequeño Dani dormido en los brazos, se fue acercando mientras yo salía del vehículo.

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