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Authors: Clive Cussler con Grant Blackwood

El oro de Esparta (25 page)

BOOK: El oro de Esparta
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La luz de la linterna no fue más allá de diez escalones.

32

Siguieron los rayos blancos y azules de las linternas y bajaron los escalones hasta el siguiente rellano. Al igual que arriba, encontraron una puerta de madera, y a su lado otro cartel con una advertencia: prohibida la entrada. Sam, que esperaba oír otra vez el chirrido de las viejas bisagras, se sorprendió cuando la puerta se abrió silenciosamente. Entraron.

Otro túnel, este de poco menos de un metro veinte de anchura y un metro cincuenta de altura, obligó a Sam y Remi a avanzar agachados. Separadas a intervalos de un metro veinte a lo largo de cada pared estaban las puertas rectangulares de las celdas, pero a diferencia de las del nivel superior, estas conservaban lo que Sam y Remi supusieron que eran las rejas originales, cada una abierta y sujeta a la piedra con un trozo de cordel. Sam observó a la luz de la linterna la puerta más cercana y vio que aún conservaba la cerradura y el pestillo.

—Justo cuando uno creía que no podía ser más deprimente —susurró Remi.

Observaron las paredes mientras avanzaban por el túnel, y después de unos veinte o veinticinco metros encontraron un túnel lateral de tres metros de profundidad en el lado izquierdo. Al final había una abertura rectangular a la altura de la cintura. Se arrodillaron, y Sam metió la cabeza en el hueco. Muy poco más allá había una trampilla en el suelo; la levantó y alumbró el interior.

—Otra escalera —susurró—. Baja unos dos metros. Creo que hemos encontrado el lugar.

—Yo iré primero —dijo Remi, y se deslizó con los pies por delante por la trampilla y comenzó a bajar—. Vale —gritó—. La escalera parece fuerte.

Sam bajó y se arrodilló junto a ella. Ese túnel era todavía más angosto: noventa centímetros de ancho y un metro veinte de alto. A lo largo de la línea central había una trampilla tras otra, cada una, un agujero negro con barrotes que parecía engullir los rayos de las linternas.

—Dios bendito —susurró Sam.

—¿Cuántas crees que hay? —preguntó Remi.

—Si este túnel es tan largo como los de arriba..., cuarenta o cincuenta.

Remi permaneció en silencio durante unos diez segundos, que parecieron muchos más.

—Me pregunto cuánto tardará una persona en volverse loca aquí abajo.

—Depende de la persona, pero después de un día o dos, tu mente comienza a alimentarse de sí misma. No hay sensación de tiempo, ningún punto de referencia, ningún estímulo exterior... Venga, acabemos con esto. ¿Cuál era la última línea del acertijo...?

—Desde el tercer reino de los olvidados...

Poniendo mucho cuidado en dónde pisaban, caminaron a lo largo de la pared hasta la tercera trampilla. A la luz de la linterna de Remi, Sam observó la rejilla. Habían quitado las bisagras, y el cerrojo y los barrotes estaban roídos por la corrosión. Tocó uno; las escamas se desprendieron y cayeron en la oubliette. Cogió los barrotes, levantó la rejilla y la dejó a un lado.

La oubliette estaba al fondo de un hueco de metro ochenta, mientras la celda en sí misma tenía un metro veinte de lado y noventa centímetros de profundidad; no era lo bastante ancha para que un preso pudiese acostarse del todo ni tampoco lo bastante alta para mantenerse en pie sin doblarse por la cintura.

—Será mejor que vaya yo —dijo Remi—. Soy más pequeña y yo no podría sacarte.

Sam frunció el entrecejo, pero asintió. Cogió de nuevo la palanqueta. Ella se quitó la chaqueta y la dejó a un lado. Se sujetó la palanqueta en el cinturón y dejó que Sam la bajase al hueco, y luego se soltó para caer los últimos sesenta centímetros. A gatas, encendió la linterna, la sujetó entre los dientes y comenzó a buscar en las paredes de piedra y el suelo. Al cabo de dos minutos de arrastrarse, murmuró de pronto:

—Aquí está.

—¿La cigarra?

—Si, en todo su esplendor. Tallada en una esquina de este bloque. Hay una buena grieta... Espera.

Remi metió la palanqueta en una grieta, luego en la otra, para ir quitando el bloque poco a poco del muro. Con un gruñido, lo sacó y lo dejó a un lado, y después se tumbó boca abajo y alumbró al interior del agujero.

—Tiene unos sesenta centímetros de profundidad... Maldita sea.

—¿Qué?

Remi se puso de rodillas para mirar por el hueco hacia arriba.

—Roca sólida. No hay aberturas ni grietas... Aquí no hay nada, Sam.

Remi se tomó unos minutos para asegurarse de que no había pasado nada por alto, y volvió a colocar la piedra en su lugar. Sam tendió los brazos y la levantó. Ella frunció los labios y se sopló un mechón de pelo que le caía sobre la ceja.

—Ya me lo temía. Karl Müller halló aquí tres botellas. Algo me dice que no vamos a encontrar el resto.

Sam asintió.

—No sé cual era la intención de Laurent, pero es poco probable que las guardase todas aquí.

—Bueno, valía la pena intentarlo. Hay una cosa que sabemos a ciencia cierta: Laurent utilizó el sello de la cigarra.

—Vamos, es hora de dejar la fiesta y buscar la salida.

Colocaron la rejilla y volvieron por el túnel hasta la puerta. Remi se apoyaba en una de las paredes y Sam en la otra. A tres metros del final, de pronto Sam se desplomó de lado en un hueco y cayó al suelo de culo con un sonoro quejido.

—¿Sam? —llamó Remi.

—Parece que he encontrado algo.

Miró a un lado y al otro. Con solo noventa centímetros de profundidad, la mitad posterior del suelo del hueco estaba ocupada por una trampilla que no tenía barrotes.

Remi rodeó la oubliette que había entre ellos y se agachó para entrar en el hueco con Sam. El alumbró la trampilla con la linterna y luego bajó, seguido por Remi. Sam apagó la linterna un momento. Perpendicular al túnel superior, había un espacio por el que solo se podía avanzar a gatas y que se perdía en la oscuridad.

Comenzaron a recorrerlo, Remi en cabeza y Sam detrás. Poco dispuestos a saltarse cualquier bifurcación, cada pocos metros tocaban las paredes.

Después de arrastrarse durante un minuto, Sam tocó el trasero de Remi para indicarle que se detuviera y volvió a encender la linterna. El túnel continuaba hacia delante.

—¿Te has fijado en las paredes? —susurró Remi.

—Sí.

El espacio no había sido construido con bloques de piedra, sino que lo habían tallado en la roca viva. Arrastrarse en la oscuridad en un espacio tan reducido hacía que unos pocos centímetros recorridos parecieran metros.

Tras otros treinta segundos, Remi se detuvo.

—Pared —susurró—. Bifurcación a la derecha.

Doblaron a la derecha, siguieron a gatas otros seis metros hasta dar con otra bifurcación, esta a la izquierda. Después de un tramo corto y otras dos vueltas a derecha e izquierda, se encontraron con una trampilla en el techo lo bastante alta para que Remi se pusiese de pie. Volvió a agacharse y dijo:

—Hay una cornisa, y después una caída a algo que parece una habitación.

—¿Podrás hacerlo?

—Eso creo. —Tomó impulso y desapareció. Diez segundos más tarde dijo—: Vale.

Sam se levantó, se arrastró por encima de la cornisa y se dejó caer junto a Remi, quien ya estaba observando la habitación, que medía tres metros por tres. Al igual que el túnel, las paredes, el suelo y el techo eran de roca viva. Montados en tres de las paredes había lo que parecían ser armeros, cada uno dividido en espacios verticales para acomodar los mosquetes o las espadas. En la pared de la izquierda había un arco truncado.

—Esto tiene que ser una parte original de la fortaleza —afirmó Sam, en voz baja—. Probablemente, el último bastión y armería para los defensores.

—Por consiguiente, tiene que haber otra manera de entrar y salir.

—A menos que la tapiasen cuando el castillo fue convertido en prisión.

—Ni se te ocurra decirlo.

—Solo hay una manera de averiguarlo.

Cruzaron el arco y entraron en el túnel.

Era un laberinto. Durante la hora siguiente recorrieron el túnel con mucha atención, encontraron callejones sin salida y cuartos en forma de herradura, y subieron y bajaron escaleras hasta que Sam decidió que tenían que detenerse. Delante, el túnel se dividía de nuevo en tres bifurcaciones como los radios de una rueda.

—¿Qué es este lugar? —preguntó Remi.

—No sé si tiene un nombre —respondió Sam—, pero creo que continúa siendo parte de la teoría de la última línea de defensa; los atacantes bajan aquí, quedan atrapados y son emboscados por los defensores. —Se mojó un dedo y lo levantó en el aire—. Hay una corriente. —Dio una vuelta completa con la intención de descubrir de dónde provenía y acabó negando con la cabeza—. No puedo saber de dónde viene.

Remi no le prestaba atención. Con los ojos cerrados se volvió primero a un lado, luego al otro, con las manos en la cintura, al tiempo que movía los dedos alternativamente a izquierda y derecha.

—Hemos vuelto sobre nuestros pasos —susurró finalmente—. Aquel es el camino de vuelta al patio. —Señaló el túnel de la izquierda—. Eso creo. Si hay una entrada oculta, tiene que estar allí.

—A mí ya me vale —dijo Sam.

La cogió de la mano y se pusieron en marcha de nuevo.

Cada vez que se encontraban con una nueva bifurcación, Remi se detenía para repetir el giro en cámara lenta con los ojos cerrados, y después señalaba.

Tras otra hora de marcha llegaron a un callejón sin salida, o casi callejón de salida. Apoyada en la pared había una tosca escalera de mano hecha con lo que parecía ser madera de roble español, con los largueros y los escalones un tanto torcidos. Alumbraron hacia arriba con las linternas. La escalera, que tenía más de diez metros de altura, acababa en una trampilla de madera.

—¿La hueles? —preguntó Remi—. Es la lluvia, Sam. Estamos cerca.

Él asintió, distraído, con la mirada puesta en la escalera.

—Es muy antigua —murmuró—. Bien puede ser la original. Quizá tenga centenares de años.

—Es fantástico, Sam, pero ahora mismo lo único que me importa es saber si soportará nuestro peso.

Sam sacudió la escalera, luego puso todo el peso en el primer peldaño. Crujió, pero se mantuvo firme.

—Por favor, Remi, pásame la palanqueta.

Se la enganchó en el cinturón y subió hasta la trampilla.

—Está cerrada —avisó.

Sam metió el filo de la herramienta en la grieta e hizo palanca una vez, otra y una tercera, y el cerrojo se rompió. Levantó la trampilla. El aire fresco entró por la abertura y bajó por la escalera.

—Estamos en una de las torretas —susurró Sam.

Salió del agujero y Remi subió la escalera. Cuando su cabeza asomó por el hueco, al otro lado de la puerta oyeron el raspar de la suela de un zapato en la piedra. Sam ayudó a Remi a salir y juntos fueron a la puerta.

Por encima de la barandilla vieron al guardia —supusieron que era el mismo de antes— que cruzaba el patio, con la luz de la linterna moviéndose a izquierda y derecha. El hombre se volvió, alumbró unos segundos la pasarela y después desapareció a través del arco.

Le dieron treinta segundos para que se alejara a una distancia prudencial, antes de recorrer la pasarela a la carrera, bajar los escalones de la izquierda, cruzar el patio y meterse en el túnel por donde habían entrado al principio.

En el exterior continuaba lloviendo y la temperatura había bajado varios grados. Sintieron frío. Miraron a un lado y al otro para orientarse, y descubrieron que estaban donde habían comenzado. Al otro lado de la plaza, vieron los edificios de techos rojos. El guardia, cuyos progresos eran marcados por la linterna, se encontraba a unos cien metros, de regreso a la zona de recepción.

—¿Suficiente visita para una noche? —preguntó Sam.

—Y para unas cuantas más —dijo Remi—. Además, como te conozco, estoy segura de que no faltarán en nuestro futuro.

—Haces bien.

Juntos salieron a la lluvia.

33

Grand Hotel Beauvau

Una hora más tarde y después de una ducha caliente, Sam y Remi estaban en la terraza contemplando el puerto Viejo, cada uno con su segundo gibson de Bombay Sapphire. Las luces de la ciudad se reflejaban en la superficie del agua como un mosaico rojo, amarillo y azul que se movía poco a poco con la lluvia. Desde lejos llegaba el lúgubre aullido de una sirena de niebla, y más cerca el repique de la campana de una boya.

Sonó el teléfono. Sam miró la pantalla: era Rube. Tan pronto como habían vuelto al hotel, lo había llamado para hacerle un relato somero de los acontecimientos de la noche, y después le había pedido que lo llamase más tarde.

Sam cerró la puerta de la terraza, contestó al teléfono y lo puso en manos libres.

—Rube, por favor, dinos que Jolkov y su alegre banda están detenidos.

—Lamento decir que no. La DCPJ no ha podido encontrarlos.

—Desearía poder decir que estoy sorprendido.

—Yo también. ¿Preparados para abandonar y volver a casa?

—Ni lo sueñes.

—¿Remi?

—Ni por asomo.

—Bueno, lo bueno es que el nombre y la foto de Jolkov están en todas partes. Si intenta dejar el país a través de un aeropuerto, puerto o estación ferroviaria, lo pillarán.

—Claro que —dijo Sam—, por lo que me has dicho, los Spetsnaz están entrenados para cruzar las fronteras. Tampoco me pareció alguien tan estúpido como para ir a un aeropuerto.

—Es verdad.

—¿Qué pasa con Bondaruk? —preguntó Remi—. ¿Hay alguna posibilidad de investigar los secretos de su familia y descubrir qué lo impulsa?

—Es posible. Resulta que el coronel de la guardia revolucionaria iraní, que fue el control de Bondaruk durante la guerra en la frontera, años más tarde tuvo algunos problemas con el ayatolá. No sabemos cuál fue la causa de los problemas, pero el coronel, que se llama Aref Ghasemi, escapó a Londres y comenzó a trabajar para los británicos. Aún está allí. He mandado a alguien que lo busque.

—Gracias, Rube —dijo Remi, y colgó.

A la mañana siguiente durmieron hasta las nueve y desayunaron en la terraza. La lluvia de la noche anterior había cesado, y ahora había un cielo azul con algunas nubes dispersas que parecían copos de algodón. Mientras tomaban el café llamaron a Selma, que estaba despierta pese a que casi eran las doce de la noche en California. Hasta donde sabían, su jefa documentalista dormía solo cinco o seis horas, y sin embargo nunca parecía sentirse cansada.

Sin entrar en detalles innecesarios, Sam le habló del escondite vacío en el castillo de If.

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