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Authors: Clive Cussler con Grant Blackwood

El oro de Esparta (7 page)

BOOK: El oro de Esparta
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¿Quiénes eran esos misteriosos salvadores? No eran los buenos samaritanos típicos, de eso estaba seguro. Sus acciones mostraban habilidad y coraje. Y recursos. El hombre había dicho que eran amigos de Frobisher. Había sido un desliz que Arjipov estaba muy dispuesto a explotar. Le bastaría. Los encontraría, con un poco de suerte, antes de tener que informar a su jefe del incidente.

Era obvio que tenían estrechos vínculos con el anticuario. ¿Por qué si no iban a arriesgar sus vidas? Estaba más claro que el agua. Si Frobisher no quería cooperar y decirle dónde había encontrado el casco de vidrio, quizá su amigo y la mujer estarían mejor dispuestos.

Si no era así, bueno, se tomaría la revancha y seguiría con lo suyo. A la vista de lo ingeniosos que habían sido al tenderle la emboscada, creía justo descubrir una forma novedosa de devolverles la jugada.

7

Río Pocomoke

—¿Cuáles crees que son las probabilidades de que Ted se mantenga al margen? —preguntó Remi al tiempo que tiraba de la cuerda de arranque del fueraborda.

Sam subió a bordo y, desde la proa de la lancha, la apartó del muelle con el pie.

—Supongo que me ha entendido, pero con Ted nunca se sabe. La tienda es su vida.

Tras interrogar a Frobisher durante otra media hora la noche anterior y convencerse de que sabían toda la historia, Sam pidió una cama supletoria a la recepción y acostó a Ted, quien para entonces ya estaba un tanto achispado después de tres copas de brandy.

A la mañana siguiente, en cuanto desayunaron, lo convencieron de que se tomase unas vacaciones; después hicieron unas cuantas llamadas y encontraron una casa en la playa, en la isla Fenwick, que pertenecía a un amigo de un amigo de un amigo. Era poco probable que alguien pudiese seguir a Frobisher hasta allí. No sabían si Ted se quedaría en la isla, pero, a menos que lo atasen, eran lo mejor que podían hacer.

La pregunta para ellos era si debían involucrarse más. Debido a su personalidad y a sus firmes convicciones libertarias, Ted había descartado su sugerencia de llamar a las autoridades. Sentía muy poco aprecio por el gobierno, y aseguraba que la policía se limitaría a recibir la denuncia y que después la archivarían, y en eso, Sam y Remi tendían a estar de acuerdo. Dudaban que el secuestrador de Ted hubiese dejado una pista que se pudiese seguir.

Mientras reflexionaban, Sam había decidido que continuarían con el plan original de identificar el minisubmarino atrapado en la cala, y después volverían a la búsqueda del tesoro de Patty Cannon.

Remi puso el motor en marcha, viró la embarcación y apuntó la proa río abajo; el ruido del motor producía un suave ronroneo en el fresco aire de la mañana.

—Qué diferente se ven las cosas a la luz del día —comentó, con la mirada puesta en el cielo.

—Amén —asintió Sam.

La lluvia de la noche pasada había cesado poco antes del alba, y había dado paso a un cielo azul brillante salpicado de nubes que parecían copos de algodón. A lo largo de la ribera, los pájaros volaban de rama en rama con alegres trinos. La superficie del agua, cubierta por una niebla poco espesa, era plana salvo por alguna ondulación aquí y allá cuando algún pez asomaba a la superficie para atrapar a una mosca distraída o una chinche de agua.

—¿Te he dicho ya lo orgullosa que estoy de ti? —preguntó Remi.

—¿Por qué? ¿Por haber conseguido aquellos cruasanes esta mañana?

—No, tonto. Por lo de anoche. Te comportaste como un héroe.

—Sí, lo mencionaste. Gracias. Pero no olvides que tuve una ayuda fenomenal. No podría haberlo hecho sin ti.

Remi se encogió de hombros y sonrió ante el cumplido.

—¿Sabes?, tenías un aspecto muy sexy, cubierto de barro de pies a cabeza y con aquella barra en la mano. Muy cavernícola.

—¡Ja, ja, ja!

Remi se rió.

—Por cierto, lamento lo del suéter.

El suéter de cachemir de cuello cisne no había sobrevivido a la aventura de la noche anterior, porque había adquirido el fuerte e inconfundible olor a cabra mojada.

—No es más que un suéter. Se puede reemplazar, mientras que otras cosas no —dijo Remi con una sonrisa afectuosa.

—Como si no lo supiese —añadió Sam.

—¿Supongo que has tomado medidas para asegurarte de que no vuelva a ocurrir? —preguntó Hadeon Bondaruk.

Arjipov apretó el teléfono contra su oreja hasta que los nudillos se le pusieron blancos.

—Sí. Ahora tengo aquí a tres de mis mejores hombres. Calculo que nos llevan una ventaja de una hora.

—¿Cómo se llaman? —preguntó Bondaruk.

Tal como Arjipov había creído, descubrir las identidades de los salvadores de Frobisher había sido una tarea bastante fácil.

Tras la marcha del policía y el conductor de la grúa, Arjipov había medio corrido, medio cojeado por la carretera hasta la granja más cercana, donde encontró una vieja camioneta Chevrolet con las llaves puestas en el contacto, detrás del granero. Fue hasta la tienda de Frobisher y aparcó detrás del garaje, después entró en la casa y la puso patas arriba, y halló lo que necesitaba en diez minutos. Frobisher solo tenía apuntados en su agenda unas pocas docenas de nombres, la mitad de ellos gente del ramo, la otra mitad personales, y de estos solo ocho eran parejas. Una breve búsqueda en Google le dio lo que necesitaba.

Desde la casa de Frobisher hasta la estación de autobuses de Princess Anne solo se tardaban cinco minutos. Aparcó la camioneta en una callejuela lateral, y dejó las placas de la matrícula en un cubo de basura, bajo unos restos de café y huesos de pollo del KFC.

Veinte minutos más tarde había recuperado su mochila de la consigna y se había registrado en un Motel 6 con otro carnet de conducir y otra tarjeta de crédito.

—Sam y Remi Fargo —respondió Arjipov a Bondaruk—. Son...

—Sé quiénes son. Buscadores de tesoros, y muy buenos, por cierto. ¡Maldita sea! Es una mala señal. Que estén allí no puede ser una coincidencia. Está claro que Frobisher descubrió qué tenía y los llamó.

—No estoy convencido de que sea así. He interrogado a muchos hombres en mi vida y sé qué cara tiene la mentira. Frobisher decía la verdad, estoy seguro.

—Puede que estés en lo cierto, pero supón que mentía. Supón que los Fargo están detrás de lo mismo que nosotros, y actúa en consecuencia.

—Sí, señor.

—¿Cuándo te vas?

—La lancha ya está preparada. —Al disponer de los nombres de los Fargo, había sido fácil rastrear las compras que habían hecho con la tarjeta de crédito y llegar hasta la tienda de alquiler de embarcaciones en Snow Hill—. No tardaremos mucho en atraparlos.

Sam había marcado la posición exacta de la cala en el mapa, así que la encontraron sin mayores problemas. La lluvia de la noche anterior había amontonado más ramas en la entrada de la cala. Ahora parecía un refugio de cazadores, una maraña de ramas y hojas, secas y verdes. Remi guió la lancha a lo largo de ella, y después ató la amarra a una de las ramas más gruesas. Dejaron que la lancha se moviera empujada por la corriente hasta que el cabo se tensó y Sam se convenció de que aguantaría. Remi se metió en el agua y fue hasta la orilla. Sam nadó hasta el otro lado, le alcanzó las dos bolsas que contenían su equipo, y luego se cogió de la mano que le tendía Remi para alcanzar la orilla.

Con una bolsa en cada hombro, Sam fue abriendo paso entre la vegetación a lo largo de la costa y se desvió tierra adentro unos seis metros hasta que llegaron al borde de la cala. A su izquierda entre los matorrales apenas alcanzaban a ver el montón de ramas y, más allá, el brazo principal del río. Como el día anterior, la cala tenía un aspecto siniestro, un túnel verde que de alguna manera parecía separado del resto del mundo.

Por supuesto, admitió Sam, parte de esa sensación se debía al periscopio cubierto de algas que asomaba del agua a solo unos pasos delante de ellos, como el cuello de una primitiva serpiente marina.

—Un poco espectral, ¿no? —susurró Remi, que se cruzó de brazos como si quisiese protegerse del frío.

—Más que un poco —convino Sam. Dejó caer las bolsas y se frotó las manos con entusiasmo—. No temáis, los Fargo están aquí.

—Solo prométeme una cosa —dijo Remi.

—Dime.

—Después de esto, unas vacaciones. Unas vacaciones de verdad.

—Usted elige dónde, señora Fargo.

Lo primero que debían hacer era sumergirse y determinar el estado general de la embarcación, buscar cualquier señal que les pudiese servir para identificarla, y con un poco de suerte encontrar una entrada. Sam aún no había compartido ese último objetivo con Remi, a sabiendas de que le prohibiría entrar en el submarino, lo que, desde luego, era lo prudente. Pero Sam confiaba en que, con su habilidad como buceador y la capacidad de Remi, no tendrían problemas para enfrentarse a lo que fuese.

Para ello habían llevado unas gafas de buceo, un par de aletas, linternas sumergibles con pilas de recambio, cuatro cuerdas de nailon y tres cabrestantes para asegurar el submarino y evitar que cambiase súbitamente de posición cuando entrase Sam. Si es que llegaban tan lejos.

Además, el día antes, le había pedido a Selma que le enviase por FedEx tres botellas Spair Air de emergencia, cada una con aire para sesenta respiraciones, que permitían alargar la inmersión entre dos y cinco minutos.

—Conozco esa expresión en tu cara, Fargo —dijo Remi—. Quieres entrar, ¿verdad?

—Solo si es seguro. Confía en mí, Remi. Anoche ya tuve mi ración de adrenalina para varios días. No voy a correr ningún riesgo estúpido.

—Vale.

Sam se deslizó por la orilla hasta el agua, y luego nadó hasta donde emergía el periscopio. Lo sujetó, dio un tirón y lo sacudió varias veces. Parecía sólido. Remi le arrojó dos cuerdas, que él ató en el periscopio. Remi cogió los otros dos extremos, los pasó por las roldanas de los cabrestantes y los amarró al tronco de dos árboles cercanos. Sam volvió a la orilla y juntos accionaron las palancas de los cabrestantes hasta que las cuerdas se tensaron. Sam dio un tirón a cada una.

—Ya no se moverá. De acuerdo, voy a echar una rápida ojeada. Tres minutos, no más.

—¿Quieres que yo...?

—Silencio —susurró Sam, y se llevó un dedo a los labios.

Volvió la cabeza, con el oído atento. Pasaron cinco segundos y entonces muy débilmente, desde la distancia, les llegó el ruido de un motor.

—Viene hacia aquí —advirtió Sam.

—Deben de ser pescadores.

—Es probable. —Pero después de la noche de ayer..., pensó.

A Sam le inquietaba la proximidad del submarino al lugar donde Ted, según les había dicho, había encontrado el trozo de vidrio. Era poco probable que estuviesen vinculados, pero sí tal vez lo suficiente para que el atacante de Ted hubiese decidido buscar en esa zona del Pocomoke.

Se agachó junto a una de las bolsas, buscó en el interior y sacó unos prismáticos. Con Remi pegada a sus talones, corrió a lo largo de la orilla hasta donde habían amarrado la lancha. Se dejaron caer de rodillas en la hierba, y Sam miró con los prismáticos río arriba. Pocos segundos más tarde apareció una embarcación rodeando un recodo. A bordo viajaban cuatro hombres. Uno en el timón, otro en la proa y dos sentados a popa. Sam se centró en el rostro del piloto. Caracortada.

—Es él —murmuró.

—Estás de broma —dijo Remi.

—Qué más quisiera.

8

—¡La lancha! —ordenó Sam en voz baja—. ¡Vamos!

Se arrastró cuerpo a tierra por la orilla hasta el agua. Cuatrocientos metros río arriba, Caracortada había llevado la lancha hacia la boca de otra cala, que el hombre que estaba en la proa observaba a través de los prismáticos. Sam escuchó el eco de la voz de Caracortada seguida por otra voz que decía: «Nyet».

Fantástico, más matones rusos.

Sam nadó hasta donde había sujetado la amarra, se apresuró a deshacer el nudo, luego fue hasta la lancha y sujetó la cornamusa de proa. Miró por encima del hombro. Caracortada viraba la embarcación para dirigirse hacia ellos.

—Sam...

—Los veo.

Sujetó el cabo con el puño y luego aceptó la ayuda de Remi para subir a la orilla.

—Tira —susurró—. ¡Con todas tus fuerzas!

Juntos tiraron del cable. La proa de la lancha chocó contra la orilla y después comenzó a subir la margen.

La otra embarcación estaba a unos doscientos setenta metros de distancia. La atención de los tripulantes parecía centrada en la costa opuesta, pero Sam sabía que podía cambiar en cualquier momento. Una mirada y estaban acabados.

—Tira, Remi.

De nuevo tiraron con todas sus fuerzas. Sam abrió las piernas y clavó los talones en el suelo, y tiró hasta que los tendones del cuello le sobresalieron. La proa apareció por encima del borde, pero fuera del agua y sujeto a la gravedad, el motor hizo sentir su peso. La lancha se deslizó hacia abajo poco más de un palmo.

—Otro buen tirón —dijo Sam—. A la de tres. Uno... dos... ¡tres!

La lancha pasó por encima del borde y se deslizó sobre terreno llano. Sam y Remi caminaron hacia atrás al mismo tiempo para arrastrarla entre la hierba.

—Cuerpo a tierra, Sam.

Remi se tiró boca abajo, seguida una fracción de segundo más tarde por Sam. Permanecieron inmóviles e intentaron bajar el ritmo de la respiración.

—¿Crees que lo hemos conseguido? —susurró Remi.

—Lo sabremos dentro de muy poco. Si las cosas se ponen feas, quiero que corras todo lo rápido que puedas. Ve hacia el bosque y no mires atrás.

—No, Sam...

—¡Chist!

El ruido del motor aumentaba por momentos, daba la impresión de que iba directamente hacia ellos.

Entonces oyeron la voz de Caracortada:

—¿Veis algo?

—Nada. Por cierto, ¿en qué navegan?

—En una lancha, de unos cuatro metros de eslora.

—No pueden estar en este lado —dijo la voz—. Aquí no hay nada. Ha de ser la otra orilla. Hay muchos brazos laterales donde ocultarse.

—Sí.

El sonido del motor comenzó a alejarse y se perdió a través del agua, hasta que Sam y Remi solo oyeron el eco distante.

—Se han metido en otro brazo —dijo Sam. Se puso de rodillas y espió por encima de la hierba—. Sí. No los veo. Se han ido.

Remi se giró boca arriba y dio un suspiro.

—Gracias a Dios.

Sam se tumbó a su lado. Ella apoyó la cabeza en su hombro.

—¿Tú qué dices? —preguntó Sam—. ¿Nos vamos o nos quedamos?

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