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Authors: Eric Frattini

El Oro de Mefisto (2 page)

BOOK: El Oro de Mefisto
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—Buenos días, Seppo —saludó el señor Haukanen—. Hace tiempo que no nos traes el correo.

—Ha sido por culpa de la nieve, señor Haukanen, pero el correo está ya restablecido y creo que no habrá ningún problema hasta la próxima nevada —dijo Törni.

Una vez entregado todo el correo, ya casi a mediodía, Seppo Törni regresó en su pequeña motocicleta hasta su cabaña, situada en un desvío de la carretera a Muhos. Cuando entró en la cabaña, de repente algo se abalanzó sobre él. Sin poder reaccionar, su perro de raza husky comenzó a lamerle la cara y a corretear alrededor de él.

—Déjame,
Keisari
, déjame ya —dijo Törni mientras empujaba el pesado cuerpo del perro—. Todavía tenemos luz para salir a cazar un rato.

Seppo Törni se colocó el rifle a la espalda y se calzó los esquíes para adentrarse en el bosque que rodeaba la cabaña, acompañado por
Keisari
. De repente, a unos quinientos metros, observó cómo un zorro polar buscaba raíces para comer tras la nevada. Sin hacer el menor ruido, colocó la mejilla en la carrillera del rifle y fijó la mira en el cuerpo del animal. Contuvo la respiración mientras su dedo presionaba lentamente el disparador. Antes de que el proyectil pudiese salir por el cañón, un sonido seco rompió el silencio del bosque. Una bala había impactado en el cráneo del cartero. El cuerpo de Seppo Törni quedó tirado con el cráneo destrozado, en medio de la nada, mientras su sangre teñía la nieve a su alrededor. A unos setecientos metros del cadáver, un experto tirador solitario guardó cuidadosamente su arma en la funda y desapareció en la inmensidad de aquel paraje.

Capítulo I

Estrasburgo, 1944

El 10 de agosto, trece hombres, todos poderosos banqueros, magnates industriales, oficiales de las SS y la Gestapo, miembros de la Cancillería y del Reichsbank, fueron obligados a abandonar sus trabajos y destinos en el frente y convocados en un hotel de la ciudad ocupada de Estrasburgo, en la frontera franco-alemana.

El mayor de las SS Helmut Voss recorría de un lado a otro de forma nerviosa la lujosa sala, presidida por una elegante mesa de lustrosa caoba. No podía faltar nada, nada debía quedar sin atar. Ningún cabo suelto. Alrededor de la mesa se hallaban catorce sillas y, frente a ellas, catorce cuadernos en cuyas páginas podía divisarse un águila con las alas extendidas sujetando entre sus garras una hoja de laurel rodeando una esvástica.

En una amplia sala contigua se alzaba una larga mesa presidida por varias piezas de una vajilla de plata y copas de cristal de Bohemia. Se habían traído para el evento que iba a dar comienzo en pocas horas langostas frescas, caviar del Caspio, ostras de Normandía,
foie
, champán Bollinger, cigarros habanos y los más caros y selectos licores.

—Tenemos instrucciones muy concretas. La vajilla es muy valiosa —indicó el mayordomo a uno de los camareros traídos desde un batallón de las SS especialmente para la ocasión. Mientras, una secretaria escribía a plumilla en unos tarjetones el nombre de los asistentes.

—¿Mayor? —preguntó el mayordomo.

—¿Sí? —respondió Voss.

—Ha llegado el taquígrafo.

—Perfecto. —Y dirigiéndose al taquígrafo, añadió—: Puede usted instalarse. Le daré instrucciones más tarde. ¿Cuántos rollos ha traído?

—Cinco, señor.

—Demasiados. En pocas horas habrá finalizado la reunión —sentenció.

El mayor Helmut Voss se dirigió hacia uno de los extremos del salón. Allí le esperaba la secretaria con su guerrera en las manos. Extendió los brazos hacia atrás para facilitarle a la mujer que se la colocase. Se sentía bien con ella. En su cuello se veía la doble S rúnica. En su pecho lucía su historia militar: la Cruz de Hierro, obtenida en el campo de batalla durante su servicio en la Waffen SS, la Cruz de Dánzig de Primera Clase, la Medalla de los Sudetes, la Cinta del partido por sus primeros diez años de servicio y la Cinta del Servicio de Policía por sus dieciocho años de trabajo. Esta última se la había entregado el propio Führer en una brillante ceremonia en la Cancillería.

—Sonría… —pidió Voss a la nerviosa secretaria—, hoy es un gran día para el futuro del Reich.

Los primeros visitantes comenzaron a llegar.

—¿Ha venido ya el invitado principal? —preguntó uno de ellos a Voss.

—No, aún no. Si necesitan cualquier cosa, caballeros, no duden en pedírselo a un asistente o a mí mismo —indicó.

—¿Para qué hemos sido convocados? ¿De qué trata la reunión? —preguntó un recién llegado mayor Voss.

—¿De qué tratan siempre las reuniones? De poder, de consolidación del poder —respondió el militar intentando con ello dar por zanjada la cuestión.

A pocos kilómetros de allí, un vehículo cruzó a gran velocidad el puente del Teatro en dirección a la plaza de Broglie. El Mercedes de color negro no portaba ningún distintivo que pudiese indicar el rango del pasajero. Nadie debía saber que se encontraba en aquella ciudad.

El coche, conducido por un funcionario de la Cancillería, redujo su velocidad y giró a la izquierda en la calle de la Haute Montée hacia la céntrica plaza Kléber. Su misterioso pasajero miró hacia el exterior y divisó la aguja de la catedral de piedra rosa del siglo XV, que se confundía con los tejados multicolores del casco histórico de la ciudad.

El visitante volvió su atención a los gruesos informes que mantenía en equilibrio entre sus gruesas piernas. El primero de ellos, de carácter militar, detallaba los avances de los ejércitos aliados que habían desembarcado hacía poco menos de dos meses en las playas de Normandía. El segundo, de carácter policial, explicaba los acontecimientos acaecidos el mes anterior, exactamente el 20 de julio, cuando un grupo de altos oficiales de la Wehrmacht liderados por el coronel Claus von Stauffenberg intentó acabar con la vida del Führer en su cuartel general de Rastenburg, conocido como la Wolfsschanze o Guarida del Lobo.

—¡Malditos traidores ineptos! —exclamó el pasajero del Mercedes mientras arrojaba a un lado el dossier policial. Los informes y las fotografías que había en el interior quedaron esparcidos por el asiento de cuero. Los rostros de los cadáveres de Von Haeften, Olbricht, Von Quirnheim, Von Witzleben, Hoeppner, Bernardis, Klausing, el general Beck y del propio Von Stauffenberg miraban desde la nada al misterioso pasajero. Algunos de ellos colgaban de un gancho de carnicero en una fría sala de la prisión de Ploetzensee.

El informe militar, con el sello de «alto secreto» en la primera página, detallaba cuidadosamente los avances de los ejércitos enemigos desde las playas de Normandía. La 88° División estadounidense se paseaba ya por Roma desde el 4 de junio.

—Fantoche pomposo y cobarde —espetó el pasajero del Mercedes, en referencia al Duce, mientras continuaba pasando páginas del pesimista informe redactado por el alto mando de la Wehrmacht.

Dos millones de soldados enemigos en medio millón de vehículos y portando tres millones de toneladas de material de guerra avanzaban sin resistencia hacia el corazón del Reich. Carenton había caído el 11 de junio; Larteret y Portbail, el 18; y Roule, el cuartel general del ejército alemán, el 25. El 30 del mismo mes, seis mil soldados de la Wehrmacht se habían rendido en La Haya. Por otro lado, en Caen, las divisiones Panzer habían conseguido hacer retroceder a la 7ª División de Montgomery, pero el pasajero del Mercedes sabía que esa situación no iba a durar demasiado. El tiempo corría en su contra. Quedaba poco tiempo y lo que tenía que hacer era vital para la supervivencia del Reich. Esa misión era la que le había llevado hasta allí.

El Mercedes frenó en seco ante la puerta del hotel Maison Rouge, en la misma plaza Kléber. El portero del establecimiento saltó los tres escalones de la entrada y recorrió rápidamente el tramo de alfombra roja que le separaba de la puerta del vehículo.

En ese momento, el hombre robusto de la Gestapo que se encontraba en el asiento delantero estaba ya de pie junto al Mercedes. El agente alargó su mano para detener al portero mientras con la otra abría la puerta. El poderoso pasajero bajó del vehículo y se dirigió hacia el edificio.

—Buenos días, señor —le saludó el director en cuanto pisó la recepción del hotel—. Ordenaré a un botones que le acompañe hasta el salón azul. Le están esperando.

—No se moleste —respondió el recién llegado—. Ya sé dónde está.

El hombre, protegido por dos agentes de la Gestapo, se dirigió por los largos pasillos hasta una de las puertas situadas al fondo. Al otro lado podían oírse las voces de varios de los invitados al encuentro secreto que iba a tener lugar.

Nada más entrar en el gran salón, la mayor parte de las personas que se encontraban dentro dieron un paso atrás y juntaron los tacones de forma sonora, en posición de firmes.

—Heil, Hitler
—corearon al unísono mientras levantaban el brazo.

—Heil, heil…
y ahora bajen el brazo. Esta reunión debe permanecer en el más absoluto secreto y a ello no contribuirán sus saludos. Caballeros, si seguimos haciendo esto, no acabaremos nunca. El saludo a nuestro Führer queda suprimido hasta que finalicemos la reunión —ordenó.

El mayor Voss dio un paso al frente e informó al recién llegado de que todos los convocados estaban preparados para dar comienzo al encuentro. Los hombres, en su mayor parte de edad avanzada y con pinta de banqueros, embutidos en elegantes trajes de sastre ingleses, empezaron a acercarse al hombre que acababa de llegar para estrecharle la mano. Tan sólo unos pocos permanecieron al fondo del salón. No a todos les caía bien aquel tipo bajito, algo obeso, que desde hacía años se había convertido en la peligrosa sombra del Führer. Su nombre era Martin Bormann.

—Bormann siempre reuniéndose. Le encantan las reuniones secretas —dijo un invitado a otro en voz baja.

En realidad, a nadie le interesaba ponerse en contra de tan poderoso personaje y eso lo sabían todos los allí reunidos. Muchos de ellos habían estado financiando no sólo las aventuras militares de Hitler y el abastecimiento a la Wehrmacht desde 1939, sino también, muchos años antes, al Partido Nacionalsocialista y el ascenso del propio Hitler hacia la cumbre del poder. Aunque esto les podía dar cierto margen de maniobra política ante el Führer, la mayor parte de ellos sabían que no era suficiente para acabar con la influencia de aquel campesino. Ninguno de los elegantes hombres allí reunidos tenía intención de dar con sus huesos en el campo de concentración de Dachau, como había sucedido hacía poco tiempo con el todavía poderoso presidente del Reichsbank, Hjalmar Schacht. Tampoco los militares que se encontraban en el salón deseaban contradecir a aquel campesino de la Baja Sajonia. Si lo hacían, podían acabar como simples combatientes en el frente ruso bajo la denominación «
zum Verheizen
», que en la jerga significaba 'incineración'.

Ya en aquellos años, muchos habían oído por boca del propio Führer la aseveración «todo el que esté contra Bormann, está contra el Estado». El secretario del canciller mostraba una profunda cicatriz en su mejilla izquierda. Él alegaba que se la había hecho durante una pelea callejera contra los comunistas en los primeros tiempos del partido, en los años veinte, pero se había difundido interesadamente que aquella cicatriz se la había causado una prostituta que le rajó la cara cuando no quiso pagarle un servicio. Sin duda, la primera versión era mucho más romántica y le ayudaba a forjar una imagen de sí mismo que en muchos casos no se acercaba a la realidad.

—Empecemos, caballeros. Pido, por favor, que salgan de la sala todas aquellas personas que no han sido convocadas para este encuentro —ordenó Bormann haciendo referencia a los camareros que había en el salón.

—¿Cree que los americanos llegarán a Alemania antes de Navidad? —preguntó interesado uno de los banqueros.

—Lo de Normandía ha sido una vergüenza. Nuestro ejército tenía que haber previsto el ataque a las costas de Francia. En su lugar, los mandos estaban ocupados en conspiraciones contra nuestro Führer —respondió el secretario de Hitler, refiriéndose al recientemente defenestrado mariscal Erwin Rommel.

—¿Y cómo está nuestro Führer tras el atentado?

—Una cobardía que la Gestapo ha sabido erradicar de cuajo, y ahora, querido amigo, sentémonos a la mesa. El futuro del Reich está en nuestras manos —precisó Bormann a su interlocutor con tono misterioso.

—Verán todos ustedes unas tarjetas con su nombre en la mesa. Indican su lugar en ella y lo mantendrán hasta el final de la reunión —explicó Voss.

Cada asistente buscó su nombre en las tarjetas y ocupó el asiento que le correspondía en la mesa.

—Por favor, siéntense —dijo Bormann—, Siento haberles hecho esperar un poco, pero confío en que hayan probado un buen coñac y un buen cigarro. ¿Está todo listo?

—Sí, señor —respondió el taquígrafo, que había ocupado el lugar más alejado de la mesa, junto al mayor Voss.

Bormann volvió a tomar la palabra.

—Aunque parezcamos niños en un campamento, les propongo que se presenten siguiendo el orden en el que están sentados. No todos se conocen. Yo lo haré al final.

—Bien, creo que soy el primero —dijo el hombre que estaba sentado a la derecha de Bormann—. Soy Walther Funk, presidente del Reichsbank.

Después le tocaba el turno al hombre que Funk tenía a su derecha, un tipo alto, con bigote y unos profundos ojos azules.

—Buenos días, caballeros. Mi nombre es Emil Puhl, economista del partido, vicepresidente del Reichsbank y experto en operaciones financieras de alto riesgo.

Puhl era el individuo que comía y discutía con los grandes banqueros de Berna y Zúrich, pero también era un hábil negociador con los encubridores de la Bahnhofstrasse y los traficantes de materias primas de la Paradeplatz. Bormann necesitaba a aquel hombre para llevar a cabo su plan.

—Soy el teniente coronel SS Adolf Eichmann, al cargo de la sección IVB4, responsable de la ubicación y deportación de los judíos en todo el territorio ocupado.

—Yo soy el capitán SS Alois Brunner, asistente del teniente coronel Eichmann, en la sección IVB4. Desde noviembre de 1939, soy el responsable de las deportaciones de judíos de Viena, Moravia, Tesalónica, Niza y Eslovaquia.

—Buenos días, señores. Pero querría saber antes… —dijo el siguiente personaje que debía presentarse.

—Por favor, ya habrá tiempo para las preguntas —le interrumpió Bormann levantando la mano—, ahora sólo deseo que se presente al resto.

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