—Todo lo contrario —replicó el profesor—. Ya ve usted que el espacio que nos rodea no es de extensión infinita. Sí, sí; bien sé que a usted le enseñaron en la escuela que el espacio es infinito y que dos paralelas jamás se encuentran. Sin embargo, todo eso es tan falso en el espacio que habita el resto de la humanidad como en éste. El primero, ni qué decir tiene, es enorme; los sabios le atribuyen una extensión de más de 15.000.000. 000.000.000.000.000 kilómetros, lo cual para una mentalidad ordinaria coincide ciertamente con el infinito. Si hubiera perdido allí mi libro, tendría que esperar un tiempo increíblemente largo para que volviera. Pero aquí la situación es muy distinta. Lo último que alcancé a apuntar es que el diámetro de este espacio asciende apenas a unos ocho kilómetros, si bien está en rápida expansión. Cuento con recuperar el libro de notas antes de media hora.
—¿Es que, según usted, el cuaderno va a comportarse como el bumerang de un australiano, es decir, seguirá una trayectoria curva para caer a sus pies? —se aventuró a decir el señor Tompkins.
—De ninguna manera —fue la respuesta—. Para comprender lo que realmente sucede, piense en un griego antiguo, quien no sabía que la Tierra es esférica. Supongamos que ordenase a alguien marchar indefinidamente hacia el norte, en línea recta. Imagínese su asombro al ver volver al viajero por el sur. Nuestro griego no sabría lo que es dar la vuelta al mundo (a la Tierra, quiero decir en este caso) y opinaría que el trayecto del viajero no había sido recto sino curvo. En realidad el recorrido se hizo a lo largo de la línea más recta que puede trazarse sobre la superficie terrestre, pero dio la vuelta al planeta y retornó al punto de partida por la dirección opuesta. Lo mismo le pasará a mi libro, a no ser que tropiece con alguna piedra y se desvíe de su trayectoria rectilínea. Tome estos prismáticos y vea si puede distinguirlo todavía.
El señor Tompkins miró por los prismáticos y, aunque el polvo hacía bastante confuso el panorama, alcanzó a distinguir el libro de notas del profesor viajando por el espacio muy, muy lejos. Le sorprendió mucho la coloración rosada de todos los objetos lejanos, y del propio libro.
—¡El libro está volviendo! —exclamó al poco rato—. Cada vez lo veo mayor.
—No —dijo el profesor—. Sigue alejándose. Si usted lo ve más grande, como si estuviera de vuelta, es en virtud de un efecto de enfoque peculiar del espacio esférico cerrado sobre los rayos luminosos. Volvamos al antiguo griego. Si se pudiera hacer que los rayos de luz marcharan siempre al ras de la superficie terrestre (por refracción en la atmósfera, digamos), el griego podría, usando unos prismáticos muy poderosos, seguir al viajero durante toda su jornada. Si mira usted un globo terráqueo, advertirá que las líneas más rectas posibles en su superficie, los meridianos, empiezan por alejarse entre sí, partiendo del polo, pero una vez cruzado el ecuador, convergen hacia el polo opuesto. Si los rayos luminosos viajaran por los meridianos y usted se situase, por ejemplo, en uno de los polos, vería al viajero cada vez más pequeño, conforme se alejara, hasta que alcanzase el ecuador. Desde ese momento sus dimensiones irían aumentando y a usted le parecería que se acercaba, si bien andando de espaldas. Cuando el viajero llegase al polo opuesto, lo vería usted tan grande como si lo tuviera al lado, mas no podría tocarlo, como no puede tocarse la imagen que produce un espejo esférico. Gracias a esta analogía bidimensional, puede usted imaginarse lo que sucede con los rayos luminosos en el espacio tridimensional misteriosamente curvado. Me parece que la imagen del libro debe estar ya bien cerca de nosotros.
Efectivamente, el señor Tompkins dejó los prismáticos y vio el libro a pocos metros. Pero ¡qué extraño era su aspecto! Sus contornos no eran definidos, sino un tanto desleídos, y las fórmulas escritas en sus páginas por el profesor eran apenas reconocibles. El libro entero recordaba una fotografía fuera de foco y a medio revelar.
—Como puede usted ver —dijo el profesor —, se trata únicamente de la imagen del libro, profundamente deformada por la luz, que ha tenido que recorrer la mitad del universo. Para convencerse del todo no tiene más que observar cómo se transparentan a través de sus páginas las piedras que están detrás del libro.
El señor Tompkins trató de cogerlo, pero su mano pasó a través de la imagen sin encontrar resistencia.
—El libro verdadero —explicó el profesor— se encuentra ahora muy cerca del polo opuesto del universo, y desde aquí puede usted ver dos imágenes de él. Precisamente le está usted dando la espalda a la segunda. Cuando se superpongan ambas, el libro pasará exactamente por el polo opuesto.
El señor Tompkins no atendía; estaba demasiado embebido tratando de recordar cómo se forman las imágenes de los objetos en los espejos cóncavos y en las lentes, según la óptica elemental. Cuando dejó el asunto en paz, las dos imágenes se alejaban en direcciones opuestas.
—Pero ¿qué es lo que curva el espacio y produce todos estos efectos tan divertidos? —preguntó al profesor.
—La presencia de materia ponderable —fue la respuesta—. Cuando Newton descubrió la ley de la gravedad, creyó que se trataba de una fuerza ordinaria más, del mismo tipo, por ejemplo, que la producida por una cinta elástica tendida entre dos cuerpos. Pero queda en pie, sin embargo, el hecho misterioso de que todos los cuerpos, independientemente de su peso y dimensiones, reciben la misma aceleración y se mueven todos de idéntica manera bajo la acción de la gravedad, con tal que se elimine la fricción del aire, desde luego. Einstein fue el primero en demostrar claramente que el efecto primario de la materia ponderable es una curvatura del espacio y que las trayectorias de todos los cuerpos que se mueven en campos gravitatorios son curvas por la simple razón de que el propio espacio tiene una curvatura. Pero me parece que será demasiado difícil para usted entender todo esto, sin saber suficientes matemáticas.
—Así es —concedió el señor Tompkins—. Pero, dígame, si no hubiera materia, ¿tendría validez entonces la geometría que nos enseñaron en la escuela, y las paralelas no se juntarían nunca?
—Nunca, efectivamente —respondió el profesor—. Pero tampoco habría criaturas materiales para comprobarlo.
—Pues bien, a lo mejor Euclides jamás existió y pudo así construir la geometría del espacio absolutamente vacío.
Pero el profesor no mostró el menor interés por entrar en esta discusión metafísica.
Mientras tanto, la imagen del libro volvió a alejarse en la dirección original, y ahora volvía por segunda vez. Era todavía más defectuosa que antes y apenas podía reconocerse, lo cual, según el profesor, se debía a que los rayos luminosos habían dado ahora la vuelta al universo entero.
—Si se vuelve usted —advirtió al señor Tompkins— verá por fin volver a mi libro, cerrada ya su jornada en torno del universo.
Extendió la mano, tomó el libro y se lo guardó en el bolsillo.
—Como usted ve —dijo entonces—, hay tanto polvo y piedras en este universo, que es casi imposible distinguir claramente los alrededores. Esas sombras informes son probablemente imágenes de los objetos que nos rodean y de nosotros mismos. Pero están tan deformadas por el polvo y las irregularidades de la curvatura espacial, que no puedo siquiera decirle qué es qué.
—¿Se produce el mismo efecto en el gran universo en que estábamos acostumbrados a vivir? — preguntó el señor Tompkins.
—Naturalmente —fue la respuesta—. Pero aquel universo es tan grande que la luz necesita miles de millones de años para darle la vuelta. Para verse cortar el pelo en la coronilla, sin espejo, tendría usted que esperar miles de millones de años después de haber ido a la peluquería. Aunque, ni qué decir tiene, el polvo interestelar confundiría enteramente la imagen. Por este camino, un astrónomo inglés llegó cierta vez a la conclusión de que algunas de las estrellas que vemos ahora en el cielo no son sino imágenes de otras que existieron hace mucho tiempo. Pero era una broma.
Fatigado de esforzarse por entender todas estas explicaciones, el señor Tompkins miró a su alrededor y quedó muy sorprendido al advertir que el aspecto del cielo había cambiado profundamente. Al parecer había menos polvo, de modo que se quitó el pañuelo que le cubría la cara. Las piedras menores eran mucho más raras, y chocaban contra la roca con violencia mucho menor. Por otra parte, las rocas grandes, comparables con la que ocupaban y que distinguió desde el primer momento, se habían alejado tanto que apenas resultaban visibles.
—Bueno, la vida se va haciendo más cómoda —pensó el señor Tompkins—. Temí constantemente que una de esas piedras voladoras me alcanzasen. —Y volviéndose hacia el profesor. —¿Puede usted explicar estos cambios en los alrededores?
—Con toda facilidad. Nuestro pequeño universo se expande rápidamente y en el tiempo que llevamos aquí sus dimensiones han crecido desde
cinco hasta ciento sesenta kilómetros
, aproximadamente. Desde que llegué advertí la expansión por el enrojecimiento de los objetos distantes.
—Efectivamente; yo también he notado que todo adquiere un tinte rosado cuando se halla a gran distancia —dijo el señor Tompkins—. ¿Acaso es un síntoma de expansión?
—¿Ha notado usted alguna vez que el silbato de un tren que se acerca produce un sonido muy agudo, pero que, una vez que el tren ha pasado, el tono desciende notablemente? —explicó el profesor—. Es el llamado efecto Doppler: la relación entre la altura del sonido y la velocidad de la fuente. Cuando el espacio entero está en expansión, todos los objetos comprendidos en él se alejan del observador con velocidad proporcional a la distancia que los separa. De aquí que la luz emitida por esos objetos se enrojezca, lo cual en óptica corresponde a una menor "altura". Cuanto más alejado está un objeto, tanto más de prisa retrocede y más rojo nos parece. En nuestro bueno y viejo universo, que también está en expansión, este enrojecimiento, o desplazamiento hacia el rojo, como solemos llamarlo, permite a los astrónomos determinar aproximadamente las distancias de los cúmulos estelares muy remotos. Uno de los más cercanos, la nebulosa de Andrómeda, muestra un enrojecimiento del 0.05%, lo cual corresponde a la distancia recorrida por la luz en ochocientos mil años. Pero hay también nebulosas, en los límites del alcance actual de nuestros telescopios, que exhiben enrojecimientos próximos al 15%, correspondientes a distancias de varios centenares de millones de años luz. Es de suponer que tales nebulosas se encuentran cerca del punto medio del ecuador del gran universo, de modo que el volumen total de espacio accesible a los astrónomos terrestres representa una fracción considerable del volumen total del universo. El ritmo actual de expansión es más o menos del 0.00000001% anual, lo cual demuestra que, cada segundo, el radio del universo recibe un incremento de
dieciséis millones de kilómetros
. El pequeño universo en que ahora nos hallamos crece en comparación mucho más rápidamente, pues sus dimensiones aumentan en alrededor de 1% por minuto.
—¿Nunca cesará esta expansión? —interrogó el señor Tompkins.
—Claro que sí. Y entonces empezará la contracción. Todos los universos oscilan entre radios máximos y mínimos. El periodo del universo grande es bastante largo, de unos cuantos miles de millones de años; pero este universo pequeño tiene un periodo de apenas dos horas. Observamos, si no me equivoco, el estado de máxima expansión. ¿No nota el frío que hace?
En efecto, la radiación térmica encerrada en aquel universo, distribuida ahora en un volumen muy grande, calentaba apenas el pequeño planeta, y la temperatura se acercaba a la del hielo.
—Tenemos la suerte —indicó el profesor— de que desde un principio hubo la radiación suficiente para mantener cierta temperatura, incluso en este grado de expansión. De no ser así, el frío bien podría llegar hasta el extremo de que el aire que rodea nuestra roca se licuara y muriéramos congelados. Pero ya se ha iniciado la contracción y pronto hará calor otra vez.
El señor Tompkins miró al cielo y vio que todos los objetos mudaban de color, del rosa al violeta, fenómeno que explicaba el profesor suponiendo que ahora todos los cuerpos estelares se movían hacia ellos. Recordó asimismo la analogía que el profesor trazara, en relación con el tono agudo del silbato de un tren que se acerca, y se estremeció de espanto.
—Si ahora todo se contrae —preguntó angustiado al profesor— ¿no debemos esperar que, bien pronto, todas las rocas de este universo se junten y nos trituren?
—Exactamente —contestó el profesor con la mayor tranquilidad—. Pero supongo que antes la temperatura se elevará tanto que seremos disociados en átomos separados. Es una imagen en miniatura del fin del universo grande: todo se convertirá en una esfera uniforme de gas caliente. Con la nueva expansión empezará otra vez la vida.
—¡Dios mío! —murmuró el señor Tompkins—. En el universo grande contamos, usted lo ha dicho, con miles de millones de años antes que llegue el fin, pero aquí todo marcha demasiado velozmente para mí. Empiezo a tener calor, aunque estoy en pijama.
—Más vale que no se lo quite —aconsejó el profesor— porque de nada le serviría. Sencillamente, acuéstese y observe mientras pueda.
El señor Tompkins no respondió; el aire caliente resultaba insoportable. El polvo, muy denso ahora, se acumulaba a su alrededor y le pareció rodar por un lecho blando y cálido. Hizo un movimiento para liberarse y sintió el aire fresco en una mano.
—¿Es que he abierto un agujero en este universo inhospitalario? —fue su primer pensamiento. Iba a hacer esta pregunta al profesor, pero ya no lo encontró por ningún lado. En su lugar distinguió, a la media luz del amanecer, los perfiles familiares de su alcoba. Estaba en la cama, envuelto apretadamente en una manta de lana, y había logrado sacar fuera una mano.
—Con la nueva expansión empieza otra vez la vida —pensó, recordando las palabras del viejo profesor—. ¡Menos mal que estamos todavía en expansión!
Y fue a tomar su baño matinal.
[En este relato, la velocidad de la luz es de unos 15 kilómetros por hora; las demás constantes fundamentales tienen valores ordinarios]
Al señor Tompkins le gustaban sus sueños; por eso esperaba ansiosamente la conferencia de la semana siguiente, que le daría material para sus aventuras nocturnas. Quedó muy desilusionado, pues, al averiguar que la plática sobre la teoría cuántica había sido la última, y que no se dictarían más en el resto del año. Algo se consoló, sin embargo, cuando logró agenciarse un manuscrito de la primera, a la que había podido asistir.