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Authors: Angela Sommer-Bodenburg

Tags: #Infantil

El pequeño vampiro en la boca del lobo (11 page)

BOOK: El pequeño vampiro en la boca del lobo
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—¿De apellido? —dijo titubeando el pequeño vampiro— …Ca-dá-ver —masculló entonces.

—¿Rudolf Ber? ¡Pero si eso no suena a nombre de vampiro!… —dijo el señor Schwartenfeger.

¡Al parecer sólo había entendido la última sílaba!

—¿Qué quiere usted decir con eso? —preguntó receloso el pequeño vampiro.

—Yo pensaba que los vampiros siempre tenían nombres muy extraños —contestó el señor Schwartenfeger—. Por ejemplo: Igno Rante… Pero Ber, Rudolf Ber… ¡no suena muy vampiresco!

El pequeño vampiro miró a Anton buscando ayuda.


Camembert
[4]
—salió en su auxilio Anton—. Su nombre completo es «Rudolf Camembert»… De la antiquísima nobleza francesa, ¿sabe usted? Y no necesita hacer alarde de su título.

—¡¿Cómo que de la nobleza francesa?! —bufó furioso el pequeño vampiro—. No me metas en el mismo ataúd que a ese repulsivo primo de Olga, a ese insidioso impostor, ¿me oyes?

El señor Schwartenfeger se rió algo inquieto.

—Bueno, bueno —dijo—. ¡No vamos a reavivar aquí viejas rencillas familiares! Además, ya es hora de que nos dediquemos al programa de entrenamiento.

El programa de entrenamiento… El pequeño vampiro se puso aún más pálido si cabe.

—Sí. ¡Ahora toma asiento, Rudolf, y luego relájate! —le explicó el psicólogo de repente en un tono muy profesional.

Después de decir aquello el psicólogo se puso de pie. Se fue hacia la puerta y la cerró.

—¿Que tome asiento? —preguntó con gran malestar el pequeño vampiro—. ¿Dónde?

—Allí, en la silla de relajación —contestó el señor Schwartenfeger indicándole una extraña silla ancha con reposabrazos. La silla estaba tapizada en cuero verde y parecía más bien tumbona.

Un pequeño milagro

El pequeño vampiro se acercó con precaución a la silla de relajación.

—¿No quieres ponerte cómodo? —le preguntó el señor Schwartenfeger al quedarse el vampiro de pie ante la silla.

Rüdiger sacudió la cabeza.

—No.

—Bueno, por mí haz lo que quieras —dijo el señor Schwartenfeger—. Si te sientes mejor así… ¡Pero te va a costar trabajo relajarte en esa postura!

—Es que yo no quiero relajarme —repuso el vampiro—. Yo lo único que quiero es aprender a no tener miedo a los rayos del sol.

—¿Y tú crees que eso vas a poder aprenderlo en veinte minutos?

—Bueno… —dijo el pequeño vampiro carraspeando—. ¡Por lo menos en esta sesión de prueba! —declaró mirando con gesto apesadumbrado hacia Anton.

—Yo no sé qué es lo que te ha contado Anton sobre la sesión de prueba —contestó el señor Schwartenfeger—, pero el miedo a los rayos del sol no lo vas a perder en esta primera sesión.

—¿Y entonces para qué estoy aquí? —rezongó el vampiro.

El señor Schwartenfeger se recostó en su silla giratoria.

—¡Comprendo tu impaciencia, Rudolf! Tú esperabas mucho de esta sesión y está bien que sea así.

Hizo entonces una pausa significativa y luego dijo:

—Pero mi programa, mi programa de desensibilización, comprende una larga serie de sesiones. Y en ellas hay que hacer ejercicios, muchos ejercicios, que tú tienes que repetir concienzudamente. Y ahora mismo —añadió— vamos a hacer un par de ejercicios de prueba. Para que tengas una impresión de cómo se desarrolla el programa.

—¿Ejercicios? —gruñó el pequeño vampiro—. ¿Y encima voy a tener que repetirlos?

El señor Schwartenfeger sonrió satisfecho.

—Desgraciadamente yo no soy… un mago. Pero si tú y yo colaboramos, quizá podamos hacer un pequeño milagro.

—¿Un pequeño milagro? —dijo el vampiro—. ¡Oh, sí, yo quiero hacer un milagro! ¡Uno grande incluso!

Se rió alegremente y, decidido, tomó asiento en la silla de relajación.

En la senda de la madera

Sin embargo, inmediatamente se volvió a poner de pie y renegó:

—¡Esta estúpida bolsa me molesta!

Se la sacó de debajo de la capa y la tiró al suelo.

—¡Eh, que estas cosas no me las han regalado! —protestó Anton.

—Ah, ¿de veras? ¿Acaso las has robado? —contestó el vampiro riéndose irónicamente.

—¡Quiero decir que a mi madre y a mí no nos han salido gratis! —repuso furioso Anton—. ¡Incluso han sido bastante caras!

Levantó la bolsa del suelo y se la dio al psicólogo.

—Aquí están las cosas amarillas que necesita usted para el entrenamiento —dijo Anton.

—¡Ah, ya las has traído! —se alegró el señor Schwartenfeger—. ¡Eso es lo que yo llamo una persona diligente!

—¡Sí, Anton es realmente negligente…, demasiado negligente! —observó entones el pequeño vampiro—. ¡Es un negligente dejando que yo me doble los huesos con su asquerosa bolsa!

—Me temo que lo que se ha doblado es otra cosa muy diferente —repuso Anton.

—Ah, ¿sí? ¿Y qué es? —se hizo el inocente el pequeño vampiro.

—¡Las gafas de sol! —dijo furioso Anton—. ¡Como se hayan roto, tendré que comprar unas nuevas con el dinero de mis propinas!

—Te pones como si eso fuera el fin del mundo —se burló el vampiro.

—¡Con el poco dinero que me dan de propina, sí! —dijo Anton.

—Pues entonces fíjate en mí —dijo el vampiro—. No me dan absolutamente nada.

El señor Schwartenfeger intentó reírse.

—¡Hoy parece que estáis en la senda de la guerra!

—Más bien en la senda de la madera —gruñó Anton.

Y para enfadar al pequeño vampiro añadió maliciosamente:

—¡En la senda de las estacas de madera!

—¡Ja! —bufó el vampiro agitando amenazador su puño—. Como sigas comportándote así, le daré tu dirección a Tía Dorothee… ¡ Pedazo de bruto!

—¡Ya está bien! —se inmiscuyó el señor Schwartenfeger—. Vosotros no habéis venido aquí para pelearos delante de mí! Y para que lo sepáis —añadió con gesto serio—: como no os llevéis bien entre vosotros, tendré que pensar si no será mejor que en el futuro Anton no esté presente en las sesiones de terapia.

—¿Qué? —exclamó sobresaltado el pequeño vampiro—. No querrá usted decir que yo solo tendré que… —dijo sin terminar la frase.

—No
tendrás
que nada —le contradijo el señor Schwartenfeger—. Pero como sigáis comportándoos aquí como gallos de pelea… ¡En estas condiciones no podemos trabajar!

—¿Lo has oído, Anton? —dijo el pequeño vampiro—. ¡Tienes que hacer un esfuerzo!

Anton se calló… con un desdén que esperaba que advirtiera el vampiro.

—Pero tú también, Rudolf —dijo el señor Schwartenfeger.

—Por

no será —aseguró altanero el pequeño vampiro—. ¡Estoy ansioso por empezar con el programa!

Se quitó sus zapatos negros de tela, meneando impaciente los dedos de los pies.

—Además —declaró—, yo creo que deberíamos hacer ya inmediatamente dos ejercicios seguidos. Mi abuela, Sabine la Horrible, siempre dice que «quien muerde dos veces, muerde mejor», ¡ja, ja, ja!

—¿Sabine la Horrible? —dijo sonriendo satisfecho el señor Schwartenfeger—. ¿Es una línea lateral de vuestra familia?

—¡¿Cómo que línea lateral?! —preguntó irritado el pequeño vampiro.

—Por lo menos muy francés eso no suena —opinó el señor Schwartenfeger.

—¡Es que los «Camembert» no son franceses puros! —salió en su ayuda Anton, a pesar de lo furioso que estaba con él.

—¿No? —se asombró el señor Schwartenfeger. Luego se rió y dijo—: Ah, ahora ya lo entiendo. ¡También el camembert no se come solamente en Francia!

A Anton le costó trabajo reprimir la risa.

—¡Exactamente! —le corroboró al señor Schwartenfeger alegrándose por la cara de perplejidad que puso el pequeño vampiro.

—Pero ahora sí que tenemos que empezar —dijo el señor Schwartenfeger—. Y recordadlo: no quiero peleas ni distracciones. ¡Nos concentraremos sólo en el programa!

Dicho aquello, abrió la gruesa carpeta negra que contenía su misterioso programa de entrenamiento contra los miedos fuertes.

A chino

—El miedo —empezó a decir el señor Schwartenfeger— no es simplemente una sensación. El miedo es un complejo conjunto de diversas fuerzas.

—Aja —asintió el pequeño vampiro.

—¿Nacemos ya con los miedos? —dijo con unción el señor Schwartenfeger—. ¿O los hemos aprendido en algún momento posteriormente?

El pequeño vampiro no repuso nada y meneó simplemente los dedos de los pies. Parecía como si lo hiciera para poder observar mejor los numerosos agujeros de sus antiquísimos calcetines de lana.

—La respuesta es la siguiente: ¡hay miedos innatos y miedos aprendidos! —explicó el señor Schwartenfeger observando interrogante al vampiro…, probablemente para ver si Rüdiger era capaz de seguir sus explicaciones.

—Sí —continuó diciendo después de una pausa—, y entre los miedos
aprendidos
están las denominadas «fobias». Son miedos fuertes que realmente son infundados…, por ejemplo, el miedo a las polillas.

—¿Qué? ¿A las polillas? —dijo el pequeño vampiro riéndose con un graznido—. ¿De verdad que hay gente que tiene miedo a esos animalitos tan monos?

—Nosotros los psicólogos tratamos las más diversas fobias —contestó el señor Schwartenfeger—. Miedos fuertes a los perros, por ejemplo, a los ratones, incluso a las moscas.

—¿A las moscas? —dijo el pequeño vampiro explotando en una risotada y mirando hacia Anton—. ¡Es realmente increíble a qué cosas tenéis miedo los seres humanos! ¡Ja, ja, ja!

—¡
Yo
no tengo miedo a los perros, ni a los ratones, ni a las moscas! —repuso Anton con toda la dignidad que le fue posible—. ¡Y a las polillas mucho menos!

—Bueno, bueno —dijo rápidamente el señor Schwartenfeger—. ¡No os volváis a pelear!

—¿Pelearnos? —dijo el vampiro con cara de inocencia—. ¡Pero si
yo
estoy muy tranquilo!

—Sea como sea, me alegro de que mis breves explicaciones sobre el tema miedos y fobias
no
te hayan sonado a chino —opinó el señor Schwartenfeger.

—¿A chino? —dijo el pequeño vampiro riéndose con una risa ronca—. No, no. Lo he entendido todo.

—¡Bien! Entonces ahora pasemos a ti, Rudolf.

—¿A mí? —preguntó el pequeño vampiro levantando alarmado la cabeza.

Sin embargo, el señor Schwartenfeger siguió sentado muy tranquilo en su silla giratoria.

—Por lo que a ti respecta, Rudolf —continuó diciendo—, cuando tú naciste
no
tenías
ningún
miedo a los rayos del sol. Y seguro que tu madre siempre que podía te sacaba al jardín para que te pudiera dar el sol en la cara.

—Me estoy poniendo malo —se quejó el pequeño vampiro, al que de repente le salieron gotas de sudor en la frente.

—¡Escúchame sólo un momento! —le pidió el señor Schwartenfeger—. Bien: tu miedo a los rayos del sol apareció mucho después. Tú, como decimos los psicólogos, lo has aprendido. Y ahora presta atención: ¡lo que se puede aprender también se puede desaprender!…

—Eso no es difícil de entender, ¿no? —preguntó cuando vio que el pequeño vampiro no respondía nada.

—No —gimió Rüdiger.

—¡Estupendo! —dijo satisfecho el señor Schwartenfeger—. Entonces ahora nos dedicaremos a la parte práctica.

—¿A qué?

—¡Pues al programa!

—Ah…

—Lo primero de todo, Rudolf, aprenderás a relajarte físicamente.

—¿A relajarme? —gruñó el pequeño vampiro—. ¿Y para qué?

—Bueno —respondió el señor Schwartenfeger—, estar relajado significa no estar nervioso, no tener miedo… Y la capacidad de relajarse se puede ejercitar.

—¡Ah!

—Más adelante aprenderás a relajarte también en aquellas situaciones que ahora todavía te dan miedo.

—¿Sólo más adelante?

—¡Todo requiere su tiempo! —dijo el señor Schwartenfeger—. ¡Te darás cuenta en cuanto empecemos con el primer ejercicio!

Muy sueltos

—Bien, y ahora vas a aprender un par de técnicas de relajación —declaró el psicólogo—. ¿Estás preparado, Rudolf?

—Sí —contestó con voz ronca el pequeño vampiro.

—¡Entonces coloca tus brazos en los brazos de la silla! Déjalos allí muy sueltos.

Y al mismo tiempo relájate… Cierra los ojos. Piensa en tus brazos: están apoyados en los brazos de la silla y están muy sueltos.

Anton observó al pequeño vampiro.

Demasiado relajado no parecía: sus párpados, cerrados, aleteaban, y un temblor recorría sus brazos a intervalos breves.

—¡Ahora cierra el puño de la mano derecha! —dijo el señor Schwartenfeger—. ¡Aprieta fuerte, más fuerte, más, muy fuerte!

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