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Authors: Angela Sommer-Bodenburg

Tags: #Infantil

El pequeño vampiro en la granja (8 page)

BOOK: El pequeño vampiro en la granja
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Ella se quedó de pie delante de la barra fija.

—¿Bajas? —dijo.

—¿Y por qué?

—Quiero hablar contigo.

—Si no hay más remedio… —dijo con fingida indiferencia.

Seguro que su padre y la señora Hering la habían informado de lo de los huevos bebidos, y ahora intentaría conseguir, como madre, sonsacarle una confesión. ¡Pero no tendría éxito alguno!

Con acentuada lentitud Anton se deslizó de la barra de hierro.

—¿Y de qué querías hablar? —dijo fingiendo ignorancia.

—Papá me lo ha contado todo —empezó ella.

Esto no le extrañó a Anton lo más mínimo.

—Bueno, pensamos que…, te hemos convencido para que hicieras este viaje…

«¿Convencido? ¡Me han obligado!», pensó Anton.

—Quizá seas realmente demasiado mayor para pasar unas vacaciones en una granja.

Hizo una pausa.

—Y por eso te aburres aquí en la granja y se te ocurren ideas disparatadas.

—¿Cómo dices? —exclamó indignado Anton—. ¿A qué ideas disparatadas te refieres?

Esquiva, dijo:

—Ya sabes cuáles.

—¡No! —dijo firmemente Anton…, aunque, naturalmente, sabía de qué iba el tema. ¡Pero con eso, maldita sea, no tenía nada que hacer!

—¡Si tú crees que yo he estropeado los huevos te equivocas!

Pero ella sólo sonrió. Al parecer había decidido tratar el asunto con tacto.

—Y hay que hacer algo contra el aburrimiento —prosiguió ella imperturbable—. Por eso esta noche vamos a hacer contigo una excursión nocturna.

Le miró expectante y parecía esperar que él se alegrara. Normalmente también se hubiera alegrado… ¡Pero hoy no!

—¿No podría ser mañana?

—No. Mañana papá y yo queremos hacer contigo caza con papelillos.

«¡Vaya!» Anton suspiró en voz baja. «¡Si pudiera encontrar una excusa!»

—¡Me…, me duele la pierna!

—¿De repente?

—Sí. Me la he torcido.

—Ya, ya. Pero hasta esta noche seguro que se te volverá a recuperar. No sal-dremos hasta después de la cena.

—¿No podríamos por lo menos irnos antes de la cena?

—¿Por qué íbamos a hacer eso?

—Porque entonces no estará tan oscuro.

El propio Anton se dio cuenta de lo ridículo que sonaba que él dijera eso, preci-samente él, con lo que le entusiasmaban los vampiros, las historias de miedo y las películas de terror.

Su madre sólo le dirigió una mirada burlona. Luego se dio la vuelta y regresó a la casa.

—¡Pero yo sólo podré andar media hora! —le gritó Anton—. ¡Como mucho!

Pero naturalmente la excursión nocturna duró mucho más: ¡no llegaron de re-greso a la granja hasta las diez y media!

Anton estaba completamente agotado. Se habían equivocado de camino tres veces y al final, intentando saltar un arroyo, se había caído al agua fría. Después le dolían incluso las dos piernas.

En el cuarto de la calefacción, que estaba junto a la cocina, se quitó sus empa-padas zapatillas de deporte. Los vaqueros, que se habían mojado hasta las caderas, los colgó en la cuerda de tender.

—Pones una cara como de tres días de tiempo lluvioso —bromeó su padre.

—Me duele la garganta —gruñó furioso Anton.

Realmente tenía la garganta irritada.

—¿Acaso te has acatarrado? —preguntó su madre.

—Seguro —dijo con oculta malicia.

¡Que se preocuparan por él! ¡Al fin y al cabo eran ellos los que se habían inventado aquella estúpida excursión nocturna!

—¡Entonces debes tomar en seguida leche caliente con miel! Ojalá esté aún despierta la señora Hering.

—En la sala de estar había luz —observó Anton tosiendo fuertemente en voz alta.

Su madre se encogió de hombros.

—¡Vete a la cama rápidamente!

—¿Y la leche?

—Yo te la llevaré.

Anton se rió satisfecho irónicamente. ¡Le gustaba tomar leche caliente con miel, sobre todo en la cama!

De todas formas, esta vez tuvo que esperar mucho más de lo normal su leche con miel. Ya casi se había dormido cuando su madre, al fin, apareció con un gran vaso de leche.

Con precaución, bebió un trago.

—¡Pero si está helada! —exclamó indignado.

—¿Sí? ¿De veras?

—¡Sí! ¡Otras veces está siempre tan caliente que apenas puedo bebería!

—Entonces ha debido volver a enfriarse —opinó su madre—. La señora Hering tenía muchas cosas que contarme, ¿sabes?

Anton escuchó atentamente.

—¿El qué?

—Ha vuelto a ir alguien al gallinero y se ha bebido los huevos.

Anton se levantó precipitadamente.

—¿Le ha visto la señora Hering?

—¿A quién?

—Al…

Le faltó un pelo para decir «al pequeño vampiro».

—No. Cuando la señora Hering entró en el gallinero a las diez ya había ocurrido. Y todos los huevos tienen los mismos agujeros que ayer.

—¡Ahora ya no podéis sospechar de mí! —exclamó Anton.

—No, tú no puedes haber sido —dijo sonriente su madre y…, un poco apocada, según comprobó satisfecho Anton.

—Pero pronto sabremos quién merodea por el gallinero —declaró ella.

—¿Por qué?

—La señora Hering ha avisado a un vecino. Vendrá mañana por la noche y se traerá su perro.

—¡Oh, no! —se le escapó a Anton.

¡El pobre Rüdiger von Schlotterstein!

—¿Por qué te asustas tanto? —se maravilló la madre—. ¿Es que ahora te dan miedo los perros?

—No, los perros no —dijo Anton—, pero sí los vecinos…

El coleccionista de mariposas

La tarde siguiente, al encontrarse con Johanna en el patio, Anton supo cuánta razón había tenido.

—¿Quién es realmente ese vecino que va a venir esta noche? —preguntó.

—Ah, ése —dijo Johanna con ligereza-—. Es el antiguo médico del pueblo.

Anton respiró…, pero sólo por un momento, pues inmediatamente después ella dijo:

—¡Por cierto, tiene el mismo hobby que tú!

—¿Cuál? —preguntó receloso.

Ella se rió solapadamente:

—¡Vampiros!

Anton se quedó helado.

—Se llama Stobermann
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—prosiguió ella despreocupada—. Ernst Albert Stöber-mann. ¡Le pega el nombre, porque siempre está husmeando!

Ella se rió, pero Anton no se encontraba nada divertido.

—¿A qué te refieres con lo de los vampiros? —preguntó.

—¡Tendrías que entrar en su casa! —dijo Johanna—. Tiene todos los libros que hay sobre vampiros y murciélagos. Y en su sala de estar hay una vitrina… ¡Adivina lo que hay dentro!

—No lo sé —dijo Anton, que ya intuía que no podía ser nada bueno lo que guardara el señor Stöbermann dentro de la vitrina.

Johanna dijo susurrando:

—¡Mariposas nocturnas clavadas!

—¿Mariposas nocturnas clavadas? —preguntó asustado Anton.

—¡Sí! ¡Imagínate, les ha atravesado el cuerpo con una cerilla afilada!

Anton tragó saliva.

—¿Son…, ejem…, grandes las mariposas nocturnas?

—No. Sólo son mariposas —contestó ella.

—Ah, bueno —dijo Anton aliviado.

En un primer momento había temido que también pudieran ser pequeños vampiros clavados… ¡A pesar de ello el señor Stöbermann le había ido resultando cada vez menos simpático! ¡Y la situación para Rüdiger von Schlotterstein se hacía cada vez más amenazadora!

—¿Sabes también cuándo va a venir? —preguntó Anton.

—Después de la cena —dijo Johanna.

El señor Stöbermann

De cena había patatas asadas, pero Anton apenas pudo probar bocado. Se deslizaba intranquilo de acá para allá en su silla mirando una y otra vez hacia fuera. Cuando un coche entró en el patio y se paró se le salió el corazón por la boca. Pero el que se apeó era solamente el señor Hering.

—¡Creo que tienes fiebre! —opinó su madre, que le había estado observando.

—¡No, seguro que no! —se apresuró a asegurar.

Ella no podía pensar de ningún modo que estaba enfermo. ¡Entonces le enviaría inmediatamente a la cama!

—¿Y tu dolor de garganta? —preguntó ella.

—Ya no tengo —mintió.

—¿Sí? —dijo dubitativa—. Pues tus ojos brillan como si tuvieras mucha fiebre.

—¡No, me encuentro de maravilla! —afirmó.

Quizá ella hasta tenía razón, quizá estuviera enfermo… ¡Pero eso ahora no venía al caso! Ahora sólo había una cosa importante: ¡tenía que prevenir al pequeño vampiro antes de que apareciera el señor Stöbermann con su perro!

—¿Puedo salir? —preguntó intentando que sus padres no advirtieran lo nervioso que estaba.

—¿De verdad que no quieres comer nada más? —preguntó su madre.

—Yo… ¡Me llevaré una manzana! —dijo rápidamente Anton.

Con fruta y verdura podía causar siempre una buena impresión a sus padres.

También esta vez pareció tener éxito, pues su madre dijo con voz amable:

—Está bien… Pero cuando oscurezca te vuelves adentro.

—Sí —prometió, y con el pensamiento añadió que de todas formas cuando fuera totalmente de noche ya no podría hacer nada, porque para entonces presumiblemente ya haría mucho tiempo que el vampiro habría salido volando de allí. No, Anton tenía que verle mientras estuviera todavía en el ataúd.

En el momento en que salía por la puerta de la casa llegó a la entrada una pe-queña camioneta de reparto lacada en negro.

«¡Parece un coche de la funeraria!», pensó Anton deteniéndose asustado.

Se apeó un hombre que llevaba una chaqueta oscura.

¡Aquél tenía que ser el señor Stöbermann!

Era de estatura mediana y tenía el pelo blanco y peinado hacia atrás. Las pobladas cejas negras y la larga nariz ganchuda daban a su rostro una expresión sombría y amenazadora, según le pareció a Anton, e instintivamente retrocedió un par de pasos.

Pero el señor Stöbermann no le prestó en absoluto atención. Fue al furgón de su coche y lo abrió. De allí saltó un enorme perro negro.

Anton se quedó inmóvil, mirando fijamente al perro, como si hubiera echado raíces. Tenía el tamaño de un dogo pero su pelo era largo e hirsuto. En su cara sólo se reconocían sus dientes… ¡Y eran tan largos y afilados que a Anton se le puso carne de gallina!

El perro debía estar bien amaestrado porque cuando su amo dijo «a mis pies» anduvo junto a él hacia la puerta sin la correa.

Al pasar, el señor Stobermann miró a Anton de refilón, luego inclinó brevemente la cabeza y desapareció en el interior de la casa. Después de que hubiera cerrado la puerta tras sí y el perro, Anton tomó aliento profundamente.

¡Aquel perro no era un perro…, sino una bestia!

Por suerte aquella bestia estaba ahora todavía en la casa. Y el señor Stobermann seguro que hablaría aún un par de minutos con la señora Hering…

¡Ese breve tiempo tenía que bastar para convencer al pequeño vampiro de que no podía quedarse ni un momento más en la granja!

«¡Ojalá, al menos, esté ya despierto el vampiro!», pensó Anton mientras rodeaba el pajar para ir corriendo a la vieja pocilga.

Visita femenina

Anton corrió con precaución el viejo y oxidado cerrojo que cerraba la puerta de la pocilga. Era un cerrojo que se podía abrir desde fuera y desde dentro. La puerta se abrió lentamente con un chirrido…

El fuerte olor a moho que le vino le delató a Anton que el pequeño vampiro estaba en casa. Y tenía que estar despierto, pues de la habitación trasera surgía un débil res-plandor.

Anton cerró tras de sí la puerta y exclamó:

—¿Rüdiger? Soy yo, Anton.

Respondió una risita muy clara.

Anton se quedó confundido… ¿Sonaba así la voz del pequeño vampiro?

—¿Rüdiger? —volvió a exclamar—. ¡Soy yo!

—¡Entra! —dijo una voz ronca… ¡La voz del pequeño vampiro!

—¿Estás solo? —preguntó Anton preocupado.

Volvió a oír una risita clara.

Luego dijo el vampiro:

—¡Te está esperando una dama!

—¿Una dama? —preguntó Anton asustado—. ¿Acaso es. . Tía Dorothee?

—Mejor míralo tú mismo —contestó el vampiro con una risa como un graznido.

A Anton le tranquilizó que él se riera. ¡Entonces seguro que no era Tía Dorothee!

—¿Es Anna? —preguntó con voz opaca.

La respuesta fue una fuerte risita.

¡O sea, que sí era Anna!

Anton respiró. Entró en la pocilga sintiendo palpitaciones.

Anna estaba sentada en el extremo de los pies del ataúd. Su pequeña cara redonda parecía brillar a la luz de la vela. Sus grandes ojos le miraban con tanta ternura que le en-traron sudores.

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