Lleno de miedo miró a su alrededor y para gran alivio suyo encontró un árbol caído. Corrió rápidamente hacia él y se escondió entre el ramaje.
Había sido el momento justo para esconderse, pues Anton vio cómo se acercaban dos figuras. Su corazón latía como loco.
En aquel momento asomó la luna de entre las nubes y Anton reconoció que se trataba de Geiermeier y Schnuppermaul. Vestían unas batas de trabajo de color gris de cuyos bolsillos asomaban largas y afiladas estacas.
Anton notó cómo se le ponía la carne de gallina.
«¡No hay ni que rechistar!», pensó echándose la capa por encima de la cabeza como si fuera una capucha.
—¡No hay nadie! ¡Hemos vuelto a llegar demasiado tarde! —oyó decir a la voz ronca de Geiermeier.
Schnuppermaul dejó caer la estaca. Su voz sonó aliviada cuando dijo:
—¡Entonces deben haberse marchado ya volando!
—Y todo por tu culpa —gruñó Geiermeier—. ¡Tenías que tirarte tanto tiempo metido en la bañera!
—Es que estaba muy sucio —se defendió Schnuppermaul—. Llevo todo el día revolviendo en la negra tierra del cementerio y tenía que asearme primero.
—¡Bah, asearte! —gruñó Geiermeier—. Estoy empezando a hartarme de tu manía de la limpieza. Un jardinero de cementerio que se asusta de tener un poco de porquería entre las uñas debería cambiar de profesión.
—¿Cómo? —exclamó sobresaltado Schnuppermaul—. ¿Quiere eso decir que no quieres tenerme más contigo?
—No, naturalmente que no —dijo Geiermeier tranquilizándole—. Ya sabes todo lo que tenemos que hacer durante las próximas semanas. —Con un deje de ensueño añadió—: Muy pronto habremos convertido esta selva en un magnífico jardín, y entonces...
Hizo una pausa antes de proseguir elevando la voz:
—¡Y entonces acabaremos de una vez por todas con esa chusma de los vampiros, con esa banda de chupasangres!
—Cla... claro que sí —tartamudeó Schnuppermaul subyugado por la efusión del guardián del cementerio—. Naturalmente.
—¡Vamonos! —ordenó Geiermeier, y Anton vio cómo se daban la vuelta.
Sólo entonces se atrevió a respirar profundamente. Le daba vueltas la cabeza.
¿Qué era lo que había dicho Geiermeier?... «Convertir el cementerio en un jardín» y «acabar con la chusma de los vampiros»... ¿Era aquello solamente un deseo?... ¿O era ya un plan establecido?
Anton no lo sabía. Pero una cosa sí tenía muy clara: ¡había que prevenir a los vampiros!
Y eso sólo lo podía hacer una persona: ¡él mismo!
Anton reunió todo su valor y fue hasta el agujero de entrada atravesando la alta hierba.
Allí echó a un lado la losa cubierta de musgo, miró tras de sí nuevamente con precaución... y como no observó nada sospechoso se deslizó con los pies por delante en el interior del estrecho pozo negro. Apenas hubo llegado abajo oyó una clara voz que exclamaba:
—¿Quién hay ahí?
¡Aquella era la voz de Anna!
—¡Soy yo, Anton! —exclamó volviendo a correr la losa por encima del agujero.
—¿Anton?
La voz de Anna sonó sorprendida.
—¿Qué es lo que quieres?
—Hacerte una visita —contestó bajando las escaleras de la cripta corriendo.
Al resplandor de una vela ya medio gastada que había en la pared vio a Anna echada en su ataúd. Su pequeño y pálido rostro se había afilado y casi parecía transparente.
—¡Anna!
Fue hacia ella alegre y excitado.
—Yo..., estoy enferma —dijo previniéndole y bajando la mirada.
Anton tomó su pequeña y fría mano y se la estrechó.
—¿No te encuentras ahora ya un poco mejor?
—Un poco —murmuró ella, pero no sonó muy convincente.
—Quería decirte que... que lo siento mucho.
¡Qué difícil era decir algo así! Anton tosió apocado.
Con una débil sonrisa Anna dirigió sus ojos hacia él.
—Gracias —dijo en voz baja, y Anton vio que tenía los ojos hinchados e inflamados.
—¿Puedo ayudarte de alguna manera? —preguntó compadecido.
—¿Ayudarme? No sé..., sí, quizá...
—¿Cómo?
—Hay unas gotas... Se lo oí contar una vez a tía Dorothee.
—¿Gotas para los ojos?
—Tía Dorothee las llamó lágrimas del diablo.
—¿Y te ayudarían?
—Sí. Pero no sé dónde las hay.
—¿No se lo puedes preguntar a tía Dorothee?
—No. —Ella sacudió con decisión la cabeza—. Entonces se descubriría todo. Ya sabes que a nosotros los vampiros no se nos permite tener contactos amistosos con los seres humanos.
—Es verdad —dijo Anton.
¡El pequeño vampiro había tenido incluso una vez prohibición de cripta por eso!
—Quizá se consigan las gotas en el médico —dijo él.
—¿Tú crees? —dijo ella dudándolo.
—¡Sí!, ¿por qué no?
Cuanto más pensaba en ello, mejor le parecía la idea.
—¿No has oído hablar nunca de la avalancha de medicamentos?
—¿De qué?
—Hoy hay un remedio adecuado para cada enfermedad. ¿Por qué no va a poder conseguirse entonces lágrimas del diablo?
Un rayo de esperanza se reflejó en la cara de Anna.
—Si eso pudiera ser...
—¿Y los demás no se preocupan en absoluto de ti?
Anton pasó su mirada por toda la cripta. Las tapas de los ataúdes, en desorden y echadas a un lado, demostraban que los demás vampiros se habían marchado apresuradamente. Sólo había un ataúd cerrado: el de tío Theodor. ¡Pero tío Theodor hacía ya mucho tiempo que no estaba entre los..., ejem..., vivos!
Anna se encogió de hombros.
—Nosotros somos así.
—Y encima Rüdiger ha tirado la caja de leche que yo te iba a traer —dijo quejándose Anton.
—Yo ya no bebo leche —contestó dulcemente Anna.
—¿Absolutamente nada?
—Ni una gota.
Anton sintió un escalofrío. Anna había sido la única que al menos de vez en cuando aún se alimentaba de leche.
—Pero preferiría morirme de sed antes que hacerte a ti...— dijo poniéndose colorada.
—Yo..., eh..., tengo que decirte algo —desvió la atención apresuradamente Anton.
—¿Sí? —preguntó ella en actitud expectante.
—Geiermeier y Schnuppermaul...; he oído cómo conversaban sobre vuestro cementerio. ¡Quieren convertirlo en un jardín!
Anna soltó un grito ahogado.
—¿Eso han dicho? ¿No habrás oído mal?
—No.
—¡Entonces tendrá que reunirse nuestro Consejo de Familia! —declaró respirando violentamente—. Y tenía que ser precisamente ahora que tengo lo de los ojos... Pero tú me conseguirás las lágrimas del diablo, ¿verdad?
Miró implorante a Anton. El se acaloró.
—¡Sí!
—¿Ahora mismo? —preguntó ella urgiéndole.
Anton la miró sorprendido. «Pero hoy es sábado», iba a responder; pero luego lo pensó mejor y dijo:
—Bien, si tú quieres...
—¡Naturalmente que quiero! —exclamó ella—. Quizá mi vida de vampiro dependa de esas lágrimas del diablo.
—Entonces me voy ya —murmuró Anton avergonzándose un poco de haberla hecho concebir falsas esperanzas; pues él sólo podía intentar conseguir las gotas como muy pronto el lunes por la mañana en casa de la doctora Dósig. Pero así, al menos, salía rápidamente de la cripta..., ¡antes de que regresara alguno de los demás vampiros! Sólo tenía que ayudarle Anna a trepar...
—¿Por qué no te vas? —preguntó ella al quedarse parado él junto a su ataúd.
Apocado dijo:
—Yo..., yo solo no puedo.
—¿El qué?
—Trepar por el pozo.
—¡Ah, bueno! Pues entonces utiliza la salida de emergencia.
—¿Y dónde está?
Anna se rió en voz baja y señaló el ataúd de tío Theodor.
—Ahí dentro. Tienes que abrir la tapa.
—¿Y luego?
—Ya lo verás.
Anton se acercó de mala gana al gran ataúd negro. ¡La artísticamente grabada «T», enmarcada por dos cuerpos de serpientes, no era precisamente muy seductora! Pero se sobrepuso y tiró con todas sus fuerzas de las dos asas doradas.
Al principio no ocurrió absolutamente nada, luego hubo una sacudida y la pesada tapa se corrió hacia un lado.
—Bueno, ¿qué? —exclamó expectante Anna—. ¿Ves la salida de emergencia?
—No. Todo está negro como el carbón.
—Entonces coge la vela de la pared.
—¿La vela?
Anton se dio la vuelta vacilando. No estaba demasiado seguro de si realmente quería ver con tanta precisión el interior del ataúd.
—Sí. De todas formas necesitas la luz si vas por la salida de emergencia. Ahí dentro está oscurísimo, por lo menos para vosotros los seres humanos.
—¿No necesitas tú la vela? —preguntó Anton todavía indeciso.
Ella sacudió la cabeza con tristeza.
—No. Ya no puedo leer.
Anton cogió la vela y, muy preocupado, iluminó el interior del ataúd de tío Theodor.
Al principio sólo vio grandes y gruesos copos de polvo y un par de arañas muertas. Cuando llegó a la cabecera del ataúd descubrió un pasadizo que se introducía en diagonal en la tierra. No le pareció demasiado tentador.
—Yo..., no sé —murmuró.
—No tienes que tener ningún miedo de que se hunda —le tranquilizó Anna.
—No lo tengo. Pero podría venirme de frente alguien. Tía Dorothee, por ejemplo.
—No. Está estrictamente prohibido utilizarlo como entrada.
—¿De veras? —dijo Anton ahora ya más confiado.
—Sí —resonó la voz de ella desde la oscuridad de la cripta.
Después de una pausa ella añadió:
—Y además, me parece importante que conozcas nuestra salida de emergencia ahora que se está poniendo difícil la cosa con Geiermeier y Schnuppermaul.
—Eso es verdad —asintió Anton—. Bueno, pues... me voy.
—Mucha suerte —dijo ella en voz baja—. ¡Y no te olvides de las lágrimas del diablo!
Anton se metió en el ataúd, cerró la tapa y se introdujo en el pasadizo.
Avanzaba con suma cautela para que no se le apagara la vela. Su pequeña y débil luz temblaba y oscilaba..., pero no se apagó.
Esto infundió ánimos a Anton y miró con curiosidad a su alrededor.
Las paredes estaban cuidadosamente alisadas. En algunos sitios alguien había grabado cosas. Anton descubrió una gran «L», luego una boca de la que asomaban dientes de vampiro y, por último, un corazón en el que ponía «A + A». ¡Seguro que el corazón era obra de Anna! Y Anton también podía imaginarse a quiénes se referían las dos «A». Con la uña escribió detrás un grueso signo de interrogación.
El pasadizo se hizo entonces más angosto. El final ya no podía estar muy lejos; de eso se dio cuenta Anton por el aumento de la corriente de aire, que hacía temblar cada vez más la pequeña luz de la vela.
De repente se apagó y Anton se quedó completamente a oscuras. Pero sólo durante un momento..., hasta que sus ojos se acostumbraron a la oscuridad.
Entonces vio delante un mortecino resplandor que parecía salir por una hendidura. Según avanzaba vio que había una piedra delante de la salida, por cuyos lados entraba un poco de luz.
Tenía que ser una placa mortuoria del cementerio. Al tacto era fría como el mármol y tan pesada que Anton sólo la pudo correr a un lado centímetro a centímetro.
Finalmente lo consiguió. Se deslizó por el hueco... y pegó un fuerte grito: delante de él se abría un abismo, un agujero negro lleno de agua.
Vio paredes muradas y cubiertas de musgo y una estrecha escalera de mano que conducía hacia arriba. Y entonces supo de pronto dónde se encontraba: ¡en un viejo pozo!
Temeroso escudriñó con la vista hacia abajo, hacia el agua, que hacía glu-glú y en la que se reflejaba la luna: si se hubiera caído allí dentro...
Pero quizá no era tan profundo. Encontró un guijarro y lo dejó caer pesadamente en el agua. Inmediatamente se oyó un clac.
Anton respiró aliviado: según eso el agua apenas si podía llegar a la altura de las rodillas. Pensó que realmente podía habérselo imaginado. ¡Anna nunca permitiría que el encontrara su perdición sin saberlo!
Sacudió la escalera de mano. Era de hierro, bastante oxidada ya pero todavía firmemente sujeta a la pared.
Anton se aupó y luego subió lentamente hacia arriba escalón a escalón.
No miró hacia atrás ni una sola vez..., por miedo a que le diera vértigo y se precipitara al vacío. Una vez había leído que a un hombre le había pasado eso.
Cuando hubo alcanzado el borde del pozo suspiró profundamente.