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Authors: José Joaquín Fernández de Lizardi

Tags: #clásico, humor, aventuras

El Periquillo Sarniento (14 page)

BOOK: El Periquillo Sarniento
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Contemplen ustedes ¿cómo quedaría yo con
semejante responsorio? Al instante conocí que aquel padre
decía muy bien, por más que yo sintiera su claridad,
pues aunque he sido ignorante, no he sido tonto, ni he tenido cabeza
de
lepeguaje
; fácilmente me he docilitado a la
razón; porque en la realidad, hay verdades tan demostradas y
penetrantes que se nos meten por los ojos a pesar de nuestro amor
propio. ¡Infelices de aquellos cuyos entendimientos son tan
obtusos que no les entran las verdades más evidentes! Y
más infelices aquellos cuya obstinación es tal que los
hace cerrar los ojos para no ver la luz. ¡Qué pocas
esperanzas dan unos y otros de prestarse dóciles a la
razón en ningún tiempo! Quedeme confuso, como iba
diciendo, y creo que mi vergüenza se conocía por sobre de
mi ropa, porque no me atreví a hablar una palabra, ni
tenía qué. Las señoras, el cura y demás
sujetos de la mesa, sólo se miraban y me miraban de hito en
hito, y esto me corría más y más.

Pero el mismo padre vicario, que era un hombre muy prudente, me
quitó de aquella media naranja con el mejor disimulo, diciendo:
señores, hemos parlado bastante; yo voy a rezar
vísperas, y es regular que las señoritas quieran reposar
un poco para divertirnos esta tarde con los toritos.

Levantose luego de la mesa y todos hicieron lo mismo. Las
señoras se retiraron a lo interior de la casa, y los hombres,
unos se tiraron sobre los canapés, otros cogieron un libro,
otros se pusieron a divertir a juegos de naipes, y otros por fin,
tomaron sus escopetas y se fueron a pasar el rato a la huerta.

Sólo yo me quedé de non, aunque muchos señores
me brindaron con su compañía; pero yo les di las
gracias, y me excusé con el pretexto de que estaba cansado del
camino, y que acostumbraba dormir un rato de siesta.

Cuando vi que todos estaban o procurando dormir, o divertidos, me
salí al corredor, me recosté en una banca, y
comencé a hacer las más serias reflexiones entre
mí acerca del chasco que me acababa de pasar.

Ciertamente, decía yo, ciertamente que este padre me ha
avergonzado; pero después de todo, yo he tenido la culpa en
meterme a dar voto en lo que no entiendo. No hay duda, yo soy un
necio, un bárbaro y un presumido. ¿Qué he
leído yo de planetas, de astros, cometas, eclipses, ni nada de
cuanto el padre me dijo? ¿Cuándo he visto ni por el
forro, los autores que me nombró, ni he oído siquiera
hablar de esto antes que ahora? ¿Pues quién diablos me
metió en la cabeza ser explicador de cosa que no entiendo, y
luego explicador tan sandio y orgulloso? ¿En qué
estaría yo pensando? Ya se ve, soy bachiller en
filosofía, soy físico. Reniego de mi física y de
cuantos físicos hay en el mundo si todos son tan pelotas como
yo. ¡Voto a mis pecados! ¿Qué dirá este
padre? ¿Qué dirá el señor cura? ¿Y
qué dirán todos? Pero ¿qué han de decir,
sino que soy un burro? Para más fue que yo, el tuno de Juan
Largo, que no se atrevió a manifestar su ignorancia. No hay
remedio, saber callar es un principio de aprender, y el silencio es
una buena tapadera de la poca instrucción; Juan Largo, no
hablando, dejó a todos en duda de si sabe o no sabe lo que son
cometas; y yo con hablar tanto no conseguí sino manifestar mi
necedad y ponerme a una vergüenza pública. Pero ya
sucedió, ya no hay remedio. Ahora para que no se pierda todo,
es preciso satisfacer al mismo padre, que es quien entiende mi tontera
mejor que los demás, y suplicarle me dé un apunte de los
autores físicos que yo pueda estudiar; porque ciertamente la
física no puede menos que ser una ciencia, a más de
utilísima, entretenida, y yo deseo saber algo de ella.

Con esta resolución me levanté de la banca y me fui a
buscar al vicario que ya había acabado de rezar, y redondamente
le canté la palinodia. Padrecito, le dije, ¿qué
habrá usted dicho de la nueva explicación del cometa que
me ha oído? Vamos, que usted no se esperaba tan repentino
entremés sobre mesa; pero la verdad, yo soy un majadero y lo
conozco. Como cuando aprendí en el colegio unos cuantos
preliminares de física y algunas propiedades de los cuerpos en
general, me acostumbré a decir que era físico, lo
creí firmísimamente, y pensé que no había
ya más que saber en esa facultad. A esta preocupación se
siguió el ver que había quedado bien en mis actillos,
que me alabaron los convidados y me dieron mis galas; y después
de esto, no habrá ocho días que me he graduado de
bachiller en filosofía, y me dijeron que estaba yo aprobado
para todo
; pensé que era yo filósofo de verdad,
que el tal título probaba mi sabiduría, y que aquel
pasaporte que me dieron
para todo
, me facultaba para disputar
de todo cuanto hay, aunque fuera con el mismo Salomón; pero
usted me ha dado ahora una lección de que deseo aprovecharme;
porque me gusta la física, y quisiera saber los libros donde
pueda aprender algo de ella; pero que la enseñen con la
claridad que usted.

Ésa es una buena señal de que usted tiene un talento
no vulgar, me dijo el padre, porque cuando un hombre conoce su error,
lo confiesa y desea salir de él, da las mejores esperanzas,
pues esto no es propio de entendimientos arrastrados que yerran y lo
conocen, pero su soberbia no les permite confesarlos; y así
ellos mismos se privan de la luz de la enseñanza, semejantes al
enfermo imprudente que por no descubrir su llaga al médico, se
priva de la medicina y se empeora.

Pero ¿dónde aprendió usted ese montón
de vulgaridades que nos contó de los cometas? Porque en el
colegio seguramente no se las enseñaron. Ya se ve que no, le
respondí. Esa copia de lucidísima erudición que
he vaciado se la debo a las viejas y cocineras de mi casa. No es usted
el primero, dijo el padre, que mama con la primera leche semejantes
absurdos. Verdaderamente que todas ésas son patrañas y
cuentos de viejas. Usted lo que debe hacer es aplicarse, que
aún es muchacho y puede aprovechar. Yo le daré el
apuntito que me pide de los autores en que puede leer a gusto estas
materias, y le daré también algunas leccioncitas
mientras estemos aquí.

Le di las gracias, quedando prendado de su bello carácter;
iba a pedirle un favor de muchacho, cuando nos llamaron para que nos
fuéramos a divertir al corral del herradero.

Capítulo VII

Prosigue nuestro autor contando los sucesos que le pasaron en la hacienda

Sin embargo de que nos llamaron, el padre
vicario continuó diciéndome: por lo que toca a lo que
usted me pide acerca de que le instruya de los mejores autores
físicos, le digo que no es menester apuntito, porque son muy
pocos los que he de aconsejar a usted que lea, y fácilmente los
puede encomendar a la memoria. Procure usted leer la
Física
experimental
de los Abates Para y Nollet, las
Recreaciones
filosóficas
del padre don Teodoro de Almeida, el
Diccionario de física
, y el
Tratado de
física
de Brisson. Con esto que usted lea con cuidado,
tendrá bastante para hablar con acierto de esta ciencia en
donde se le ofrezca, y si a este estudio quisiere añadir el de
la historia natural como que es tan análogo al anterior,
podrá leer con utilidad el
Espectáculo de la
naturaleza
por Pluche, y con más gusto y fruto la
Historia natural
del célebre conde de Buffon, llamado
por antonomasia el
Plinio de Francia
.

Estos estudios, amiguito, son útiles, amenos y divertidos;
porque el entendimiento no encuentra en ellos lo abstracto de la
teología, la incertidumbre de la medicina, lo intrincado de las
leyes, ni lo escabroso de las matemáticas. Todo llena, todo
deleita, todo embelesa y todo enseña, así en la
física como en la historia natural. Es estudio que no fatiga y
ocupación que no cansa. La doctrina que ministra es dulce, y el
vaso en que se brinda es de oro.

Los que miran el Universo por la parte de afuera, se sorprenden con
su primorosa perspectiva; pero no hacen más que sorprenderse
como los niños cuando ven la primera vez una cosa bonita que
les divierte. El filósofo, como ve el Universo con otros ojos,
pasa más allá de la simple sorpresa; conoce, observa,
escudriña y admira cuanto hay en la naturaleza.

Si eleva su entendimiento a los cielos, se pierde en la inmensidad
de esos espacios llenos de la Majestad más soberana; si detiene
su consideración en el sol, mira una mole crecidísima de
un fuego vivísimo, penetrante e inextinguible, al paso que
benéfico e interesante a toda la naturaleza; si observa la
luna, sabe que es un globo que tiene montes, mares, valles,
ríos, como el globo que pisa; y que es un espejo que refleja la
brillante luz del sol para comunicárnosla con sus influencias;
si atiende a los planetas como Venus, Mercurio y Marte, y la restante
multitud de astros, ya fijos, ya errantes, no contempla sino una
prodigiosa infinidad de mundos ya luminosos, ya iluminados, ya soles,
ya lunas que observan constantemente los movimientos y giros que la
sabia Omnipotencia les prescribió desde el principio; si su
consideración desciende a este planeta que habitamos, admira la
economía de su hechura; mira el agua pendiente sobre la tierra,
contenida sólo con un débil polvillo de arena; los
montes elevados, las cascadas estrepitosas, las risueñas
fuentes, los arroyos mansos, los caudalosos ríos, los
árboles, las plantas, las flores, las frutas, las selvas, los
valles, los collados, las aves, las fieras, los peces, el hombre, y
hasta los despreciables insectillos que se arrastran; y todo, todo le
franquea teatro a su curiosidad e investigación. La
atmósfera, las nubes, las lluvias, el rocío, el granizo,
los fuegos fatuos, las auroras boreales, los truenos, los
relámpagos, los rayos, y cuantos meteoros tiene la naturaleza,
presentan un vastísimo campo a su prolijo y estudioso examen, y
después que admira, contempla, examina, discurre, pondera y
acicala su entendimiento sobre un caos tan prodigioso de entes
heterogéneos, tan admirables como incomprensibles, reflexiona
que el conocimiento o ignorancia que tiene de estos mismos seres, lo
llevan como por la mano hasta la peana del trono del Criador. Entonces
el filósofo verdadero no puede menos que anonadarse y postrarse
ante el solio de la Deidad Suprema, confesar su poder, alabar su
providencia, reconocer en silencio lo sublime de su sabiduría,
y darle infinitas gracias por el diluvio de beneficios que ha
derramado sobre sus criaturas, siendo entre las terrestres la
más noble, la más excelsa, la más privilegiada, y
la más ingrata el hombre, «bajo cuyos pies (nos dice la
voz de la verdad) que sujetó todo lo criado»:
Omnia
subjecisti sub pedibus ejus
; y lo mismo será llegar el
filósofo a estos sublimes y necesarios conocimientos, que
comenzar a ser teólogo contemplativo; pues así como
todos los rayos de la rueda de un coche descansan sobre la maza que es
su centro, así las criaturas reconocen su punto céntrico
en el Criador; por manera que los impíos ateístas que
niegan la existencia de un Dios criador y conservador del Universo,
proceden contra el testimonio común de las naciones, pues las
más bárbaras y salvajes han reconocido este soberano
principio; porque los mismos cielos proclaman la gloria de Dios, el
firmamento anuncia sus obras maravillosas, y las criaturas todas que
se nos manifiestan a la vista, son las conductoras que nos llevan a
adorar las maravillas que no vemos. Pero, ya se ve, los
ateístas son unos brutos que parecen hombres, o unos hombres
que voluntariamente quieren ser menos que los brutos. Ello es
evidente… En esto, viendo que nos tardábamos, salieron a
llamarnos otra vez las niñas y señores de la hacienda,
para que fuéramos a ver las travesuras de los payos y
caporales, y tuvimos que suspender, o por mejor decir, cortar
enteramente una conversación tan dulce para mí, porque
en la realidad me entretenía más que todos los
herraderos.

Admiráronse de vernos tan unidos al padre y a mí,
creyendo que yo conservara algún resentimiento por el
sonrojillo que me había hecho pasar sobre mesa; y aun entre
chanzas nos descubrieron su pensamiento; pero yo, en medio de mis
desbaratos, he debido a Dios dos prendas que no merezco. La una un
entendimiento dócil a la razón, y la otra, un
corazón noble y sensible, que no me ha dejado prostituir
fácilmente a mis pasiones. Lo digo así porque cuando he
cometido algunos excesos, me ha costado dificultad sujetar el
espíritu a la carne. Esto es, he cometido el mal
conociéndolo y atropellando los gritos de mi conciencia y con
plena advertencia de la justicia, lo que acaece a todo hombre cuando
se desliza al crimen. Por estas buenas cualidades que digo he visto
brillar en mi alma, jamás he sido rencoroso ni aun con mis
enemigos; mucho menos con quien he conocido que me ha aconsejado bien
tal vez con alguna aspereza, lo que no es común, porque nuestro
amor propio se resiente de ordinario de la más cariñosa
corrección, siempre que tiene visos de regaño; y por eso
los de la hacienda se admiraban de la amistosa armonía que
observaban entre mí y el padre.

Fuímonos, por fin, al circo de la diversión, que era
un gran corral, en el que estaban formados unos cómodos
tabladitos. Sentámonos el padre vicario y yo juntos, y
entretuvimos la tarde mirando herrar los becerros, y ganado caballar y
mular que había. Mas advertí que los espectadores no
manifestaban tanta complacencia cuando señalaban a los animales
con el fuego, como cuando se toreaban los becerrillos o se jineteaban
los potros, y mucho más cuando un torete tiraba a un muchacho
de aquéllos, o un muleto desprendía a otro de sobre
sí; porque entonces eran desmedidas las risadas, por más
que el golpeado inspirara la compasión con la aflicción
que se pintaba en su semblante.

Yo, como hasta entonces no había presenciado semejante
escena, no podía menos que conmoverme al ver a un pobre que se
levantaba rengueando de entre las patas de una mula o las astas de un
novillo. En aquel momento sólo consideraba el dolor que
sentiría aquel infeliz, y esta genial compasión no me
permitía reír cuando todos reventaban a caquinos. El
juicioso vicario, que ¡ojalá hubiera sido mi mentor toda
la vida!, advirtió mi seriedad y silencio, y leyéndome
el corazón me dijo: ¿usted ha visto toros en
México alguna vez? No, señor, le contesté, ahora
es la primera ocasión que veo esta clase de diversiones, que
consisten en hacer daño a los pobres animales, y exponerse los
hombres a recibir los golpes de la venganza de aquéllos, la que
juzgo se merecen bien por su maldita inclinación y
barbarie. Así es, amiguito, me dijo el vicario; y se conoce que
usted no ha visto cosas peores. ¿Qué dijera usted si
viera las corridas de toros que se hacen en las capitales,
especialmente en las fiestas que llaman
Reales
? Todo lo que
usted ve en éstas son frutas y pan pintado; lo más que
aquí sucede es que los toretes suelen dar sus revolcadillas a
estos muchachos, y los potros y mulas sus caídas, en las que
ordinariamente quedan molidos y estropeados los jinetes; mas no
heridos o muertos como sucede en aquellas fiestas públicas de
las ciudades que dije; porque allí, como se torean toros
escogidos por feroces, y están puntales, es muy frecuente ver
los intestinos de los caballos enredados en sus astas, hombres
gravemente lastimados y algunos muertos. Padre, le dije yo, ¿y
así exponen los racionales sus vidas para sacrificarlas en las
armas enojadas de una fiera? ¿Y así concurren todos de
tropel a divertirse con ver derramar la sangre de los brutos, y tal
vez de sus semejantes? Así sucede, me contestó el
vicario, y sucederá siempre en los dominios de España,
hasta que no se olvide esta costumbre tan repugnante a la naturaleza,
como a la ilustración del siglo en que vivimos.

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