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Authors: Douglas Niles

Tags: #Fantasía, #Aventuras, #Juvenil

El pozo de las tinieblas (39 page)

BOOK: El pozo de las tinieblas
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»Pensó que, al llegar a la edad adulta, tomarías el hábito de los druidas y representarías un importante papel en la lucha. Esperaba, igual que yo, que fueses mucho mayor cuando se hiciese necesario. Pero veo que has madurado mucho en los breves meses de este verano; estás todo lo preparada que yo podía esperar. ¡Y ahora necesitamos tu ayuda en la guerra contra los malditos enemigos de nuestro pueblo!

El rey se tumbó hacia atrás, agotado por su explicación.

—He visto el poder de este enemigo, señor, y ya he luchado contra él —respondió Robyn, estrechando la mano del rey—. ¡Seguiré luchando mientras viva!

—Admiro tu valor, hi... señora mía. Los ffolk siempre han resistido contra este mal, pero nunca lo hemos derrotado por completo. Incluso Cymrych Hugh fracasó en su última batalla...

—¡Padre! —lo interrumpió Tristán, dando un paso adelante—. Nosotros... Yo encontré la Espada de Cymrych Hugh. La he traído a Corwell, ¡y la llevo ahora!

Los ojos del rey se nublaron.

—¡No bromees con estas cosas! —Pero su amonestación fue poco enérgica, y consultó con la mirada a Robyn—. Ya veo que no bromea.

—No —convino ella, sacudiendo despacio la cabeza—. Creo que lo tienes en menos estima de lo que se merece.

—Tal vez. —El rey no estaba convencido—. En todo caso, es muy afortunado al tener una compañera como tú de su parte.

Tristán se mordió la lengua y se volvió, picado en lo más vivo.

—¡Nosotros tuvimos la fortuna de contar con un hombre como él como jefe durante las últimas semanas!

El rey esbozó una sonrisa forzada, pero no dio señal alguna de haber oído el comentario de ella. Robyn se levantó para despedirse.

—Toma —dijo el rey buscando algo a su lado—. Tengo que darte estas cosas. Fueron de tu madre.

El rey Kendrick levantó una larga vara de fresno y la tendió a Robyn.

—Es la Vara del Pozo Blanco. La hizo tu madre.

Robyn respiró profundamente y tocó la suave madera. Casi podía imaginarse las manos de su madre, firmes pero delicadas, acariciando la vara.

—Y esto.

El rey le tendió un pesado volumen encuadernado en piel y cerrado con un broche de metal. Era el libro más grande que Robyn había visto jamás. Una diminuta llave de plata sobresalía de la cerradura.

Temiendo no poder contener las lágrimas, Robyn apretó los dientes. Durante todos estos años había esperado una respuesta a una sencilla pregunta. Ahora la tenía, pero sólo suscitaba mil imponderables más entre sus agitados pensamientos. El rey carraspeó y ella lo miró.

—Quisiera hablar con mi hijo.

Una cascada susurraba sobre una roca lisa e iluminada por el sol, para verterse musicalmente en un claro estanque. Un riachuelo poblado de truchas brotaba espumoso de él y discurría en un ancho claro adornado con flores silvestres. El bosque circundante de pinos y abetos ofrecía seguridad y refugio.

El poder de la diosa fluía aquí, y aquí fue donde la Gran Druida de Gwynneth trajo a Canthus, el gran podenco, para que se recobrase. Durante días el perro descansó sobre la hierba o sobre la espesa capa de musgo, a orillas del estanque.

La vieja druida charlaba con el perro en su propia lengua, para gran sorpresa de éste. El podenco yacía tranquilamente, mientras ella hablaba de caza, de persecuciones y de carreras, cosas que Canthus comprendía muy bien.

—¿Y cómo está hoy mi perrito? —lo saludó una mañana, después de muchos días de cuidarlo.

Canthus agitó el grueso rabo como respuesta, mientras husmeaba para saber qué le traía ella. Sin embargo, esta mañana la druida no le ofreció nada de comer. Parecía estar mucho más seria de lo acostumbrado.

—Hay que ver lo fuerte que te criaste —le dijo, acariciando el cráneo curado y el sitio, ya sin cicatriz, donde lo había herido la espada del Jinete Sanguinario.

—Y tu piel, y tus ojos... ¡qué brillantes son!

Frotó con cariño la larga pelambre, desenredando algunos pelos, que estaban enmarañados.

—Mi perrito, ahora tienes que ayudarme —empezó por último a decir, hablando muy despacio.

Durante largo rato, le explicó con sumo cuidado el trabajo que necesitaba que realizase, sin apartar del perro los brillantes y claros ojos azules.

Canthus correspondió a su mirada. Esperaba la orden. Pero ella hizo una pausa y una lágrima asomó en sus viejos ojos, mientras hurgaba en su holgada bolsa. Por fin encontró lo que buscaba y sacó de aquélla una cinta argentina de metal que brilló a la luz del sol.

—Pero espera. Deja que te ponga esto.

Sostenía en las manos una torque de plata, como las que se ponían los grandes guerreros al entrar en combate. Separando el elástico metal, lo pasó encima de la cabeza de Canthus y lo abrochó con firmeza alrededor del robusto cuello. La fina cinta de plata desapareció debajo del collar claveteado.

—Ya está —dijo Genna—. Esto puede ayudarte; en todo caso, no te causará mal alguno. Ahora, ¡vete! Pon manos a la obra, ¿lo has oído?

Si Canthus comprendió que acababa de recibir la bendición de la propia diosa, no dio señales de ello. Se levantó de un salto, cruzó corriendo el campo y desapareció.

—¿Cómo estás, padre? —preguntó con torpeza Tristán cuando Robyn salió después de tocarle ligeramente el brazo.

—Temo que seguiré viviendo —respondió con voz ronca el rey.

Sus modales eran bruscos.

—Conque encontraste la Espada de Cymrych Hugh —siguió diciendo el monarca—. Déjame verla.

Tristán sacó la hoja de la vaina y mostró a su padre la reluciente arma. El rey abrió mucho el ojo sano y alargó una mano para acariciar la espada de plata; siguió con los dedos el trazo de los caracteres grabados en el metal.

—¿Dónde la encontraste?

Ahora había una súbita energía y vitalidad en su voz.

—En una fortaleza firbolg, en el valle de Myrloch. Fue el lugar donde tenían prisionero a Keren. ¡Tambien rescatamos a éste!

El recuerdo dio más confianza a Tristán.

El rey se tumbó hacia atrás y cerró el ojo. Por un instante, el príncipe se preguntó si se había dormido, pero entonces el herido lanzó un profundo suspiro y miró de nuevo a su hijo.

—¡Cuánto había buscado yo esta hoja! Toda mi juventud y buena parte de mi vida adulta las dediqué a descubrir la Espada de Cymrych Hugh. Recorrí toda Gwynneth y Alaron y Moray, y todo el resto de las islas.

Veinte años..., no, más años, gasté en aquella búsqueda. ¡Y tú la encuentras por casualidad!

El príncipe no sabía si la ironía divertía o irritaba a su padre.

—La diosa quiere que tú la tengas, esto es seguro —siguió diciendo el rey—. Y estas otras noticias que he oído... ¿Es verdad que tienes a enanos y amazonas de Llewyrr luchando contigo?

—Y una compañía de moradores de las Comunidades Orientales, más de quinientos.

Tristán habló a su padre del ejército que había atacado desde el este. Describió la batalla en la Loma del Hombre Libre, pero no hizo hincapié en sus aventuras. Todavía le molestaba la fría reacción de su padre.

Cuando Tristán terminó su relato, el rey dijo con sencillez:

—Como puedes ver, serviré de poco en la inminente batalla. Si Arlen estuviese aquí, le confiaría mi ejército. —El príncipe sintió una súbita punzada de culpa por la muerte de su maestro, así como irritación por la falta de reacción de su padre ante su relato—. Pero desde luego, él está muerto y los jefes de nuestras fuerzas riñen constantemente entre ellos... —Cerró los ojos con frustración y profunda amargura—. Pero tú debes asumir el mando de estas compañías y obligar a todos a combatir juntos.

»La población está en una posición insostenible. Debes convencer al señor alcalde de que evacué a todos sus moradores al castillo antes de que los invasores les corten la retirada. No tenemos mucho tiempo. ¡Tienes que darte prisa!

»Hijo mío —continuó el rey, con voz vacilante—, eres un príncipe de Corwell. No debes fallar en esto. ¡No lo permitiré!

—¿No lo permitirás? —replicó con presteza Tristán, tratando de dominar su enojo—. Padre, ¡
yo
no lo permitiré!

Se volvió y salió de la habitación. Poco más tarde, montado en Avalón, salió del castillo y galopó por el camino en dirección a la aldea de Corwell.

La Manada nunca había comido tan bien. Su nuevo jefe había hecho gustar a los lobos diversos nuevos sabores: los de los corderos, los cerdos, los bueyes, los caballos y los seres humanos.

La furiosa oleada mortal invadía las calles tranquilas, rompía ventanas o empujaba puertas o paredes hasta que se derrumbaban, y entraba en las casas para sacar a rastras de ellas a los aterrorizados ffolK y conducirlos a una muerte espantosa. Los que lograban huir eran atrapados y destrozados en los campos.

Erian condujo a la Manada a través de muchas comunidades, y todas ellas quedaron privadas de cualquier vida animal. Poco a poco, la terrible banda de la Bestia fue pasando por zonas más pobladas de Corwell.

Estas comunidades, a lo largo de la frontera norte del reino, no habían conocido el acero de los hombres del norte, pero se vieron atacadas por un enemigo igualmente implacable y despiadado.

Ahora la gran manada de lobos se lanzó con entusiasmo sobre comunidades enteras. Uno de estos pueblos intentó protegerse detrás de un gran anillo de leña ardiendo. La Manada esperó a que se extinguiese el fuego y después mató a todos los que se hallaban en el recinto.

Por fin, cuando Erian vio que la Manada estaba por completo en su poder, se dispuso a conducirla hacia su verdadero objetivo. Los lobos fueron avanzando hacia el sur, aullando al cruzar los páramos iluminados por la luna.

Ahora, Erian los hizo pasar sin detenerse por comunidades y granjas, obligándolos a resistir los tentadores aromas de los comestibles que su jefe les había enseñado a apreciar. Sólo les permitía atacar cuando el hambre se convertía en un problema crítico. Detrás de ellos dejaban montones de restos para las aves que se alimentaban de carroña.

Erian hacía esto con deliberación para que, cuando los lobos llegasen a su destino, estuviesen realmente hambrientos.

Tristán miró espantado a su alrededor. Trató con desesperación de comprender el plan de defensa de la población, pero llegó a la conclusión de que tal plan no existía. Tres compañías de tropas separadas, bajo tres jefes separados, estaban tratando de defender la aldea de tres maneras diferentes.

El alcalde Dinsmore le salió al encuentro al entrar él por la puerta norte de la muralla. Esta puerta, que representaba el enlace más crucial entre la aldea y el castillo, apenas estaba defendida. La mayoría de las milicias estaban desplegadas a lo largo de la muralla del sur.

—¡Oh, gracias al cielo estás aquí, mi príncipe! —exclamó el viejo alcalde.

Llevaba el ridículo casco de latón sobre la coronilla de su brillante cabeza, sujeto por una estrecha correa debajo de la papada.

—¡Tanta locura es indescriptible! —gimió Dinsmore, en cuanto hubo entrado el príncipe en la villa—. Los señores Dynnatt y Koart no han querido mantenerse dentro de las murallas. Están formando en el campo, tratando cada uno de superar en gloria al otro.

—¡Maldición!

Tristán espoleó su caballo a través de las pobladas calles hacia la baja muralla del borde sur de la población. Estaba a punto de saltar la barrera y galopar por el campo para enfrentarse con Koart y Dynnatt, cuando vio que esto sería ya inútil.

Los restos de las dos compañías, dirigidas por sus apreciados señores, se retiraban en completo desorden hacia la aldea. Los hombres del norte se agrupaban amenazadoramente detrás de ellos, hostigando su retaguardia.

El príncipe miró a su alrededor y vio que el alcalde Dinsmore lo había alcanzado. Tristán se apeó de un salto del caballo, sujetando las riendas de Avalón, y se enfrentó al rollizo alcalde.

—Señor alcalde, ¡debemos evacuar la villa! Dentro de las empalizadas del castillo tendremos muchas más posibilidades de resistir el ataque.

—¡Imposible! —gimió el alcalde—. ¡No podemos entregarles la población!

—De todos modos, la tomarán —replicó Tristán—. ¿No ves cuántos son los atacantes? ¿Crees que esa baja muralla podrá contenerlos?

—Si tú quieres, márchate, ¡yo moriré aquí!

El casco de latón del alcalde osciló frenéticamente al hacer aquella declaración, que pareció sorprenderlo a él mismo.

—¿Y cuánta de nuestra gente va a perecer por culpa de tu vanidad? —Tristán resistió la tentación de agarrar al hombre de los hombros y sacudirlo—. ¡No seas estúpido! ¡Condenarías a una muerte cierta a todos los encerrados detrás de las murallas! ¿Podrías morir con este peso sobre la conciencia?

El rollizo alcalde suspiró y pareció desinflarse. Incluso el casco pareció adaptarse con más firmeza a su calva cabeza.

—No podría. Muy bien, ¿qué debemos hacer?

—Debemos trazar un plan. ¿Dónde podemos reunimos con los jefes?

Tristán hizo que Koart y Dynnatt fuesen convocados a la pequeña casa del alcalde, donde se inclinaron sobre la mesa del comedor para estudiar un mapa que el príncipe había dibujado sobre pergamino. Los dos fornidos competidores habían entrado en la habitación haciendo chirriar sus armaduras de cuero. Ninguno de los dos había sido herido, aunque sus compañías habían luchado duramente.

—Aquí, con el número de personas que hay en la población, la situación es peligrosa —empezó a decir el príncipe—. Debemos trasladar a esta gente, lo antes posible, al castillo, donde estará más segura. Por consiguiente, es imprescindible que tengamos bien guardado el camino del castillo, desde la puerta norte de la villa hasta la entrada de aquél.

Miró a su alrededor. El brusco Koart pareció que iba a discutir, pero cambió de idea.

—Dentro de un día, como máximo, contaremos con los servicios de una compañía a caballo y de los enanos hacheros, así como también de una compañía de milicianos de las Comunidades Orientales. Hasta entonces, señores míos, os pido que situéis a vuestros hombres a lo largo del camino. Señor alcalde, tus milicianos y todos los reclutas que puedas reunir dentro de las murallas deberán continuar defendiendo la población.

—¡Mi príncipe! —gritó un soldado, llamando a la puerta—. Alguien quiere verte..., ¡un guerrero!, ¡un guerrero
hembra!

Tristán saltó hacia la puerta y la abrió de un tirón.

—¡Brigit! ¡Gracias a la diosa, has llegado!

La esbelta amazona entró e hizo un breve saludo con la cabeza a los hombres reunidos en la casa.

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