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Authors: James Becker

Tags: #Thriller, Religión, Historia

El primer apóstol (5 page)

BOOK: El primer apóstol
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»Bueno —continuó—, María Palomo, que es la limpiadora, le dijo a la policía que yo trabajaba en Londres, me localizaron a través de la embajada británica en Roma y se pusieron en contacto con la policía de aquí.

Eso era todo lo que sabía, pero la escasez de información no evitó que especulara. De hecho, durante la siguiente hora aproximadamente no hizo otra cosa que dar vueltas y más vueltas a todas las posibilidades. Bronson se lo permitió (probablemente fuera una buena terapia para que se desahogara); además, desde un punto de vista egoísta, esto dio a Bronson la oportunidad de sentarse allí, sin participar demasiado en la conversación, mientras su mente se remontaba al pasado y recordaba a Jackie cuando era solamente Jackie Evans.

Bronson y Mark se habían conocido en la escuela, y habían forjado una duradera amistad, a pesar de que sus trayectorias profesionales habían tomado caminos muy distintos. Los dos conocían a Jackie desde hacía casi el mismo período de tiempo, y Bronson no pudo evitar enamorarse perdidamente de ella. El problema era que Jackie solo tenía ojos para Mark. Bronson había ocultado sus sentimientos, y cuando Jackie se casó con Mark, él había sido el padrino y Ángela Lewis (la chica que se Convertiría en la señora de Bronson antes de que transcurriera un año) fue una de las damas de honor.

—Lo siento, Chris —dijo Mark entre dientes, cuando por fin tomaban asiento en la parte trasera del Boeing 737—. No he hecho otra cosa que hablar de mí y de Jackie. Debes de estar harto.

—Si no lo hubieras hecho, me habría preocupado bastante. Es bueno que hables, te ayuda a aceptar lo que ha sucedido, y a mí no me cuesta nada sentarme aquí y escucharte.

—Ya lo sé, y de verdad que te lo agradezco. Pero, vamos a cambiar de tema. ¿Cómo está Ángela?

Bronson esbozó una ligera sonrisa.

—Quizá no sea el mejor tema del que podemos hablar. Acabamos de divorciarnos.

—Lo siento, no tenía ni idea. ¿Dónde estáis viviendo ahora?

—Se ha comprado un pequeño apartamento en Londres, y yo me he quedado con la casita de Tunbridge.

—¿Os habláis?

—Sí, ahora que los abogados por fin se han quitado de en medio. Nos hablamos, pero no tenemos una buena relación que digamos. Simplemente no éramos compatibles, y estoy contento de que nos hayamos dado cuenta antes de tener hijos, lo que habría complicado las cosas.

Esa, reconoció Bronson para sus adentros, era la explicación que tanto él como Ángela daban a todo el que preguntaba, aunque no estaba seguro de que Ángela la creyera en realidad. Sin embargo, ese no era el motivo del fracaso de su matrimonio. En retrospectiva, sabía que nunca debió haberse casado con ella (ni con ninguna otra) porque seguía enamorado de Jackie. En realidad, lo había hecho por despecho.

—¿Sigue trabajando en el museo Británico?

Bronson asintió con la cabeza.

—Sigue siendo conservadora de objetos de cerámica. Supongo que este es uno de los motivos por el que nos separamos. Trabaja muchas horas allí, y tenía que hacer viajes todos los años, lo que añadido al horario totalmente incompatible con la vida social que tengo por ser policía, te ayudará a entender por qué comenzamos a comunicarnos mediante notas, casi nunca coincidíamos en casa.

A Bronson le resultó fácil mentir. Después de dieciocho meses de matrimonio, le resultaba más fácil ofrecerse voluntario para hacer horas extra en su tiempo libre (había siempre numerosas ofertas) que ir a una casa donde la relación no era satisfactoria y en la que las riñas eran cada vez más frecuentes.

—A ella le encanta su trabajo, y yo creía que adoraba el mío, pero eso es otra historia. Ninguno de nosotros estaba dispuesto a abandonar su carrera, y al final simplemente decidimos separarnos. Probablemente haya sido la mejor opción.

—¿Tienes problemas en el trabajo? —preguntó Mark.

—En realidad, solo uno. Mi supuesto oficial superior es un idiota analfabeto que me ha odiado desde el día que llegué a la comisaría. Esta mañana he tenido por fin unas palabras con él, y no tengo ni idea de si tendré trabajo cuando regrese.

—¿Por qué te dedicas a esto, Chris? Tiene que haber trabajos mejores para ti.

—Ya lo sé —contestó Bronson—, pero me gusta ser policía. Son solo personas como el comisario de policía Harrison los que hacen todo lo posible por hacer que mi vida sea un completo desastre. He solicitado un traslado, y voy a asegurarme de conseguirlo.

CAPÍTULO 4
I

Joseph Vertutti se vistió con ropa de paisano antes de dejar la Santa Sede y, cuando bajaba la Via Stazione di Pietro a grandes zancadas con una chaqueta azul claro y pantalones informales, tenía el mismo aspecto que cualquier otro hombre de negocios italiano con un ligero sobrepeso.

Vertutti era el cardenal jefe, el Prefecto, del dicasterio de la Congregación para la Doctrina de la Fe, la más antigua de las nueve congregaciones de la curia romana, y el descendiente directo de la Inquisición romana. Su competencia actual no había cambiado demasiado desde los tiempos en los que ser quemado vivo era el castigo habitual para los herejes, la única diferencia era que Vertutti se había asegurado de que sus operaciones fueran algo más sofisticadas.

Continuó caminando en dirección sur y pasó por la iglesia, antes de cruzar al lado este de la calle. A continuación, giró en dirección norte, hacia la piazza, la pintura verde y roja intensa del edificio de la cafetería contrastaba con las sombrillas de Martini que cubrían las mesas de fuera del sol del mediodía. Algunas de estas mesas estaban ocupadas, pero al final había tres o cuatro libres, así que sacó una silla y se sentó en una de ellas.

Cuando por fin llegó el camarero, Vertutti pidió un café con leche, se reclinó hacia atrás para mirar a su alrededor y miró el reloj. Eran las cuatro y veinte. Había sido muy puntual.

Diez minutos más tarde el adusto camarero dejó caer una taza alta de café enfrente de él, haciendo que parte del líquido se derramara en el platillo. Cuando el camarero se alejó, un hombre fornido que llevaba un traje gris y gafas de sol retiró la silla situada al otro lado de la mesa y se sentó.

En ese mismo momento, dos hombres jóvenes vestidos con trajes oscuros y gafas de sol tomaron asiento en las mesas que estaban más cerca, flanqueándolos. Eran fornidos y estaban en buena forma física, y emanaban un aire amenazador casi tangible. Miraron con desinterés a Vertutti y, a continuación, empezaron a observar la calle y los transeúntes que pasaban por delante de la cafetería. A pesar de que había estado observando la calle atentamente, Vertutti no tenía ni la más remota idea de por dónde habían llegado los tres hombres.

Cuando su compañero hubo tomado asiento, el camarero volvió a la mesa, tomó el pedido y desapareció, llevándose el café derramado de Vertutti. En menos de dos minutos, estaba de vuelta, con dos nuevos cafés en una bandeja, acompañados de un cesto de cruasanes y bollos.

—Aquí me conocen —dijo el hombre, hablando por primera vez.

—¿Quién es usted exactamente? —preguntó Vertutti—. ¿Es un dirigente eclesiástico?

—Mi nombre es Gregori Mandino —dijo el hombre—, y me alegra poder decir que no tengo ningún vínculo directo con la Iglesia católica.

—Entonces, ¿por qué sabe de la existencia del códice?

—Lo sé porque me pagan por saberlo y, lo que es más importante —añadió Mandino, mirando a su alrededor para asegurarse de que nadie los escuchaba—, me han pagado para buscar pruebas que demuestren que el documento al que el códice hace referencia ha sido hallado.

—¿Quién le paga?

—Usted. O, para ser más exactos, el Vaticano. Mi organización tiene sus orígenes en Sicilia, pero ahora desea ampliar sus intereses comerciales a Roma y a otras ciudades italianas. Hemos estado trabajando en estrecha colaboración con la Madre Iglesia durante casi ciento cincuenta años.

—No sé nada de esto —masculló Vertutti—. ¿Qué organización?

—Si lo piensa un poco, averiguará a quién represento.

Durante un largo rato Vertutti miró a Mandino, pero no fue hasta que miró a las mesas adyacentes, a los jóvenes vigilantes que no habían tocado sus bebidas y que continuaban observando a la multitud, cuando cayó por fin en la cuenta. Negó con la cabeza, mientras sus rubicundas facciones mostraban un gesto de incredulidad.

—Me niego a creer que hayamos colaborado alguna vez con la Cosa Nostra.

Mandino asintió con la cabeza pacientemente.

—Lo han hecho —dijo— de hecho, desde aproximadamente mediados del siglo XIX. Si no me cree, vuelva al Vaticano y compruébelo, pero mientras tanto, permítame contarle una anécdota que ha sido omitida de la historia oficial del Vaticano. Uno de los papas que ostentó el poder durante más tiempo fue Giovanni María Mastai-Ferretti, el papa Pío IX, quien...

—Sé quién fue —dijo Vertutti con brusquedad.

—Me alegra oír eso. Entonces debería saber que en 1870 fue prácticamente asediado por la nueva unificación del Estado italiano. Diez años antes, el Estado había subsumido a Sicilia y los Estados Papales, y Pío animó a los católicos a rechazar la cooperación, algo que hemos estado haciendo durante años. Fue en ese momento cuando comenzó nuestra relación extraoficial, y desde entonces hemos estado trabajando juntos.

—Eso no tiene ningún sentido —dijo Vertutti, con voz de enfado. Se reclinó en su silla y se cruzó de brazos, con el rostro enrojecido por la ira. Este hombre (prácticamente un criminal confeso) estaba insinuando que durante el último siglo y medio el Vaticano, la sección más antigua, importante y santa de la madre de todas las iglesias, había colaborado activamente con la organización criminal más importante del planeta, algo que, en cualquier otro contexto habría resultado digno de risa.

Y para colmo, él, uno de los cardenales más veteranos de la curia romana, estaba sentado en una cafetería del centro de Roma, tomando un café con un veterano mafioso. Además, no tenía duda alguna de que Mandino tenía un alto rango: la deferencia mostrada por los generalmente hoscos camareros, los dos guardaespaldas y el aire de autoridad y mando del hombre eran muestras suficientes. Además, este hombre (¡este gánster!) conocía la existencia de un documento oculto en los archivos del Vaticano, un documento cuya existencia había sido para Vertutti uno de los secretos mejor guardados por la Iglesia católica.

Pero Mandino no había terminado.

—Pongamos las cartas sobre la mesa, eminencia —dijo, pronunciando la última palabra casi con sorna—. Fui bautizado como católico, como la mayoría de los niños italianos, pero llevo cuarenta años sin poner un pie en una iglesia, porque sé que el cristianismo no tiene ningún sentido. Al igual que ocurre con el resto de religiones, se basa completamente en una ficción.

El cardenal Vertutti palideció.

—Eso es una mentira blasfema. Los orígenes de la Iglesia católica se remontan a hace dos milenios, y están basados en la vida, las buenas obras y las palabras de Jesucristo nuestro Señor. El Vaticano es el centro de la religión de innumerables millones de creyentes de casi todos los países del mundo. ¿Cómo se atreve a decir que usted tiene razón y que el resto de la humanidad está equivocado?

—Me atrevo a decirlo porque he llevado a cabo mi propia investigación, en lugar de aceptar los subterfugios tras los que la Iglesia católica se oculta. El hecho de que un gran número de personas crea en algo no implica que sea verdadero ni válido. En el pasado, millones de personas creían que la tierra era plana, y que el sol y las estrellas giraban alrededor de ella. Estaban tan equivocados entonces como lo están los cristianos en la actualidad.

—Su arrogancia me deja estupefacto. El cristianismo se basa en la irrefutable palabra de Jesucristo, el hijo de Dios. ¿Está negando la verdad de la Palabra de Dios y de la Santa Biblia?

Mandino esbozó una ligera sonrisa y asintió con la cabeza.

—Ese es el quid de la cuestión, cardenal. No existe tal Palabra de Dios, solo la palabra del hombre. Todos los tratados religiosos han sido obra de hombres, quienes por lo general escribían en su propio interés o en función de determinadas circunstancias. Dígame una sola cosa, lo que sea, que demuestre la existencia de Dios.

Vertutti abrió la boca para contestar, pero Mandino se le adelantó.

—Ya sé lo que me va a decir. Se debe tener fe. Bueno, pues yo no la tengo porque he estudiado la religión cristiana, y sé que se trata de un opiáceo diseñado para alienar a las personas y permitir que los hombres que gobiernan la Iglesia y el Vaticano vivan de forma opulenta sin hacer nada que sea realmente útil.

»No puede demostrar que Dios exista, pero yo sí que puedo casi probar que Jesús nunca existió. El único lugar en el que existen referencias a Jesucristo es el Nuevo Testamento, que (y lo sabe tan bien como yo, lo admita o no) es una colección de escrituras editadas, de las cuales ninguna puede ser tenida en consideración para el tema que nos ocupa. Además, para apoyar los Evangelios «acordados», la Iglesia prohibió docenas de escrituras que negaban rotundamente el mito de Jesús.

»Si Jesús fue ese líder tan inspirador y carismático, y realizó los milagros y el resto de obras que la Iglesia afirma, ¿cómo es que no existe una sola referencia a él en ninguna obra de la literatura griega, romana o judía contemporáneas? Si este hombre fue tan importante, atrajo a tal número de devotos seguidores y fue una espina para el ejército romano de la ocupación, ¿por qué nadie escribió nada sobre él? El hecho es que solo aparece en el Nuevo Testamento, la «fuente» que la Iglesia ha estado fabricando y editando a lo largo de los siglos, y no existe una sola prueba independiente que demuestre su existencia.

Al igual que cualquier clérigo, Vertutti estaba acostumbrado a las dudas acerca de la Palabra de Dios (en un mundo cada vez más impío, se trataba de algo inevitable) pero Mandino parecía albergar un odio casi enfermizo hacia la Iglesia y todo lo que esta representaba, lo que llevó al cardenal a formular la pregunta lógica.

—Si odia y desprecia tanto a la Iglesia, Mandino, ¿por qué está involucrado en este asunto? ¿Por qué habría de preocuparse por el futuro de la religión católica?

—Ya se lo he dicho, cardenal. Acordamos llevar a cabo esta misión hace muchos años, y mi organización se toma sus responsabilidades muy en serio. Independientemente de mis opiniones personales, haré todo lo que esté en mi mano para llevar a cabo mi misión.

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