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Authors: James Lowder

Tags: #Fantástico, Aventuras

El principe de las mentiras (11 page)

BOOK: El principe de las mentiras
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Gwydion se puso de pie junto a la base del muro escupiendo la tierra que le llenaba la boca. Aquí los Infieles estaban tranquilos, inmovilizados hacía ya tiempo por el peso de los miles que tenían encima de ellos y fijados definitivamente en su sitio por el moho. El mercenario se estremeció al encontrarse apoyado contra las facciones comidas por el hongo de una sombra. Sólo los ojos fijos del hombre se habían librado de la cubierta de moho verdoso.

—Bien —preguntó Perdix como de pasada—, ahora que tenemos a nuestro pupilo, ¿por dónde quieres empezar? ¿Por las ciénagas del otro lado del castillo?

Af frunció el hocico de lobo.

—Nah. ¿Qué te parece la guarida de la Serpiente Nocturna? Se alimenta más o menos a esta hora, y será más fácil tratar con ella después de que haya comido.

—Me da miedo —dijo Perdix sin subterfugios.

—Pero tendremos que verla tarde o temprano, ¿no te parece?

—Supongo —suspiró Perdix—. Iremos a los pantanos a continuación.

Los dos se apartaron del muro, Af deslizándose y Perdix dando saltitos sobre sus delgadas patas. Después de unos cuantos pasos, los dos se volvieron.

—¿Qué esperas? —preguntó Perdix—. Tú no tienes ni voz ni voto en esto, gusano. Vamos. —La lengua del engendro asomaba después de cada palabra, como subrayando la orden.

Gwydion los siguió a regañadientes. No tenía sentido oponer resistencia. Los engendros eran agentes de Cyric, y el señor de los Muertos ya había demostrado al mercenario hasta qué punto tenía a las almas bajo su dominio. Mientras daba alcance a Af y a Perdix, Gwydion se iba sacando el moho que se le había quedado pegado al apelmazado pelo rubio y a los andrajos que otrora habían sido cálidas ropas invernales. Le habían quitado las esposas cuando lo incorporaron al muro, pero Gwydion seguía sintiendo las manos terriblemente torpes. Tenía los dedos tan rígidos como si fueran trozos de madera.

El trío pasó por oscuros callejones, donde almas con indiferenciados rostros grisáceo amarillentos e inexpresivos ojos grises se refugiaban en los portales. Unas lámparas vacilantes colocadas en los alféizares de las ventanas proyectaban una mortecina luz amarillenta sobre la penumbra, junto con un fétido humo negro que a Gwydion le hacía arder los ojos y le quemaba la piel. Los engendros pasaban en parejas, alborotando a las sombras sin rostro o entrando en los edificios. Esos otros engendros siempre dejaban paso a Af. Sorprendentemente, también saludaban respetuosamente a Perdix, dedicando solemnes reverencias a la diminuta criatura.

—Todas estas sombras parecen iguales —observó Gwydion débilmente después de un rato. Su voz sonaba ronca a causa de todo lo que había gritado para que lo liberaran desde el muro.

Ágilmente, Af trepó a una pila de escombros que bloqueaban el callejón.

—¿Sí? ¿Y qué?

—Que cómo vamos a reconocer a Kelemvor cuando lo encontremos.

De dos saltos Perdix subió al montículo.

—Oh, lo reconoceremos sin problema. En la Ciudad de la Lucha hay sólo tres clases de seres: los engendros, los Falsos y los Infieles. Todos los engendros, almas como yo y como Af, que éramos adoradores de Cyric, somos transformados al llegar aquí en formas que resultan útiles para el trabajo que desempeñamos. —El de piel amarilla agitó las alas con orgullo—. También es fácil distinguir entre los guardias y los prisioneros.

»Todos los que son lo bastante tontos como para no creer en los dioses son incorporados al Muro de los Infieles, de modo que sabemos dónde se hallan éstos. —Perdix volvió a plegar las alas y suspiró—. Eso deja sólo a los gusanos como tú... los Falsos, los que no hicieron nada para merecer la recompensa eterna de algún dios.

El callejón daba a una pequeña plaza rodeada de edificios. Una sombra vestida con harapos de color gris se apartó de los engendros cuando se le acercaron. No se apresuró, pero tampoco se resistió. Perdix hizo un gesto a la sombra sin rostro.

—Los Falsos que llegaron aquí antes del advenimiento de Cyric son fáciles de identificar; son los que tienen el mismo aspecto que este triste gusano. El antiguo dios de los Muertos solía pensar que lo peor que le podía pasar a alguien era olvidar su vida y su identidad al llegar aquí. —El engendro soltó una carcajada—. El nuevo señor de los Muertos es mucho más creativo. Todos los que llegaron después de que Cyric accediera al trono conservan su propio aspecto y tienen marcas de esposas en las muñecas.

Gwydion asintió.

—De modo que Kelemvor tendrá el aspecto de una sombra pero sin marcas en las muñecas.

—Y todavía andará por ahí, lo cual es cada vez más raro —añadió Perdix—. Los de Cyric empezaron a castigar a los Falsos con torturas exclusivas creadas para castigar todo lo malo que habían hecho en vida... Como ese gusano de ahí.

Gwydion siguió la mirada de Perdix hasta un lugar en el centro de la plaza. Allí había un alma encadenada a una estatua del espíritu de un río. La ninfa de piedra sostenía un cántaro que vertía un chorro constante de agua. Unas bandas de hierro mantenían la cabeza y las piernas del alma sujetas a la piedra, y sus brazos terminaban en muñones ennegrecidos y llenos de cicatrices, demasiado cortos para llegar al líquido refrescante. El agua se derramaba ante la sombra pelirroja, caía sobre el suelo cuarteado y se evaporaba.

—La tortura os ayuda a vosotros, los gusanos, a recordar por qué estáis aquí. El dolor os trae a la memoria cada paso equivocado que os apartó de la verdad del mundo —señaló Perdix mientras avanzaba a saltitos hacia la sombra atada a la fuente—. Como éste, el viejo Kaverin, que pensaba que podría sobrevivir a Cyric y ser más listo que él.

La sombra pelirroja abrió la boca para decir algo, pero de ella sólo salieron volutas de fuego azulado. Los ojos sin vida de Kaverin se abrieron mucho cuando Perdix saltó hasta quedar debajo del agua. El pequeño engendro echó atrás la cabeza y bebió un trago tras otro del líquido fresco y transparente. Af se sumó a él rápidamente, y los dos atormentaron al prisionero bebiendo hasta saciarse.

—Hoy no hay agua para ti —dijo Perdix con crueldad.

Kaverin luchó contra sus ataduras. Sus gritos eran gotas de fuego.

—Sí, hoy no te toca nada —repitió Af. A continuación le hizo un gesto a Gwydion—. Pero tú puedes tomar un trago si te apetece.

Cuando los engendros se apartaron, Gwydion caminó lentamente hacia la fuente. Había una pequeña taza de plata en la base de la estatua, fuera del alcance de Kaverin. El mercenario echó una mirada a los engendros, que se limitaron a observarlo sin hablar mientras él cogía la taza y la llenaba. Vaciló un momento y luego acercó el agua a los labios agrietados de Kaverin.

La sombra pelirroja empezó a manotear como loca, haciendo caer a Gwydion de espaldas. Por encima de las risas de los engendros, el mercenario oyó las maldiciones de Kaverin.

—Bastardo —bisbiseó mientras le goteaba el agua por la barbilla. Escupió el resto a Gwydion—. Ahora empiezan otra vez desde el principio. ¡Cinco años para nada! Yo no quería el agua. No quería tu ayuda. Pagarás...

Las llamas volvieron a encenderse en la boca de Kaverin tragándose el resto de su amenaza. Perdix alzó la taza y golpeó con ella el cuerpo del prisionero. Después la puso a un lado y se dirigió a donde estaba Gwydion.

—Jamás olvidará que empeoraste su tortura —dijo el engendro con tono cortante—. Claro que tú tampoco lo olvidarás.

Impaciente, Af le hizo señas a Perdix de que siguieran adelante.

—Ya basta por hoy de lecciones de civismo —gruñó—. Recuerda que tenemos que llegar a la Serpiente Nocturna. —Moviendo la cabeza de lobo, Af se deslizó hasta el otro lado de la plaza y se metió en un callejón.

Ante la indicación de Perdix, Gwydion se puso de pie trabajosamente y después rompió en un trote ligero en pos de los brutales engendros. Pronto se encontró recorriendo calles lóbregas atestadas de formas sin rostro, sin emociones, de los Falsos más antiguos. La visión de tantos condenados a una eternidad sin esperanza ni amor ni miedo hicieron que Gwydion se sintiera asqueado, pero había algo en lo que lo rodeaba que obsesionaba de una manera más sutil al mercenario. Los edificios, las calles, incluso el aire húmedo y emponzoñado parecían tan fríos y desesperanzados como las almas de los condenados. Algo dentro de Gwydion le advertía que la propia ciudad lo privaría de cualquier emoción auténtica que pudiera sentir si se desprendía del sudario de desesperación que se había asentado sobre él.

Por fin, los barrios quedaron atrás y se internaron en un campo de grava más allá del cual se extendía el corazón de la ciudad: el Castillo de los Huesos. Gwydion y los engendros avanzaron con dificultad a través de la piedra machacada y el metal retorcido hacia la boca de una vasta caverna, cerca del río maloliente que servía como foso del castillo. Estalactitas y estalagmitas bordeaban la boca abierta de la cueva como dientes de piedra. Un vapor color naranja silbaba en un flujo sibilante y continuo y las aguas oscuras del río Slith se estancaban en torno a la entrada. Bajo sus pies, el suelo era pantanoso y repugnante.

Af apoyó una mano en el hombro de Gwydion.

—Mantente detrás de mí y ten la boca cerrada —ordenó el engendro con voz ronca.

Gwydion observaba mientras Perdix se acercaba a la boca de la caverna y llamaba.

—Enviados de lord Cyric —anunció el pequeño engendro con voz notoriamente temblorosa—. ¿Señora Dendar?

Un sonido áspero resonó al otro lado de la caverna al cambiar de postura algo enorme. Dos ojos aparecieron en la oscuridad. Eran unos ojos rasgados de color negro y amarillo de huevo podrido.

—¿Qué queréis de la Serpiente Nocturna? —dijo con voz sibilante.

—Lord Cyric quiere que revisemos tu caverna —explicó Perdix tímidamente protegiéndose detrás de una estalagmita—. Hay una sombra escondida...

—Ah, está buscando a Kelemvor otra vez, ¿no? —suspiró la criatura.

Gwydion creyó atisbar unos colmillos bañados en sangre en la penumbra de la caverna. La visión evocó algún horror indeterminado en él y despertó un terror olvidado desde hacía tiempo.

—Vuestro amo teme a su antiguo amigo. ¿O era enemigo? —dijo la Serpiente Nocturna riendo entre dientes—. No creo que ni el propio Cyric lo recuerde.

—Lord Cyric no teme a nada —gruñó Af.

—Tengo motivos para creer lo contrario. —Un hocico cuadrado se acercó más a la boca de la caverna. Las escamas de la serpiente brillaron con mil tonalidades hipnóticas de sombra—. Las pesadillas olvidadas de los dioses me pertenecen al igual que las de los mortales..., y Kelemvor Lyonsbane persigue a Cyric en sus pesadillas. Frecuentemente lidera una revuelta en la Ciudad de la Lucha, una revolución que derroca a vuestro príncipe.

La Serpiente Nocturna ladeó un poco la cabeza.

—Pero bueno, podéis revisar mi cueva. No tengo nada que ocultar a Cyric, y mucho menos sus pesadillas.

Perdix dio un paso adelante indeciso mientras Af cogía a Gwydion con una mano y se adentraba con decisión en la caverna. La luz del vertiginoso cielo carmesí iluminaba apenas las sombras, dejando ver un suelo de piedra sembrado de huesos. Sólo se veía el extremo del hocico de la Serpiente Nocturna, pero era tan grande como una casa nobiliaria urbana de la parte más rica de Suzail. Los ojos amarillos parecían flotar en la oscuridad como dos estanques gemelos de malicia y astucia.

Esos ojos se fijaron en Gwydion cuando éste entró en la caverna. Las pupilas rasgadas hicieron que el alma temblorosa se empequeñeciera.

—Me dio pena tu muerte, Gwydion —siseó la Serpiente Nocturna—. Tus pesadillas eran deliciosas.

—P-pero si yo no tenía pesadillas —respondió tímidamente el mercenario.

Los ensangrentados colmillos volvieron a brillar... ¿Tal vez una sonrisa?

—Si las recordaras, querido Gwydion no podría haberlas hecho mías. —La Serpiente Nocturna ladeó la cabeza levemente—. Venga ya, ¿se ha vuelto el mundo tan tenebroso que no sabes nada de Dendar, la Serpiente Nocturna?

Algo se removió en la memoria de Gwydion y oyó la voz de su abuelo repitiendo unos versos infantiles:

En los dominios de Shar descanso,

para que los sueños me muestren mi fortuna.

Si gritos de terror turban mis sueños,

es que Dendar ha hundido sus colmillos con premura.

Un estremecimiento sacudió al mercenario. Dendar era un mito para amedrentar a los niños y que se fueran a la cama cuando lo decidían sus padres, o al menos eso había creído él siempre. Su abuelo le había dicho que la Serpiente Nocturna se comía las pesadillas de los niños desobedientes y así engordaba para poder elevarse desde el Hades cuando llegara el fin del mundo y tragarse el sol. Cada pesadilla que no podías recordar era carne sobre los huesos de Dendar.

La Serpiente Nocturna asintió con sus negras fauces, reconociendo el terror en los ojos de Gwydion.

—Ah, ya veo que me conoces. Me siento aliviada.

—Eh... te ruego que me perdones, Dendar, pero estás bloqueando el camino. No podemos entrar en la caverna a menos que nos franquees el paso.

—Mi cuerpo ha crecido tanto que sólo tengo sitio para mover la cabeza —dijo la Serpiente Nocturna—. De modo que la boca de la caverna es el único lugar lo bastante amplio como para que pueda ocultarse algo, y, como puedes ver, aquí no hay nada. —Dendar movió el cuello hacia uno y otro lado por encima de la pila de huesos—. Me regocija pensar que eso significa que al mundo no le queda mucho tiempo.

Perdix asintió con todo el entusiasmo de que fue capaz.

—Sólo cabe esperar. Bueno, nos vamos. Avisa a Cyric si ves algo merodeando por tu cueva.

—Por supuesto —susurró la Serpiente Nocturna.

—Vamos, Af —dijo el pequeño engendro. Se volvió hacia el bruto de su compañero, pero se lo encontró paralizado en su sitio—. ¿Qué pasa?

Af levantó un desdichado cráneo de entre la pila de huesos que había debajo de sus muelles.

—Éstos son huesos de engendros —murmuró.

—Claro —reconoció la serpiente con absoluto desparpajo—. No saben muy bien, al menos no tan bien como las almas nuevas, pero Cyric arroja algunos engendros junto con las sombras para dar variedad al menú. Lo de cobrar un impuesto es para guardar las apariencias. Las pesadillas olvidadas bastan para alimentarme, como podéis ver por mi tamaño.

—Pero nosotros somos sus servidores —apuntó Af sin dirigirse a nadie en particular. Sacudió el cráneo del engendro hasta que se partió—. Cyric puede castigarnos o torturarnos, pero se supone que no nos puede destruir. ¡El impuesto debe pagarse con los Falsos!

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