El principito tenía sobre las cosas serias ideas muy diferentes de las ideas de las personas mayores.
—Yo —dijo aún— tengo una flor a la que riego todos los días; poseo tres volcanes a los que deshollino todas las semanas, pues también me ocupo del que está extinguido; nunca se sabe lo que puede ocurrir. Es útil, pues, para mis volcanes y para mi flor que yo las posea. Pero tú, tú no eres nada útil para las estrellas…
El hombre de negocios abrió la boca, pero no encontró respuesta.
El principito abandonó aquel planeta.
«Las personas mayores, decididamente, son extraordinarias», se decía a sí mismo con sencillez durante el viaje.
El quinto planeta era muy curioso. Era el más pequeño de todos, pues apenas cabían en él un farol y el farolero que lo habitaba. El principito no lograba explicarse para qué servirían allí, en el cielo, en un planeta sin casas y sin población un farol y un farolero. Sin embargo, se dijo a sí mismo:
«Este hombre, quizás, es absurdo. Sin embargo, es menos absurdo que el rey, el vanidoso, el hombre de negocios y el bebedor. Su trabajo, al menos, tiene sentido. Cuando enciende su farol, es igual que si hiciera nacer una estrella más o una flor y cuando lo apaga hace dormir a la flor o a la estrella. Es una ocupación muy bonita y por ser bonita es verdaderamente útil».
Cuando llegó al planeta saludó respetuosamente al farolero:
—¡Buenos días! ¿Por qué acabas de apagar tu farol?
—Es la consigna —respondió el farolero—. ¡Buenos días!
—¿Y qué es la consigna?
—Apagar mi farol. ¡Buenas noches!
Y encendió el farol.
—¿Y por qué acabas de volver a encenderlo?
—Es la consigna.
—No lo comprendo —dijo el principito.
—No hay nada que comprender —dijo el farolero—. La consigna es la consigna. ¡Buenos días!
Y apagó su farol.
Luego se enjugó la frente con un pañuelo de cuadros rojos.
—Mi trabajo es algo terrible. En otros tiempos era razonable; apagaba el farol por la mañana y lo encendía por la tarde. Tenía el resto del día para reposar y el resto de la noche para dormir.
—¿Y luego cambiaron la consigna?
—Ése es el drama, que la consigna no ha cambiado —dijo el farolero—. El planeta gira cada vez más deprisa de año en año y la consigna sigue siendo la misma.
—¿Y entonces? —dijo el principito.
—Como el planeta da ahora una vuelta completa cada minuto, yo no tengo un segundo de reposo. Enciendo y apago una vez por minuto.
—¡Eso es raro! ¡Los días sólo duran en tu tierra un minuto!
—Esto no tiene nada de divertido —dijo el farolero—. Hace ya un mes que tú y yo estamos hablando.
—¿Un mes?
—Sí, treinta minutos. ¡Treinta días! ¡Buenas noches!
Y volvió a encender su farol.
El principito lo miró y le gustó este farolero que tan fielmente cumplía la consigna. Recordó las puestas de sol que en otro tiempo iba a buscar arrastrando su silla. Quiso ayudar a su amigo.
—¿Sabes? Yo conozco un medio para que descanses cuando quieras…
—Yo quiero descansar siempre —dijo el farolero.
—Se puede ser a la vez fiel y perezoso.
El principito prosiguió:
—Tu planeta es tan pequeño que puedes darle la vuelta en tres zancadas. No tienes que hacer más que caminar muy lentamente para quedar siempre al sol. Cuando quieras descansar, caminarás… y el día durará tanto tiempo como quieras.
—Con eso no adelanto gran cosa —dijo el farolero—, lo que a mí me gusta en la vida es dormir.
—No es una suerte —dijo el principito.
—No, no es una suerte —replicó el farolero—. ¡Buenos días!
Y apagó su farol.
Mientras el principito proseguía su viaje, se iba diciendo para sí: «Éste sería despreciado por los otros, por el rey, por el vanidoso, por el bebedor, por el hombre de negocios. Y, sin embargo, es el único que no me parece ridículo, quizás porque se ocupa de otra cosa y no de sí mismo». Lanzó un suspiro de pena y continuó diciéndose:
«Es el único de quien pude haberme hecho amigo. Pero su planeta es demasiado pequeño y no hay lugar para dos…».
Lo que el principito no se atrevía a confesarse, era que la causa por la cual lamentaba no quedarse en este bendito planeta se debía a las mil cuatrocientas cuarenta puestas de sol que podría disfrutar cada veinticuatro horas.
El sexto planeta era diez veces más grande. Estaba habitado por un anciano que escribía grandes libros.
—¡Anda, un explorador! —exclamó cuando divisó al principito.
Éste se sentó sobre la mesa y reposó un poco. ¡Había viajado ya tanto!
—¿De dónde vienes tú? —le preguntó el anciano.
—¿Qué libro es ese tan grande? —preguntó a su vez el principito—. ¿Qué hace usted aquí?
—Soy geógrafo —dijo el anciano.
—¿Y qué es un geógrafo?
—Es un sabio que sabe dónde están los mares, los ríos, las ciudades, las montañas y los desiertos.
—Eso es muy interesante —dijo el principito—. ¡Y es un verdadero oficio!
Dirigió una mirada a su alrededor sobre el planeta del geógrafo; nunca había visto un planeta tan majestuoso.
—Es muy hermoso su planeta. ¿Hay océanos aquí?
—No puedo saberlo —dijo el geógrafo.
—¡Ah! —el principito se sintió decepcionado—. ¿Y montañas?
—No puedo saberlo —repitió el geógrafo.
—¿Y ciudades, ríos y desiertos?
—Tampoco puedo saberlo.
—¡Pero usted es geógrafo!
—Exactamente —dijo el geógrafo—, pero no soy explorador, ni tengo exploradores que me informen. El geógrafo no puede estar de acá para allá contando las ciudades, los ríos, las montañas, los océanos y los desiertos; es demasiado importante para deambular por ahí. Se queda en su despacho y allí recibe a los exploradores. Les interroga y toma nota de sus informes. Si los informes de alguno de ellos le parecen interesantes, manda hacer una investigación sobre la moralidad del explorador.
—¿Para qué?
—Un explorador que mintiera sería una catástrofe para los libros de geografía. Y también lo sería un explorador que bebiera demasiado.
—¿Por qué? —preguntó el principito.
—Porque los borrachos ven doble y el geógrafo pondría dos montañas donde sólo habría una.
—Conozco a alguien —dijo el principito—, que sería un mal explorador.
—Es posible. Cuando se está convencido de que la moralidad del explorador es buena, se hace una investigación sobre su descubrimiento.
—¿Se va a ver?
—No, eso sería demasiado complicado. Se exige al explorador que suministre pruebas. Por ejemplo, si se trata del descubrimiento de una gran montaña, se le pide que traiga grandes piedras.
Súbitamente el geógrafo se sintió emocionado:
—Pero… ¡tú vienes de muy lejos! ¡Tú eres un explorador! Vas a describirme tu planeta.
Y el geógrafo abriendo su registro afiló su lápiz. Los relatos de los exploradores se escriben primero con lápiz. Se espera que el explorador presente sus pruebas para pasarlos a tinta.
—¿Y bien? —interrogó el geógrafo.
—¡Oh! Mi tierra —dijo el principito— no es interesante, todo es muy pequeño. Tengo tres volcanes, dos en actividad y uno extinguido; pero nunca se sabe…
—No, nunca se sabe —dijo el geógrafo.
—Tengo también una flor.
—De las flores no tomamos nota.
—¿Por qué? ¡Son lo más bonito!
—Porque las flores son efímeras.
—¿Qué significa «efímera»?
—Las geografías —dijo el geógrafo— son los libros más preciados e interesantes; nunca pasan de moda. Es muy raro que una montaña cambie de sitio o que un océano quede sin agua. Los geógrafos escribimos sobre cosas eternas.
—Pero los volcanes extinguidos pueden despertarse —interrumpió el principito—. ¿Qué significa «efímera»?
—Que los volcanes estén o no en actividad es igual para nosotros. Lo interesante es la montaña que nunca cambia.
—Pero ¿qué significa «efímera»? —repitió el principito que en su vida había renunciado a una pregunta una vez formulada.
—Significa que está amenazado de próxima desaparición.
—¿Mi flor está amenazada de desaparecer próximamente?
—Indudablemente.
«Mi flor es efímera —se dijo el principito— y no tiene más que cuatro espinas para defenderse contra el mundo. ¡Y la he dejado allá sola en mi casa!». Por primera vez se arrepintió de haber dejado su planeta, pero bien pronto recobró su valor.
—¿Qué me aconseja usted que visite ahora? —preguntó.
—La Tierra —le contestó el geógrafo—. Tiene muy buena reputación…
Y el principito partió pensando en su flor.
El séptimo planeta fue, por consiguiente, la Tierra.
¡La Tierra no es un planeta cualquiera! Se cuentan en él ciento once reyes (sin olvidar, naturalmente, los reyes negros), siete mil geógrafos, novecientos mil hombres de negocios, siete millones y medio de borrachos, trescientos once millones de vanidosos, es decir, alrededor de dos mil millones de personas mayores.
Para darles una idea de las dimensiones de la Tierra yo les diría que antes de la invención de la electricidad había que mantener sobre el conjunto de los seis continentes un verdadero ejército de cuatrocientos sesenta y dos mil quinientos once faroleros.
Vistos desde lejos, hacían un espléndido efecto. Los movimientos de este ejército estaban regulados como los de un ballet de ópera. Primero venía el turno de los faroleros de Nueva Zelanda y de Australia. Encendían sus faroles y se iban a dormir. Después tocaba el turno en la danza a los faroleros de China y Siberia, que a su vez se perdían entre bastidores. Luego seguían los faroleros de Rusia y la India, después los de África y Europa y finalmente, los de América del Sur y América del Norte. Nunca se equivocaban en su orden de entrada en escena. Era grandioso.
Solamente el farolero del único farol del polo norte y su colega del único farol del polo sur, llevaban una vida de ociosidad y descanso. No trabajaban más que dos veces al año.
Cuando se quiere ser ingenioso, sucede que se miente un poco. No he sido muy honesto al hablar de los faroleros y corro el riesgo de dar una falsa idea de nuestro planeta a los que no lo conocen. Los hombres ocupan muy poco lugar sobre la Tierra. Si los dos mil millones de habitantes que la pueblan se pusieran de pie y un poco apretados, como en un mitin, cabrían fácilmente en una plaza de veinte millas de largo por veinte de ancho. La humanidad podría amontonarse sobre el más pequeño islote del Pacífico.
Las personas mayores no les creerán, seguramente, pues siempre se imaginan que ocupan mucho sitio. Se creen importantes como los baobabs. Les dirán, pues, que hagan el cálculo; eso les gustará ya que adoran las cifras. Pero no es necesario que pierdan el tiempo inútilmente, puesto que tienen confianza en mí.
El principito, una vez que llegó a la Tierra, quedó sorprendido de no ver a nadie. Tenía miedo de haberse equivocado de planeta, cuando un anillo de color de luna se revolvió en la arena.
—¡Buenas noches! —dijo el principito.
—¡Buenas noches! —dijo la serpiente.
—¿Sobre qué planeta he caído? —preguntó el principito.
—Sobre la Tierra, en África —respondió la serpiente.
—¡Ah! ¿Y no hay nadie sobre la Tierra?
—Esto es el desierto. En los desiertos no hay nadie. La Tierra es muy grande —dijo la serpiente.
El principito se sentó en una piedra y elevó los ojos al cielo.
—Yo me pregunto —dijo— si las estrellas están encendidas para que cada cual pueda un día encontrar la suya. Mira mi planeta; está precisamente encima de nosotros… Pero… ¡qué lejos está!
—Es muy bella —dijo la serpiente—. ¿Y qué vienes tú a hacer aquí?
—Tengo problemas con una flor —dijo el principito.
—¡Ah!
Y se callaron.
—¿Dónde están los hombres? —prosiguió por fin el principito—. Se está un poco solo en el desierto…
—También se está solo donde los hombres —afirmó la serpiente.
El principito la miró largo rato y le dijo: