El protocolo Overlord (15 page)

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Authors: Mark Walden

Tags: #Infantil y juvenil, #Aventuras, #Ciencia Ficción

BOOK: El protocolo Overlord
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A su lado, Nero le miraba con unos ojos capaces de helar la sangre en las venas incluso de un soldado endurecido como Francisco.

—Coronel, voy a darle una oportunidad, y solo una, para que me diga por qué lo hizo. Luego, si no la aprovecha, voy a permitir a la condesa que se lo arranque de la cabeza. Tengo entendido que puede hacerlo sin causar demasiados daños en el cerebro. Usted elige.

La expresión del coronel se hizo aún más dura.

—No me da miedo, Max, y ella tampoco.

—Entonces, o está usted loco o es un imbécil. Seguramente las dos cosas —replicó Nero—. Sus actos ya han costado la vida a dos agentes del SICO y a uno de nuestros estudiantes. No titubearé en añadir su nombre a esa lista, pero antes me va a contar todo lo que sabe.

—Intente obligarme —le espetó Francisco.

Nero no contestó, simplemente hizo un ademán a la condesa y salió de la habitación.

—Bueno, coronel —dijo la condesa inclinándose sobre él—, vamos a charlar un ratito.

La sonrisa que dibujaron sus labios fue lo más aterrador que él había visto en su vida.

Nero respiró honda y lentamente cuando se acomodó en su silla. Su mesa seguía cubierta con los papeles que había dejado allí la noche anterior. Ahora le parecía que habían pasado cien años desde entonces. Se echaba la culpa a sí mismo, por supuesto: tendría que haber comprendido que había mandado a sus estudiantes a que cayeran en una trampa, pero estaba tan preocupado por garantizar que regresaran sanos y salvos a la isla que no se le ocurrió pensar en la posibilidad de que los hubieran hecho abandonar de forma deliberada el paraguas de seguridad que normalmente los protegía.

—¡Maldito sea! —gritó dando un puñetazo sobre la mesa.

Siempre había sabido que Cypher era un peligro, pero ni por un momento se le hubiera ocurrido que fuera capaz de actuar de forma tan directa contra él y contra su escuela.

De pronto se oyó un pitido intermitente en la consola de su mesa y Nero pulsó el interruptor de comunicaciones.

—¿Sí? —dijo secamente.

—El Número Uno le llama por el canal de seguridad, señor —dijo el técnico de comunicaciones desde el otro extremo de la línea.

—Muy bien, póngame —repuso Nero.

Mientras se encendía la pantalla que había al otro extremo de la habitación, luchó por calmar la ardiente furia que le embargaba. No podía permitir que el Número Uno advirtiera la menor falta de compostura por su parte, ni siquiera en aquellas circunstancias.

El logotipo del SICO se desvaneció y fue sustituido por la característica figura silueteada del Número Uno. A pesar de los años que habían pasado, Nero seguía sin tener la menor idea de cómo era el físico de aquel hombre, lo que probablemente era una suerte para él, dados los rumores que corrían sobre el destino que habían sufrido los que habían tenido el infortunio de vislumbrar su rostro.

—Buenos días, Maximilian —dijo con voz tranquila el Número Uno—. He leído su informe sobre la situación y he revisado las filmaciones del satélite de vigilancia; no necesito decirle que estoy muy, pero que muy inquieto por lo que he visto.

—Sí, señor —replicó Nero—. Ha sido una acción hostil por parte de uno de nuestros ejecutivos contra agentes del SICO. No puede consentirse.

—Eso he de decidirlo yo. Supongo que, dadas las circunstancias, va a pedirme un mandato ejecutivo para tomar las medidas que estime convenientes.

—Efectivamente. En esta situación no veo qué otra alternativa tengo.

—Siempre hay alternativas, Maximilian. Pero ante lo que ha ocurrido esta vez no tengo otro remedio que concedérselo. Tiene mi autorización, pero quiero una cosa.

—Por supuesto, ¿de qué se trata?

—Quiero a Cypher con vida.

Los nervios de Nero se tensaron. No se esperaba aquello. Por lo general, cuando el Número Uno concedía un mandato ejecutivo a uno de sus subordinados, solo significaba una cosa. La petición de que Cypher fuera capturado con vida no solo no tenía precedentes, sino que dificultaba mucho la cuestión.

—¿Puedo preguntar por qué? —dijo con cautela.

—No, no puede. Tengo entendido que Raven sobrevivió al ataque. Estoy seguro de que tiene capacidad de sobra para realizar ese trabajo.

—Pero…

—No discuta conmigo, Max… Nunca. Y esto no es una petición.

—No, señor.

Nero jamás tentaría a la suerte frente al Número Uno.

—Ocúpese de que Malpense regrese a la escuela inmediatamente y dé gracias por que no le haya ocurrido nada malo. Si yo pensara por un momento que tenía usted la más remota idea del peligro al que se le estaba exponiendo al mandarle fuera de la isla, Cypher no sería el único en enfrentarse a un mandato ejecutivo. ¿Está claro?

—Perfectamente —repuso Nero. Una vez más le picó la curiosidad, ese afán de protección, tan poco característico en él, que manifestaba el Número Uno en todo lo concerniente a Otto Malpense—. Pronto estará de regreso en la escuela.

—Bien. Entonces lo dejo en sus manos. Y no se preocupe. Cypher tendrá su escarmiento. Un escarmiento evidente y permanente.

Otto se despertó sobresaltado. Tardó unos segundos en darse cuenta de dónde estaba, pero enseguida recordó lo ocurrido en las últimas horas y deseó con desesperación no haber recuperado la memoria. Se incorporó en la cama de campaña que Raven había abierto en una esquina de su base secreta. Le había dicho que durante unas horas no podían hacer nada y que procurase descansar un poco. Él no pensó ni por un momento que pudiera pegar ojo, pero los acontecimientos de aquel día le habían dejado más exhausto de lo que se imaginaba.

Raven estaba sentada exactamente en el mismo lugar en que la había dejado Otto cuando se quedó dormido hacía unas horas. Es decir, continuaba escrutando los monitores que tenía delante. No quiso decirle qué estaba buscando, pero Otto estaba seguro de que tenía que ver con la localización de Cypher. Cuando se acercó a ella, Raven volvió la cabeza.

—¿Se encuentra mejor? —le preguntó cuando llegó a su altura.

—Menos cansado. La palabra «mejor» no me parece la más indicada —contestó él restregándose los ojos.

—Pues yo tengo una buena noticia —dijo ella esbozando una sonrisa.

—Eso estaría bien, para variar —repuso Otto, echando un vistazo a los monitores que Raven tenía delante. Mostraban todo un despliegue de mapas y planos, así como alguna ventana abierta en la que podían verse las filmaciones en directo de diversos satélites espía.

—Mire.

Raven señaló una pantalla en la que se veía el mapa de una línea de costa que tenía superpuesta una cruz roja parpadeante.

—¿Qué es eso? —preguntó Otto, inclinándose hacia la imagen.

—El helicóptero que usó Cypher esta mañana —contestó ella como si tal cosa—. He estado esperando a que se activara el dispositivo de rastreo, ya que está diseñado para no empezar a transmitir hasta haber permanecido inmóvil un determinado tiempo. Por lo visto, este era su destino.

—¿Un dispositivo de rastreo? —dijo Otto con incredulidad—. No nos acercamos al helicóptero, ¿cómo pudo colocárselo?

—El
shuriken
que le arrojé a Cypher llevaba uno dentro. Y ahora está perfectamente incrustado en su helicóptero.

—Ah —dijo Otto recordando aquellos minutos horribles en la terraza—. Yo creí que había apuntado a Cypher y que había fallado.

Raven le miró con una expresión de ligero fastidio.

—Señor Malpense, yo no fallo nunca.

Se volvió hacia los monitores y comenzó a escribir una serie de comandos en una ventana abierta en la terminal.

—Ahora estoy preparando un satélite de vigilancia que los americanos han tenido la amabilidad de prestarme para inspeccionar la zona. Las coordenadas que me da están en medio de una jungla. Necesito una imagen más clara.

Otto se dirigió a una de las puertas que había en la pared, mientras Raven seguía trabajando para conseguir que el satélite secuestrado se colocara en la posición correcta. La puerta estaba entreabierta y al otro lado Otto vio un auténtico arsenal. El material que había allí almacenado bastaría para iniciar una guerra y, a juzgar por el gesto de ferocidad con que Raven miraba la pantalla, eso era exactamente lo que tenía pensado.

—¿Qué tal? —preguntó Nero con impaciencia mientras la condesa se acomodaba frente a su escritorio.

—Es fuerte, pero eso ya lo sabíamos. Y no solo física, sino también mentalmente. Está claro que ha recibido un extenso entrenamiento en resistencia contra interrogatorios.

Nero advirtió la fatiga de la condesa. Estaba pálida y parecía mayor de lo habitual. Era evidente que el interrogatorio del coronel Francisco la había despojado de todas las reservas físicas y mentales a las que recurría cuando usaba sus extrañas dotes disuasorias.

—¿Qué ha descubierto? —preguntó Nero inclinándose hacia delante.

—No gran cosa, por desgracia —replicó con un suspiro—. No conoce la identidad de la persona que le ordenó hacerlo. El contacto fue anónimo. Su misterioso benefactor le ofreció una gran cantidad de dinero para que diera detalles sobre las actividades de HIVE. Nunca tuvo contacto directo con la persona que le hizo cambiar de bando.

—¿Está segura? —inquirió Nero en voz baja.

—Lo único que me faltó fue dejarle en coma —dijo la condesa frotándose las sienes—. Evidentemente, ha sido una suerte que le hayamos cogido, pero no creo que pueda darnos mucha información útil.

—Bueno, creo que podemos dar por sentado que sabemos quién le compró —dijo Nero—. Cypher parece llevar planeando esto desde hace ya un tiempo.

—Desde luego. Al parecer, el coronel Francisco llevaba varias semanas trabajando para Cypher, puede incluso que meses. Me he tomado la libertad de pedir al profesor Pike que revise urgentemente todos los sistemas de seguridad a los que el coronel tenía acceso.

—Muy bien —repuso Nero—. Pero en todo esto hay algo raro.

—Ha habido muy pocas cosas que no fueran raras en las últimas horas —señaló la condesa.

—Sí, sí, ya lo sé. Pero el coronel nunca me había parecido el tipo de hombre que se deja sobornar.

—Todo el mundo tiene un precio, Max.

—Créame que lo sé. Pero Francisco ha dado siempre mucha importancia al honor personal. Tal vez debido a su profesión militar. Me cuesta creer que nos haya traicionado de esta forma por unos cuantos ceros añadidos al saldo de una cuenta corriente en un banco suizo. No es propio de él.

—Es posible que no sea propio de él, pero de lo que no cabe duda es de su culpabilidad —dijo la condesa firmemente—. Hay muy poca gente en el mundo capaz de mentir cuando yo le ordeno que diga la verdad.

—Ya, ya. Debe ser que todo esto me ha descolocado un poco.

Nero estaba acostumbrado a resolver las pequeñas crisis diarias que generaba HIVE, ya fueran las causadas por los estudiantes o las que se derivaban de los intentos de localizar la ubicación del complejo por parte de las fuerzas del orden, pero los sucesos de los últimos días no tenían precedente.

—Los de seguridad siguen intentando encontrar a los alumnos Block y Tackle —añadió la condesa.

—¿La mente no los ha localizado? —preguntó Nero con un deje de frustración.

—No. Es como si se hubieran evaporado. En la isla hay muchísimos sitios donde esconderse y ni siquiera nuestros servicios de vigilancia los pueden cubrir todos. Seguramente, el coronel Francisco les habrá proporcionado unos planos muy detallados del entorno.

—Me parece increíble que haya caído tan bajo como para aprovecharse de dos de sus alumnos —dijo con furia Nero.

—Sí, pero esos dos simplones son la voz de su amo. Sospecho que Francisco no tenía más que decirles lo que quería que hicieran para que le obedecieran como corderitos. El nivel de los Esbirros no es famoso por generar pensadores independientes, Max. Pero no se preocupe, no van a salir de la isla. Tarde o temprano los encontraremos.

—Quiero que los encuentren enseguida —dijo Nero—. Antes de que nos metan en algún otro lío.

—Entendido —repuso la condesa levantándose para irse—. ¿Qué quiere que hagamos con el coronel?

—Por ahora que lo confinen en la zona de detención. Todavía no he decidido lo que voy a hacer con él.

—Muy bien, así se hará —la condesa se dirigió a la puerta.

—Ah, condesa… —añadió Nero cuando ella tenía ya la mano en el picaporte.

—¿Sí?

—Que su estancia allí le resulte lo más incómoda posible.

—Esto no me gusta un pelo —dijo Raven suspirando mientras escrutaba las imágenes que centelleaban en el monitor.

—¿Qué pasa? —preguntó Otto. —Mírelo usted mismo —dijo Raven apartándose de la pantalla.

Otto se acercó a ver las imágenes que aparecían en el monitor. En cada una de ellas se veía lo que parecía ser un enorme agujero negro en medio de una jungla. Su diámetro debía medir al menos doscientos metros. Otto observó la estruendosa cascada que brotaba de uno de los lados del gigantesco hoyo y calculó que para que la lenta erosión de la catarata hubiera producido una grieta semejante en la jungla habría necesitado millones de años. Sabía que las perforaciones de este tipo podían llegar a tener cientos de metros de profundidad y que era imposible averiguar si en el fondo de aquella negrura se ocultaba algo.

—¿Está ahí abajo? —preguntó Otto.

—Al parecer sí. Como ve o, mejor dicho, como no ve, va a ser imposible descubrir lo que me espera ahí dentro. Y no me gusta ir a ciegas.

Otto comprendía la preocupación de Raven. Cypher podía tener un ejército esperándola y no había forma de saberlo. Desde un punto de vista táctico era una perspectiva bastante desagradable.

—Pero eso no es todo. Entre en el sistema de detección electromagnética —dijo Raven.

Otto cambió los sensores visuales del satélite secuestrado por sus escáneres electromagnéticos. Inmediatamente, la jungla que rodeaba el hoyo se iluminó como un árbol de Navidad: desde varios kilómetros a la redonda, la densa selva estaba llena de mecanismos electrónicos activos. Desde aquella distancia era imposible distinguir en qué consistían aquellos aparatos, pero era de suponer que no estaban diseñados para el cuidado de la fauna y flora locales.

—Hmmm —musitó Otto, cuyo cerebro comenzaba ya a analizar el problema.

—Yo opino lo mismo —sonrió Raven—. No hay forma de que ni siquiera yo pueda acercarme por tierra a cincuenta metros de ese hoyo. Está claro que Cypher no es partidario de recibir huéspedes que no hayan sido invitados.

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