Read El protocolo Overlord Online
Authors: Mark Walden
Tags: #Infantil y juvenil, #Aventuras, #Ciencia Ficción
—Ya veremos qué piensa de eso el Número Uno —le espetó Nero—. Creo que va a tener usted ocasión de comprobar que no tiene en demasiada estima a los traidores.
—Oh, dentro de no mucho tiempo ya no tendremos que volver a preocuparnos del Número Uno —replicó con calma la condesa—. Cypher se ocupará de ello.
—¿Qué quiere decir? —preguntó Nero con creciente ansiedad.
—Ya verá —la condesa sonrió.
—Está usted loca —replicó Nero, dando un paso hacia ella.
—Quieto ahí, Max. Cypher le quiere vivo y yo no tengo especial interés en hacerle daño, pero me conoce lo bastante bien para saber que le mataré si tengo que hacerlo.
—No la conozco —repuso Nero—. Creía conocerla, pero salta a la vista que estaba equivocado.
—Salta a la vista —dijo la condesa esbozando una sonrisa— y ahora se va a venir conmigo. Tenemos una cita.
—No pienso ir a ninguna parte, dispáreme si quiere.
De pronto, Nero se preguntó por qué no se limitaba a ordenarle hacer lo que ella quisiera, al igual que había hecho con el coronel y sus otros esclavos involuntarios. Hacía mucho que sospechaba que sus poderes tal vez no funcionaran con una víctima de voluntad fuerte que la desafiara activamente, y lo que estaba sucediendo parecía indicar que no se había equivocado.
—Retador hasta el último momento, como de costumbre —dijo la condesa—. Bien, se lo diré de otra forma. Venga conmigo o, si no, Brand y Trinity tendrán una muerte lenta y dolorosa.
Nero sintió que se le formaba un nudo helado en el estómago. Considerando todas las otras cosas que parecía haber hecho la condesa, seguro que no dudaría en cobrarse la vida de otras dos estudiantes más. De momento, era ella la que tenía la sartén por el mango. La condesa señaló la puerta con el cañón de la pistola y Nero salió en silencio delante de ella.
El profesor Pike se quitó las gafas y se restregó los ojos, irritados por la fatiga. Cuanto más miraba el texto codificado que pasaba por el monitor que tenía delante, más confuso se sentía. Las entradas del registro de seguridad correspondientes a la zona de detención habían desaparecido o, al menos, eso era lo que se le pretendía hacer creer. Alguien se había tomado infinidad de molestias para borrar sus huellas, pero todas las pruebas indicaban que el responsable, quienquiera que fuera, no había desactivado el sistema de seguridad —eso habría llamado demasiado la atención—, sino que se había limitado a desviar los registros en cuestión a un área de almacenaje oculta. Eso planteaba dos problemas: primero, dónde se habían ocultado los registros y, segundo, cómo se había conseguido sortear las múltiples capas de seguridad que rodeaban el núcleo de la mente haciéndolo supuestamente inexpugnable. La mente no había mentido cuando dijo que no tenía constancia de la existencia de ningún registro de seguridad. Quienquiera que hubiera hecho aquello había asaltado el sistema de tal manera que ni siquiera el ente de inteligencia artificial se había dado cuenta de ello. El problema era que había sido el mismo profesor quien había creado el código cifrado que protegía el núcleo de la mente y sabía que era simplemente imposible que un pirata informático, por muy bueno que fuera, pudiera sortearlo.
De pronto vio algo que le llamó la atención.
—Mente —dijo el profesor con voz fatigada.
—Sí, profesor. ¿En qué puedo ayudarle? —respondió el ente cibernético al tiempo que el rostro de cables azules aparecía en el aire junto a la terminal.
—Por favor, muéstrame el registro de todos los accesos a tu núcleo que se hayan producido desde esta terminal —le ordenó el profesor.
Al cabo de unos instantes, una lista de fechas y horas comenzó a correr por la pantalla. En un primer momento no pareció que hubiera nada raro, pero, de pronto, una entrada concreta le chocó.
—Mente, por favor, confirma la entrada número 4376 —dijo el profesor, embargado de un creciente sentimiento de inquietud.
—Entrada 4376 —respondió la mente—. Acceso al núcleo central concedido al profesor William Pike.
Posiblemente, a los estudiantes y a sus colegas del personal docente les pareciera el profesor un tipo un tanto despistado, pero él sabía a ciencia cierta que no había accedido al núcleo a esa hora.
—Muéstrame el registro de actividad de esa sesión, por favor, mente —se apresuró a decir el profesor.
Aparecieron nuevas entradas en la pantalla y el profesor fue repasando los datos. Alguien había accedido al núcleo de la mente con su contraseña personal y había creado un archivo en lo más profundo de las capas ocultas del sistema operativo básico. Ahora que sabía dónde tenía que buscar, el profesor localizó rápidamente el archivo y allí encontró docenas de carpetas. Pronto se topó con las rutinas de cifrado, con los códigos de las transmisiones secretas y, lo que era aún más importante, con una larga lista de entradas de seguridad archivadas. Revisó la lista y una entrada en particular le llamó la atención. Era la grabación que había realizado la cámara instalada en lo alto de la pared de esa misma sala justo en el preciso momento en que se creó el archivo oculto. Se apresuró a seleccionar la carpeta y accionó el vídeo. Ahora iba a enterarse de quién era el responsable de todo aquello.
—Es imposible —susurró mientras veía la grabación.
Sentada en la terminal ante la pantalla se encontraba la última persona a la que había esperado ver.
Él mismo.
El profesor se esforzó por encontrar un sentido a lo que estaba viendo. Tenía la certeza de no haber usado la terminal a esa hora, y menos aún para crear un archivo oculto dentro del núcleo del sistema. Aun así, no podía negar la evidencia de lo que veían sus ojos: ahí estaba él, trabajando muy enfrascado en la terminal con objeto de crear un punto ciego artificial en el sistema de seguridad. Revisó la lista de grabaciones de seguridad ocultas y localizó otra que llegaba hasta la hora de aquella entrada desconcertante.
—Mente, por favor, pásame hacia atrás todas las grabaciones de seguridad de este archivo a partir de la hora de mi acceso —dijo rápidamente el profesor.
La imagen mostraba ahora al profesor caminando hacia atrás, saliendo por la entrada que daba al núcleo central de la mente y luego retrocediendo por varios pasillos.
—Congela ahí la imagen —gritó el profesor cuando apareció otra figura en la pantalla—. Pásala otra vez.
No había sonido, pero el profesor no lo necesitaba. Observó cómo la condesa se pegaba a él y le susurraba algo al oído.
—Dios mío —exclamó y, acto seguido, salió corriendo de la sala.
Nero caminaba por el pasillo unos pasos por delante de la condesa. Ahora ya no le apuntaba con la pistola; hubiera llamado una atención indeseada y sabía que no la iba a necesitar mientras tuviera a Laura y a Shelby como bazas de negociación. Si Nero tenía algún punto débil, era el hecho de que por propia voluntad jamás haría nada que pudiera poner en peligro la vida de sus estudiantes.
De pronto, una patrulla de seguridad apareció por la esquina que tenían delante. A juzgar por la cara de pocos amigos de los guardias, estaba claro que seguían buscando al coronel Francisco.
—No abra la boca —susurró la condesa cuando se acercaron los guardias—. Ya sabe lo que ocurrirá si lo hace.
Al aproximarse a ellos, el jefe de la patrulla saludó con una respetuosa inclinación de cabeza al doctor, que le devolvió el saludo en silencio. Nero advirtió que los guardias llevaban fusiles de asalto además de la» adormideras reglamentarias. Estaba claro que el jefe de seguridad Lewis no quería correr riesgos, una sabia precaución tratándose del coronel Francisco. Claro que el jefe de seguridad no sabía que el coronel no era más que un títere involuntario en todo aquel complot y que la verdadera culpable del reciente caos que reinaba en HIVE era una persona muchísimo más peligrosa.
Mientras la patrulla pasaba de largo, dos de los hombres lanzaron una mirada nerviosa a Nero y a la condesa, pero eso fue todo. Luego, cuando ya se encontraba a unos veinte metros por detrás de ellos, la radio del jefe de la patrulla emitió un chirrido.
—Adelante —dijo a toda prisa.
El jefe del pelotón hizo una seña a la patrulla para que se detuviera mientras escuchaba atentamente por su auricular. Fue empalideciendo poco a poco y luego volvió la vista hacia el pasillo por el que se alejaban apresuradamente las figuras de Nero y la condesa.
—¿Está seguro? —dijo tragando saliva con nerviosismo.
El gesto que hizo a continuación daba a entender que quienquiera que estuviera al otro lado de la línea no solo estaba seguro, sino que se lo había hecho saber de una forma bastante ruidosa. Acto seguido, el jefe de la patrulla hizo unas señas a sus hombres con la mano, indicándoles que se desplegaran a lo largo del pasillo y que se pusieran a cubierto lo mejor que pudieran.
—¡Condesa! —gritó el jefe de la patrulla mirando al fondo del pasillo—. Haga el favor de quedarse quieta donde está. El jefe Lewis tiene que hacerle unas preguntas.
—Aguarde —le susurró la condesa a Nero.
El doctor oyó a su espalda el inconfundible clic de un seguro al soltarse y su mente se puso a trabajar a toda velocidad. No podía permitir que la patrulla capturara allí a la condesa —casi con toda seguridad eso equivaldría a firmar las condenas de muerte de Brand y Trinity—, pero tampoco estaba dispuesto a dejar que ella acabara con la vida de cualquiera de aquellos hombres. Tal vez, el jefe de la patrulla se sintiera muy seguro, pero bastaría con que la condesa consiguiera acercarse a sus hombres lo bastante para que pudieran oírla y la historia sería muy distinta. Dudaba que hubiera muchos miembros de la patrulla con la fortaleza mental suficiente para resistirse al poder de aquella mujer.
La condesa se dio lentamente la vuelta y se enfrentó al jefe de la patrulla. Varias adormideras la apuntaban y el semblante de los guardias, aunque un tanto desconcertado, expresaba una firme determinación.
—¡Por favor! —dijo la condesa soltando una pequeña risa—. ¿De qué demonios va esto?
Luego avanzó un par de pasos hacia la patrulla. Detrás de ella, Nero se quitó de un tirón un gemelo con forma de calavera que llevaba en el puño de la camisa y retorció el cierre.
—Quédese donde está, condesa —ladró el jefe de la patrulla—. Tenemos órdenes de disparar si es necesario.
—Tonterías —replicó ella—. Lo que va a pasar es que todos ustedes van a deponer sus armas.
Mientras hablaba la condesa, se oyó el sonido desagradable y casi subliminal de miles de voces hablando a la vez.
Nero nunca había oído a la condesa ejercer su poder con tanta fuerza. Su efecto fue inmediato. Dicho sea en honor de los guardias, hubo un par de ellos que solo parecieron sentirse un poco confusos, pero todos los demás depositaron lentamente sus armas en el suelo con una expresión ausente en el rostro.
Nero sabía que tenía que actuar antes de que la condesa pudiera ordenar a los guardias que la ayudaran en su huida o, lo que sería aún peor, antes de que los obligara a enfrentarse entre sí. Sin más dilación, lanzó hacia el pasillo el diminuto cráneo de plata que tenía en la palma de la mano. Al estallar la minúscula granada aturdidora que llevaba disimulada en el gemelo, se produjo un destello cegador, acompañado de una violenta sacudida, y al instante el pasillo quedó envuelto en una densa humareda gris. Luego se produjo el caos.
Nero se tiró al suelo mientras los disparos de las adormideras rasgaban el aire. Aturdidos aún por la manipulación de la condesa, los pocos guardias que habían conservado sus armas disparaban a ciegas en medio del humo.
—Alto el fuego —bramaba el jefe de la patrulla tratando de hacerse oír entre los zumbidos de las detonaciones de las adormideras.
Al irse despejando la humareda, Nero pudo distinguir en el pasillo los perfiles borrosos de los guardias, pero no tardó en darse cuenta de que faltaba una persona.
—¿Se encuentra bien, señor? —le preguntó el jefe de la patrulla mientras avanzaba con paso tambaleante hacia Nero.
Nero asintió con la cabeza. Él estaba bien, pero la condesa había volado.
Con el terror pintado en el rostro, Laura y Shelby vieron abrirse la puerta con un zumbido y luego al coronel Francisco derribar de un solo disparo de adormidera en el pecho al guardia que había dentro. Sin abrir la boca, el coronel les hizo señas para que entraran y las chicas se encontraron en una zona que nunca habían pensado que existiera. La caverna era una instalación portuaria plenamente funcional, con aspecto de poder acoger a la mayor parte de los buques de tamaño medio. Las aguas del mar lamían su único y alargado embarcadero. Amarradas a él había dos motoras negras. Al verlas, Shelby lanzó a Laura una mirada llena de inquietud. Laura sabía muy bien qué era lo que tanto preocupaba a su amiga. Mientras permanecieran en la isla, habría al menos una posibilidad de que las rescataran, pero si el coronel conseguía sacarlas clandestinamente de la escuela, sus posibilidades de ser rescatadas disminuirían de forma alarmante.
Laura sintió un fuerte pinchazo en las costillas al empujarla Tackle hacia delante con el cañón de su adormidera y, acto seguido, avanzaron lentamente por el muelle en dirección a una de las embarcaciones amarradas. Conforme se acercaban, una figura se fue separando de las sombras y entrando en la zona de luz. Una amplia sonrisa se extendió por el rostro de Laura, que de pronto se sentía embargada por una intensa sensación de alivio.
—¡Cuidado, condesa! ¡Están armados! —chilló Shelby mientras se echaba hacia atrás para tratar de desequilibrar a Block y así ganar unos segundos preciosos para la condesa.
—Pues claro que lo están, querida —repuso la condesa con total naturalidad mientras caminaba despacio hacia donde estaba el coronel Francisco—. ¿Cómo iban a tenerlas bajo control si no?
El ceño de Laura se frunció en un gesto de confusión. ¿Qué estaba haciendo la condesa? Tenía que detenerlos ahora, mientras aún pudiera.
—¿Le han dado problemas? —preguntó la condesa al coronel Francisco, echando una ojeada a las dos chicas.
—No, todo ha salido según lo planeado —respondió él en un tono de voz plano.
—Todo no, por desgracia. Nero se ha escapado, pero las demás piezas están en su sitio. Bueno, conviene que prosigamos con el plan —dijo la condesa sacando del bolsillo una pequeña agenda electrónica. Aquello no era una caja negra.
Laura comprendió de pronto lo que estaba ocurriendo y se dio cuenta de la meticulosidad con que se habían orquestado los acontecimientos del último par de días. El traidor no era el coronel, sino la condesa.