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Authors: Frank Baer

Tags: #Histórico

El puente de Alcántara (109 page)

BOOK: El puente de Alcántara
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—¡Bah! Todos son iguales —suspiró Felicia—. Y los monjes y sacerdotes son los peores.

—Ya puedes gritarlo en la iglesia —dijo la otra—. Desde que el primero me arrastró tras el altar, cada vez que voy a confesarme llevo un cuchillo.

Y, divertidas, empezaron a hablar con alegría y cruda sinceridad sobre los monjes y sacerdotes con los que habían llegado a las manos alguna vez. Sobre uno que, en el confesionario, siempre apretaba la mano de sus ovejas contra el cirio desnudo. Sobre otro que leía las horas de manera muy peculiar, pero que era tan piadoso que no dejaba las oraciones hasta los primeros sonidos del toque de avemarías, y continuaba sus lecciones cuando el sacristán empezaba a dar las campanadas. Sobre otro que era aún más piadoso, hasta el punto que se hacía dar de latigazos cada vez que terminaba el acto.

—Pero los latigazos los quería suaves, ¡con una cola de zorro!

Comadrearon a más no poder sobre los sacerdotes, para pasar luego a los maridos de sus amigas que no se encontraban cerca, luego a sus propios maridos y, finalmente, a todos los hombres en general. Empleaban expresiones que Karima no llegaba a comprender, contaban historias que la hacían sonrojarse, se superaban unas a otras con ambigüedades y chistes picantes, gritaban a voz en cuello, soltaban tacos, dejaban escapar risitas reprimidas y se quedaban tumbadas riendo. Karima sólo escuchaba boquiabierta.

En algún momento, Felicia extendió un brazo hacia ella.

—¡Aquí hay algo escrito! —dijo, y le alcanzó un trozo de papel plegado varias veces.

—¿De dónde lo has sacado? —preguntó Karima.

Felicia señaló la pieza de ropa que tenía en la mano. Era el jubón acolchado que Lope llevaba siempre bajo la cota de mallas. En la parte de dentro, en el lado izquierdo, a la altura del pecho, había un pequeño bolsillo.

—Estaba dentro —dijo Felicia—. Siempre hay que revisar todos los bolsillos. Dios ha hecho a los hombres olvidadizos para que nosotras podamos con ellos.

Karima desplegó cuidadosamente la hoja. El papel estaba blando y manchado, pero todavía podían leerse claramente los dos nombres, y también se notaba aún el circulo que había trazado Lope alrededor de ellos. El recuerdo de aquello seguía tan vivo en la mente de Karima que los ojos se le llenaron de lágrimas. Guardó cuidadosamente el papel en su manga.

—¿Es algo importante? —preguntó Felicia.

—Sí —dijo Karima—. Algo importante.

Una hora antes del mediodía cogieron sus cestos de ropa y emprendieron el camino de regreso. El campamento se encontraba en una amplia meseta, cortada a pique por tres de sus lados, que se levantaba a unos treinta hombres de altura por encima del valle y el río. Un sendero estrecho y sinuoso conducía hasta lo alto de la meseta.

Karima, sin haberlo pensado mucho, había imaginado que un campamento de mercenarios sería algo parecido a un castillo, rodeado de palizadas y poblado exclusivamente por hombres. En lugar de ello, se había encontrado con una especie de pueblo en medio del bosque. Tiendas, refugios y pequeñas cabañas de esteras, cubiertas con juncos, se levantaban a ambos lados de una amplia vereda, entre grandes pinos. La entrada estaba protegida por una colosal estacada hecha de ramas, palos y arbustos espinosos. Un pueblo con una gran recua de caballos, con ovejas, vacas, cabras y gallos, y bandadas de gansos e incontables perros. Una pequeña comunidad de medio millar de habitantes, la mayoría de los cuales eran mujeres y niños, como comprobó Karima sorprendida el día de su llegada.

Era un grupo abigarrado. Españoles de todas las regiones del país, franceses, gente de las montañas, andaluces, musulmanes, cristianos y judíos, personajes inquietantes y muchachas hermosísimas, y por doquier niños de todas las edades.

Al llegar a la meseta, Karima vio a su vecina, Alienor, la Provenzala, que vivía en la cabaña contigua a la suya. Era la mujer de uno de los dos capitanes del Don. Felicia le había advertido de ella desde el primer día:

—Cuidado con ésa. ¡Tiene fuego bajo la piel!

La Provenzala estaba a treinta pasos de ellas, descalza y con la falda recogida, de modo que se le veían las piernas casi hasta las rodillas. Llevaba la faja de la cabeza tan mal puesta que le caía el cabello, de un tono pardo rojizo. Alrededor del talle se había atado un pañuelo, que acentuaba sus formas. Tenía una belleza casi escandalosa, de la que era plenamente consciente, y hacía alarde de ella en cada movimiento. Llevaba un atado de ropa a la cabeza, lo bastante ligero como para no molestarla. Andaba contoneándose, balanceando los hombros, enseñando los brazos; se movía con la gracia de un animal. Al girar por la amplia calle central del campamento, pareció enderezarse más aún, haciendo su andar todavía más provocativo.

Karima descubrió una expresiva mirada en el rostro de Felicia y se la devolvió, sonriendo y achinando los ojos. De pronto, se puso sobre la cabeza el cesto de la colada, que hasta entonces había llevado en los brazos, se recogió la falda y se llevó las manos a las caderas. Era un palmo más alta que Alienor, y más ancha de hombros, y podía exhibirse tanto como la bella Provenzala. Con la cabeza en alto, pasó sin mirar a los hombres que venían en dirección contraria o la observaban fijamente desde las cabañas de ambos lados de la calle. Escuchó los gritos y los silbidos, y supo que éstos no eran sólo para Alienor.

—¡Eh, palomita! —la llamó Felicia—. ¡No vuelvas locos a los hombres! ¡Al Don no le gusta! —le advirtió, y, sonriendo, le clavó un dedo en el costado. Karima se apartó con un ágil movimiento, bajó el cesto de la cabeza, se lo apoyó en la cadera y, con el brazo libre, rodeó a Felicia por los hombros y la atrajo hacia si. Las dos se miraron y, en ese mismo instante, se echaron a reír, sujetándose la una a la otra, y siguieron andando entre carcajadas, hasta que, de repente, Karima se dio cuenta de que estaba riendo y se detuvo, sin apenas poderlo comprender. Sólo Dios sabía el tiempo que llevaba sin reír. ¡Cuánto tiempo!

Cuando llegó a la cabaña, sólo Lu'lu estaba sentado bajo el alero. El criado la miró radiante de felicidad. En todos esos meses errando de pueblo en pueblo, Lu'lu había sido siempre un espejo del estado de ánimo de Karima. La había ayudado mucho, consolándola cuando necesitaba consuelo, y dándole ánimos cuando estaba al límite de sus fuerzas. Era un hombre muy comprensivo, siempre pendiente de ella. Había sido el apoyo del que Karima se había valido una y otra vez.

Lope estaba en los establos. La mayor parte de los hombres parecían ocupados con sus caballos o sus armas.

—Corre el rumor de que la tropa partirá hoy mismo —dijo Lu'lu.

Karima conocía el rumor. Felicia también le había hablado al respecto. Cada año, en torno a esas fechas, la tropa del Don levantaba un campamento estable en territorios del señor de Lérida, desde donde podían emprenden expediciones de saqueo, que se prolongaban hasta finales del otoño. Hacía tres semanas había partido ya una avanzadilla, en busca de un lugar adecuado. Esa noche habían llegado dos hombres de la avanzadilla y habían presentado sus informes al Don, señal de que no tardarían en ponerse en mancha. Primero partiría el grueso de la tropa, para conquistar el lugar. Un par de días después los seguiría el resto del convoy, con las mujeres y niños. Así lo hacían cada año, y así lo harían también esta vez. Lo único que no sabía era cuál sería el objetivo.

Karima se puso a extender sobre el tejado de la cabaña las piezas de ropa, todavía húmedas. Lu'lu quiso ayudarla, pero ella no se lo permitió. Tenía que desempeñar el papel que las otras mujeres del campamento esperaban de ella. Y le resultaba muy difícil hacerlo. El comportamiento impersonal y distante de Lope le hacía casi imposible desempeñar correctamente ese papel. Karima pasaba por ser la mujer de Lope, o su amante, su compañera de cama o como quiera que lo llamaran las mujeres del campamento. Había llegado con él y vivía en la misma cabaña que él, de modo que le pertenecía. Nadie lo había puesto en duda hasta entonces, pero era evidente que las mujeres pronto empezarían a sospechar. La rigurosa reserva con que la trataba Lope era ya de por si llamativa, y también Lu'lu se lo había hecho ver.

—El monje pelirrojo estaba abajo, en el río —informó Karima—. Ha dicho cosas irrepetibles.

Lu'lu asintió, preocupado.

—Si, señora —respondió—. Ya va siendo hora de que se lo digáis también al señor.

Ella asintió, decidida.

—Como mínimo tenemos que aparentar que somos marido y mujer —dijo Karima—. O tenemos que inventar alguna historia que explique por qué no nos tratamos como tales.

—¿Qué clase de historia? —preguntó Lu'lu.

—Cualquier historia que sea creíble —contestó ella—. Yo podría decir que he enviudado hace poco y que todavía tengo que mantener el luto que prescribe nuestra ley.

—Eso no será suficiente, señora —respondió cautamente Lu'lu, y tras echarle de soslayo una mirada inquisidora, añadió en voz baja—: La manera en que os habla el señor seguiría despertando sospechas.

Ella no respondió. Sabía que Lu'lu tenía razón. Desde Alcántara, Lope la había tratado siguiendo con inflexible obstinación todas las normas de la cortesía, de modo que a ella no le había quedado más remedio que responderle del mismo modo. Sin embargo, con el transcurso de los meses el mismo Lope había empezado a encontrar ridículo el trato formal, de modo que, por tácito acuerdo, habían pasado a evitar todo tratamiento directo. Había sido la única salida que les permitía tratarse con cierta familiaridad, al menos ante los demás, sin que Lope tuviera que renunciar a su reserva.

Hasta entonces habían conseguido ocultar su extraña relación, pues nunca se habían quedado más de tres días en un mismo lugar, pero en este campamento no podrían seguir ocultándola durante mucho tiempo. Aquí los ojos de los vecinos estaban constantemente dirigidos a ellos, aquí estaban bajo observación día y noche, aquí no tardaría en conocerse la verdad. Karima decidió no esperar más y hablar con Lope ese mismo día.

Pero cuando Lope volvió de los establos, Karima volvió a posponer el tema, pues al parecer Lope no estaba del humor adecuado, y luego ella no encontró la ocasión apropiada, y después le faltaban palabras, y finalmente ya fue demasiado tarde, pues llegó desde la puerta el toque de cuerno que habían estado esperando todo el día, y en todos los rincones del campamento los hombres se levantaron de un brinco, cogieron sus armas y se echaron al hombro la silla de montar. Lope también cogió sus cosas. El toque de cuerno era la señal para emprender la mancha.

Karima lo acompañó hasta los establos. Caminó a su lado mientras él llevaba los dos caballos hacia la puerta, donde se habían reunido los jinetes. Vio a los otros hombres despedirse de sus mujeres. Vio cómo las abrazaban y cómo ellas los ayudaban a montar y los acompañaban andando un trecho junto a sus caballos. Vio cómo las mujeres se aferraban a sus hombres entre sollozos y lamentos, como si no quisieran dejarlos manchar. Vio todo aquello y se quedó allí, silenciosa, mientras Lope subía a su caballo. Vio su rostro imperturbable, sus labios apretados. Quiso decirle algo. Quiso decirle que tuviera cuidado, que ella lo estaría esperando, pero no llegó a decir nada. Sintió que se le humedecían los ojos y bajó la mirada, y entonces se dio la señal para partir, y ya fue demasiado tarde.

Vio que Lope se despedía de ella inclinando la cabeza, y Karima le devolvió el saludo mientras lo veía espolear a su caballo. Y sólo en ese momento, cuando él ya estaba casi demasiado lejos, Karima hizo de tripas corazón y corrió tras él, gritando:

—¡Lope! ¡Lope!

Corriendo junto a su caballo, se sacó el trozo de papel de la manga y se lo dio.

Lope lo cogió, y ella creyó ver cómo, de repente, la máscara de dureza caía del rostro de Lope, y vio cómo se sonrojaba. Y antes de que él pudiera volverse, Karima gritó rápidamente:

—¡Vuelve pronto, Lope! ¡No me hagas esperar demasiado!

Karima lo siguió con la mirada hasta que se perdió de vista.

50
ALBESA

MARTES, 7 DE MAYO, 1084

29 DE IYAR, 4844 / 28 DE DU'L–HIDJDJA, 476

Cabalgaron a galope tendido hacia el este a través de un terreno montañoso cortado, a intervalos irregulares, por profundos valles. Cabalgaron en una larga fila por estrechos senderos, apartados de las carreteras, con sólo ocho hombres como avanzada, al alcance de la vista del grueso de la tropa, unos setenta jinetes, de los que casi la mitad llevaban armadura. La tropa de a pie venía detrás, como retaguardia; llegaría al objetivo un día después que los jinetes.

Nadie sabía cuál era el objetivo, salvo el Don, sus más estrechos colaboradores y el adalid, que cabalgaba al frente del grupo. Nadie lo preguntaba. La confianza que tenían en su jefe era ilimitada.

Lope sólo había tenido ocasión de observarlo durante cuatro días, pero en ese breve tiempo había visto lo suficiente para comprenden la admiración y el afecto, rayano en la adoración, que sentían aquellos hombres por su líder. Rodrigo Díaz tenía unos cuarenta años. Era un hombre de estampa poderosa, con unas anchas muñecas por las que se adivinaba una gran fortaleza física. No era llamativamente alto, pero su estatura estaba algo por encima de la media. Tenía el rostro largo y bien perfilado, los ojos afilados y las cejas pobladas. Tenía el cabello negro y liso, y un bigote cuidadosamente atusado. Su voz era profunda y sonora, y adquiría un tono metálico cuando gritaba. Pero rara vez gritaba. Su autoridad era tan grande que no necesitaba mucho para ejercerla.

Aún no había perdido ninguna batalla, como informó a Lope, lleno de orgullo, uno de los veteranos, y muy pocas veces había vuelto de una cabalgada con las manos vacías. Imponía un régimen muy severo, pero obtenía tales éxitos que sus hombres lo soportaban sin protestar. Antes de la partida había dado la orden de poner una segunda manta a los caballos, debido a lo largo del viaje. A uno de los hombres, que había desobedecido esta orden, lo había degradado inmediatamente a soldado de a pie. No había puesto reparos en revisar él mismo los setenta caballos. Sus éxitos no eran producto del azar.

Tras la puesta de sol llegaron al valle del río Cinca, cruzaron el cauce por un vado, e hicieron alto en la otra orilla, para dar un descanso a los caballos.

El padre Jerome, un francés que había renegado de sus votos de monje, que llevaba una cruz sobre el peto y era uno de los más estrechos colaboradores de Rodrigo Díaz, fue a buscar a Lope y lo llevó a presencia del Don. Era ya noche cerrada. El Don estaba sentado al abrigo de un pino, con la espalda apoyada contra el tronco. Sólo lo acompañaba su guardaespaldas, un hombre de porte hercúleo. Los hombres de la tropa se mantenían a una respetuosa distancia.

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