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Authors: Frank Baer

Tags: #Histórico

El puente de Alcántara (28 page)

BOOK: El puente de Alcántara
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Lope y el capitán estaban al lado de la carretera. Ambos a caballo, ambos completamente equipados, las armas relucientes, los caballos recién cepillados, con las crines trenzadas y los cascos pulidos.

Por la noche, el capitán mandó a Lope que le afeitara la barba y le cortara el cabello de la parte de la nuca, según había visto que lo llevaban los infanzones que rodeaban al rey.

A la mañana siguiente, al despuntar las primeras luces, cruzaron el río y volvieron a instalarse al lado de la carretera. No eran los únicos que esperaban al ejército y, con él, la oportunidad de entrar al servicio de algún señor. Había también otros que estaban allí con las mismas intenciones, entre ellos algunos personajes temerarios, pardos, viejos militares, jóvenes mozos con un armamento reunido pieza a pieza, grupos de dos y de tres hombres.

Empezó a llover, pero el capitán no se movió, ni siquiera se dejó poner el capote encerado. Permaneció inmóvil en la silla, viendo pasar las columnas del ejército. Sólo sus ojos estaban en movimiento, y parecían abrazar a cada hombre, escudriñar cada rostro. Cuando pasó el rey, el capitán se quitó el yelmo, levantó la lanza y gritó con potente voz:

—¡Dios salve al rey! ¡Que las bendiciones del señor estén con él y con sus hombres!

La voz del capitán era tan potente que todos los hombres del convoy se volvieron hacia él; también el rey giró el rostro un instante: un rostro pálido con un delgado bigote negro cuyos extremos colgaban sobre las comisuras de los labios.

El capitán y Lope se unieron al convoy. Durante el descanso del mediodía, cabalgaron hasta las cercanías del entoldado que habían construido para el rey, y el capitán preguntó a uno de los centinelas por el jefe de la guardia personal del monarca.

—¡Piérdete! —dijo el hombre. Más no se le pudo sacar.

Uno de los mozos de cuadra les dijo finalmente que se dirigieran al condestable del obispo de León. En Zamora, el condestable había perdido cuatro hombres que murieron envenenados por comer setas, y quizá él podría necesitar a un hombre armado.

El condestable no era más amable que el centinela con que se toparan cerca del entoldado del rey. Era un hombre corpulento y de cara redonda, a quien las penurias del viaje habían afectado ostensiblemente. Examinó al capitán con la desconfianza de un viejo prestamista.

—¿De dónde vienes? —preguntó al capitán en tono poco esperanzador.

—De Aragón —dijo el capitán.

—Eso está muy lejos de aquí —afirmó el condestable.

—Me llamó Raymond de Montmurat —dijo el capitán. La mirada del condestable se tomó todavía más desconfiada.

—¿A qué señor has servido? —preguntó.

—Al conde de Tolosa.

—¿Cómo vasallo del conde?

—Primero en la corte. Después como vasallo.

—¿Cuándo?

—Llegué a la corte del conde cuando era niño. El feudo me lo dio hace veinte años.

—¿Y cómo has venido a parar aquí?

—Es una larga historia —contestó el capitán.

El condestable le echó una mirada inquiridora. Luego llamó a uno de los sirvientes que estaban comiendo detrás de él y ordenó:

—¡Tráeme al francés!

El hombre se marchó, para volver un momento después con un hidalgo, un hombre bajo y corpulento de tupida cabellera oscura, más o menos de la misma edad que el capitán.

El condestable se reclinó en su asiento, miró a los ojos al capitán y le preguntó:

—Dime el nombre del conde.

—Pons, hijo de Guillem Taillefer —contestó el capitán sin hacer ningún gesto.

—¿Y la mujer del conde?

—Almodis, hija del conde Bernal de la Marche de Limousin.

El condestable levantó la mirada hacia el hidalgo, quien asintió apenas perceptiblemente.

—Bien —dijo el condestable, al tiempo que despedía al hidalgo con un movimiento de la mano—. Cuéntame tu historia, pero sin hacerla muy larga. Si es buena, podrás quedarte. Pero si es mentira lo descubriré.

En ese momento llegó desde la vanguardia del convoy la primera señal de trompeta, anunciando que debía reemprenderse la marcha. El escudero del condestable trajo el caballo y ayudó a montar a su pesado señor. También el capitán y Lope subieron a sus caballos.

—¿Por qué tanta desconfianza? —preguntó el capitán.

—Porque hay mucha gente que cuenta largas historias afirmando que tienen un nombre y que han servido a grandes señores —respondió ásperamente el condestable.

Sonó la segunda señal. El condestable se adelantó, colocándose al frente de la tropa del obispo. Hizo una señal al capitán para que se colocara a su lado. Lope se mantuvo justo detrás del capitán, al lado del escudero, quien se esforzaba en no prestarle atención.

—Te escucho —dijo el condestable.

El capitán comenzó su relato:

—Sucedió hace veinte años, tal vez veintiuno; no lo sé exactamente. Para el nacimiento de su segundo hijo, mi señor, el conde, hizo un regalo a un monasterio, que debía formar parte de la herencia del niño. En el regalo figuraba también un pequeño feudo: un castillo, un pueblo, un molino. Antes de que el regalo se hiciera efectivo, mi señor me dio como esposa a la viuda que vivía en el castillo. La mujer no tenía hijos, pero todavía estaba en edad de tenerlos, y un año después de la boda nacieron dos niñas. Sólo las vi crecer durante unos pocos meses, pues mi nuevo señor, el abad, viajó a Jerusalén, y yo tuve que acompañarlo. Seguimos la carretera hasta Luna, en Italia, y allí tomamos un barco. Cuando acabábamos de cruzar el estrecho de Messina, en Sicilia, se desató una tormenta. El barco fue empujado hacia los arrecifes y zozobró. Yo pude cogerme de una tabla y sobreviví. También mi ayudante salió con vida. El mar lo arrastró hasta la costa italiana y el muchacho pudo llegar a Luna. Allí visitó al comerciante al que yo le había entregado el dinero, por precaución. Cuando volvió a casa, contó que yo me había ahogado en el naufragio. Mi mujer lloró un tiempo, pero después se arregló y salió en busca de nuevos pretendientes. Pero yo me enteré de todo eso mucho más tarde.

Lope escuchaba el relato del capitán con gran atención. Conocía al capitán desde hacía tres años, desde que había llegado a Sabugal. Nunca se había preguntado cuál sería el origen del capitán; creía que había estado siempre en Sabugal. Tampoco había pensado mucho en por qué después de su huida el capitán le había repetido una y otra vez que no dijera ni una sola palabra del castellán o del conde, de Guarda o de Sabugal. «Hasta ahora siempre habías vivido en tu pueblo. Después llegué yo, te compré a tu padre y te llevé conmigo a Salamanca. ¡Ésa es la historia que tienes que contar si alguien te pregunta!» Esto le machacaba el capitán una y otra vez. El capitán debía de tener sus motivos, y en algún momento también Lope los averiguaría, algún día comprendería el porqué. Ahora su curiosidad no conocía limites. Era la primera vez que el capitán hablaba de sí mismo, la primera vez que Lope escuchaba su historia. Lo único extraño era que esa historia le pareciera tan familiar. Como si ya la hubiese oído antes.

—Así pues, estuve flotando en el mar cogido de una tabla —continuó el capitán—. Pasé dos días en el agua. Sólo el instinto de conservación, cosa que tenemos en común con los animales, me mantuvo con vida. A la mañana del tercer día me rescató una galera, una gran galera sarracena con quince filas de remeros. El barco atracó en un puerto de la costa de África: al–Mahdiyya. Vino un intérprete y empezaron a interrogarme. Me hice pasar por campesino. Todavía tenía la esperanza de poder hacer llegar noticias mías a mi gente para que me rescataran, y el dinero que pedían por el rescate de un caballero era doce veces más elevado.

»Como campesino, fui llevado a una finca y me pusieron una azada en la mano. Yo no sabía usar la azada, ni tampoco quería. Me apalearon y me tuvieron encadenado por las noches, hasta que, finalmente, confesé que yo sólo entendía de armas. No me creyeron. Pedí un escudo y una espada y lo demostré. Entonces me llevaron ante el emir. Tienen buenos jinetes, gente del desierto. Saben manejar el arco, la azagaya y la lanza corta a caballo, pero yo era mejor con el escudo y la espada. El emir me reclutó para su tropa. Estuve ocho años a su servicio.

—¿Y tu gente no envió el dinero del rescate? —preguntó el condestable.

—Ya no pensé en el rescate, ni en huir —respondió el capitán—. Al reclutarme para la tropa del emir me dieron una bebida de hierbas que me hizo olvidar todo lo que había ocurrido.

—¿Y después de esos ocho años?

—Ocho años después emprendimos una campaña contra el señor de Barqa —continuó el capitán—. Se llamaba Jabbara, y era el pirata más grande de cuantos asolan la costa entre al–Mahdiyya y Alejandría. Marchamos hacia la ciudad, y la mitad de nuestros hombres se pasó al otro bando. Jabbara había sobornado a todos los suboficiales. Yo fui tomado prisionero. Me dejaron elegir entre el mercado de esclavos y las tropas mercenarias de Jabbara. Entré a su servicio.

Lope oía hablar al capitán, oía cada palabra, pero, de repente, era otra la voz que sonaba en sus oídos, una voz vieja y quebradiza, interrumpida constantemente por la tos, una voz que hablaba un dialecto extraño que Lope tenía dificultad en entender, y que contaba con lentitud y pesadez aventuras increíbles sobre correrías corsarias en las galeras del gran pirata Jabbara de Barqa, sobre ataques a mercantes y barcos de romeros, luchas con arpones de abordaje, mujeres apresadas y tesoros incalculables. Lope tenía esa voz en los oídos, y conocía cada palabra del relato.

—Atacábamos todo lo que se ponía frente a nuestra proa —oyó decir Lope al capitán—. Barcos de Andalucía y de Sicilia, mercantes egipcios, italianos, griegos, cristianos y musulmanes; no hacíamos diferencias, capturábamos todo lo que no era lo bastante rápido para huir de nosotros, ni lo bastante fuerte para imponernos respeto. En otoño, cuando vendíamos nuestro botín en el mercado de Barqa, venían a tratar con nosotros comerciantes de Damasco y de Bagdad. Vivíamos como grandes señores. Cuando jugábamos a los dados, apostábamos únicamente oro. Seis años estuve en Barqa, hasta que nos topamos con un barco de Pisa que resultó superior a nosotros. Los pisanos mataron a toda la tripulación, a excepción de dos griegos y yo. Me llevaron a Pisa y de allí pude ir a Luna, y cuando volví a ver el puerto de Luna se desvaneció el efecto de esa maldita poción mágica y recordé a mi familia, mi castillo, mi patria.

»Me puse en camino. Cuando llegué a casa, nadie me reconoció. Habían pasado casi quince años. Me alojé en casa de un campesino, en el pueblo que pertenecía a mi castillo, para averiguar con calma qué había ocurrido durante esos años. Me enteré de que, debido a un trueque, mi castillo había pasado a manos del conde de Rouergue, y de que el conde había instalado en el castillo a su hermano bastardo y lo había casado con mi mujer. Acudí a mis viejos vecinos, pero nadie quiso ayudarme; el nuevo señor era un hombre muy poderoso. Luego, un día, una criada con la que una vez había intimado me reconoció en los baños gracias a una vieja cicatriz que tengo encima de la cadera.

Apenas el capitán mencionó la cicatriz, Lope lo vio todo con claridad. Vio al anciano, de noche, sentado junto al fuego de la cocina, remangándose cuidadosamente los pantalones para mostrar la cicatriz: una protuberancia roja del ancho de un dedo, en la parte interior del muslo. Lope lo recordaba perfectamente. El anciano había llegado un día a la puerta del castillo, cubierto de harapos, hambriento y enfermo de fiebre. El domingo, en la iglesia, se había acercado a la dueña, y la señora había sentido compasión por él y lo había acogido en el castillo. Estuvo en el castillo tres semanas, después murió, pero no sin antes contar su historia. La contó a todo el que quisiera oírla, lo mismo en la cocina que en el salón. Algunos se habían negado a creer su historia, pero la dueña sí que la creyó. Y ahora el capitán la había convertido en su propia historia. Sólo que la había alargado en los tres años que habían transcurrido desde entonces, y había cambiado el lugar de la cicatriz.

—A la maldita bruta de la criada no se le ocurrió otra cosa que correr donde mi mujer y ponerla al corriente —dijo el capitán—. Enviaron tres hombres a matarme, así que no me quedó más remedio que huir. Llegué a Narbona y volví a embarcarme. He servido en Ceuta y en Lisboa, y ahora busco un nuevo señor.

Calló. Estaba sentado muy derecho sobre la silla de montar, la cabeza mirando al frente.

—¿Y hablas el idioma de los moros? —preguntó el condestable.

—Puedo entenderme con ellos —dijo el capitán.

—Bien —dijo el condestable, inclinándose ligeramente hacia él—, hablaré con el obispo. Creo que podrás quedarte.

Dos horas antes de la puesta de sol llegaron a una ciudad llamada Cáceres y ocuparon el campamento, que había sido levantado con antelación. El condestable dejó a Lope y al capitán en manos de dos infanzones a quienes se les había confiado la vigilancia de la parte del campamento ocupada por el obispo. Al caer la noche, los llevó a la tienda de campaña del obispo.

Lope caminaba detrás del capitán, llevando su escudo y espada. Un capellán los recibió en el interior de la tienda, donde reinaba una oscura penumbra. El aire estaba tan cargado de humo que costaba trabajo respirar. Frente a la entrada de la tienda había una mesa y, sobre ella, un crucifijo, dos cirios y un brillante relicario de oro. A través de una cortina se podía ver al obispo, que, recostado entre cojines, yacía sobre un colchón, tosiendo y lanzando ayes. Con él estaban un segundo capellán y un hombre que le sostenía un vaso en los labios, seguramente un médico.

El capellán que los había recibido acercó la boca a la oreja del capitán.

—¿El condestable te ha puesto al tanto de las condiciones? —preguntó susurrando y, al ver que el capitán sacudía la cabeza en señal de negación, echó una mirada desdeñosa al condestable y añadió con voz apenas audible—: Recibirás mensualmente una pieza de oro en moneda mora, además de alojamiento, comida y regalos adecuados, como es costumbre.

—Dos piezas de oro —respondió el capitán igualmente en voz muy baja.

El capellán se volvió bruscamente, como si alguien le hubiera tirado de la sotana.

—¿Qué dices? ¿Con qué fundamento?

—Traigo armas y caballos propios —dijo el capitán.

El capellán tensó los labios.

—Este no es lugar para regatear —dijo mordazmente.

El condestable cogió al capitán del brazo.

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