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Authors: Frank Baer

Tags: #Histórico

El puente de Alcántara (94 page)

BOOK: El puente de Alcántara
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A finales del verano del año 1078, Ibn Ammar consiguió inducir al levantamiento a una parte de la nobleza urbana de Córdoba y a la comunidad judía. Hakam ibn Ukasha tuvo que huir, y murió asesinado por un judío de la ciudad en un puente del Guadalquivir. Con su muerte, también la provincia de Calatrava cayó en manos de las tropas sevillanas de Ibn Ammar, y con ella, todos los territorios de dominio toledano que se encontraban al sur del Guadiana. Poco después, Ibn Ammar logró reconquistar la fortaleza de Alcalá la Real, y los castillos de Jaén se declararon independientes de Granada, echaron a sus castellanes y se anexionaron a Sevilla.

Ese mismo año, Ibn Ammar recibió una carta de Aledo. La enviaba al–Djilliqi, la Gallega, viuda del antiguo qa'id de Murcia. En la carta, la Gallega le recordaba que el nieto que Dios le había concedido gracias a la ingeniosa ayuda de Ibn Ammar había cumplido ya los catorce años, lo cual lo capacitaba para hacerse cargo de la herencia de su abuelo. Sólo, que para que su nieto subiera al poder primero era necesario expulsar del trono al tío del heredero, Muhammad ibn Tahir, tarea tanto más sencilla por cuanto muchos ciudadanos de Murcia y gran parte de la nobleza sólo esperaban alguna ayuda de fuera para levantarse contra el usurpador.

La oferta de la Gallega abría la fabulosa perspectiva de extender de un momento a otro la zona de dominio sevillana hasta la costa oriental de la península, rodeando por todas partes a los dos únicos adversarios que le quedaban en el sur de Andalucía: Granada y Almería.

Ibn Ammar proyectó la campaña de Murcia para el año 1079. Sólo podía disponer de un reducido número de tropas propias, pues necesitaba la mayor parte del ejército sevillano para aseguran los territorios conquistados al norte y este de Córdoba. Así pues, estaba obligado a reclutar un ejército mercenario. Por consejo de Abú'l–Fadl Hasdai, el hadjib de Zaragoza, Ibn Ammar se volvió hacia Barcelona.

El condado de Barcelona tenía una posición singular dentro de los estados soberanos de la península. Había surgido de la Marca Hispánica, el único punto de apoyo al sur de los Pirineos que conservó Carlomagno tras su famosa campaña contra los sarracenos en España. Desde entonces, los condes de Barcelona siempre habían reconocido como señor al rey franco —mas tarde al rey francés—, y miraban más hacia Francia que cualquiera de sus vecinos peninsulares.

En el año 1079, cuando Ibn Ammar se dirigió a Barcelona, tuvo que vérselas con dos condes al mismo tiempo, debido a unas peculiarísimas normas de sucesión dejadas en su testamento por el gobernante anterior. Hagamos aquí un alto para conocer los antecedentes de este asunto, pues en ellos se desarrolla la historia de amor más turbulenta que nos ha llegado del siglo XI:

La historia de Almodis de la Marche
y Ramón Berenguer

El año 1052, Ramón Berenguer, conde de Barcelona, emprendió un viaje a Roma. Tomó la ruta terrestre, pues en aquel entonces Barcelona no era aún una potencia naval y el viaje por tierra era considerado más seguro. Al llegar a Narbona hizo un alto y, como visitante distinguido, fue recibido por el señor del lugar, el conde de Tolosa, quien precisamente se encontraba en esa ciudad portuaria del sur de Francia.

El conde Pons de Tolosa era un hombre de cincuenta y siete años, y uno de los señores más poderosos de Francia. Estaba casado con Almodis de la Marche, hermana del margrave de Limousin. La condesa asistió a la recepción. Cuando ella y el invitado se vieron por primera vez, debieron de salir chispas de los ojos de ambos. La tradición no dice nada al respecto, pero no pudo ser de otra manera.

Ramón Berenguer se apresuró a seguir camino a Roma, donde fue recibido por el Papa, y regresó lo más rápidamente posible, volviendo a detenerse en Narbona. Y esta vez se encontró en secreto con Almodis. Esto tampoco lo dice la tradición, pero tampoco pudo ser de otro modo, pues exactamente nueve meses después Almodis trajo al mundo mellizos, tan parecidos al conde de Barcelona que no quedaba la menor duda sobre su paternidad.

Todavía en Narbona, los amantes acordaron que el conde raptaría a Almodis y se la llevaría consigo. Una empresa disparatada, dadas las circunstancias.

El conde de Barcelona ya no era un chiquillo; la condesa de Tolosa ya no era una jovencita. Ambos estaban en la treintena y casados en segundas nupcias. La boda de Ramón Berenguer con su segunda mujer, Blanca, se había celebrado hacía apenas un año. Almodis tenía seis hijos, dos de ellos de su primer marido, Guy de Lusignan, y cuatro de su matrimonio con el conde de Tolosa. (El segundo hijo de este matrimonio sería luego el conde Raymond de St. Gilles, uno de los caudillos de la primera cruzada y uno de los más grandes caballeros de su época, cuya hija Philippie se casaría más tarde con Guilleaume X, duque de Aquitania. A su vez, la hija de éstos últimos, bisnieta de Almodis de la Marche, fue la famosa Alienor de Aquitania, reina primero de Francia y luego de Inglaterra, patrona de los trovadores y la mujer más notable del siglo XII europeo. Pero volvamos a su bisabuela).

Nada más regresar a Barcelona, Ramón Berenguer se dedicó a preparar el rapto acordado. En primer lugar, repudió a su esposa Blanca. Las leyes de la Iglesia prohibían el divorcio, pero la misma Iglesia había encontrado un elegante camino para eludir esta prohibición: el derecho canónico sólo permitía que se celebrara un matrimonio si los novios no tenían ningún pariente consanguíneo común en las últimas siete generaciones. Esta era una condición insalvable para los nobles que aspiraban a casarse. La nobleza europea estaba tan entremezclada y emparentada entre si que bajo tales condiciones ni siquiera habrían podido contraer matrimonio legitimo un príncipe español y una princesa noruega. Dicho en otras palabras: en aquella época, todos los matrimonios entre nobles eran ilegítimos a los ojos del derecho canónico. Para poder casarse, hacía falta obtener una cláusula de excepción de la Iglesia.

Luego, si alguien quería divorciarse, no tenía más que pedir a la instancia eclesiástica inmediatamente superior a la que había concedido la cláusula de excepción que la declarase nula. Era sólo cuestión de precio. Y la Iglesia ganaba por los dos lados. Si uno era rico, podía divorciarse siempre que quisiera.

El conde de Barcelona era lo bastante rico. Tras librarse así de su esposa, mandó llamar a su presencia a los miembros más distinguidos de la comunidad judía de su capital y envió emisarios al príncipe andaluz Ah ibn Mudhajid, señor de Denia, Tortosa y las islas Baleares. Los judíos de Barcelona mantenían estrechas relaciones con la numerosa e importante comunidad judía de Narbona. Ah ibn Mudjahib mandaba la mayor flota del Mediterráneo occidental. Ambos, los judíos y el príncipe moro, ayudarían a Ramón Berenguer a traer a Almodis a Barcelona sana y salva.

Ah ibn Mudjahib era musulmán, pero hijo de una cristiana. Su padre había sido un temido pirata, que había atacado Cerdeña y saqueado la ciudad portuaria de Luna. Luego, sin embargo, había sido vencido sorprendentemente por una flota de Pisa y Génova, perdiendo en el combate no sólo una gran parte de sus barcos, sino también a sus mujeres e hijos, entre ellos su hijo mayor, Ah, que tenía entonces nueve años. Era la primera gran victoria naval sobre los «sarracenos», hasta entonces considerados invencibles, y tuvo un gran eco en toda Europa. El príncipe heredero fue enviado como botín de guerra al káiser Heinnich II, a quien, como jefe supremo de la victoriosa marina italiana, le correspondía una quinta parte del botín de guerra. Así pues, Ah se crió en la corte del emperador alemán. Dieciséis años después, cuando su padre finalmente pudo rescatarlo, Ah hablaba un alemán muy fluido, como informan asombrados los cronistas andaluces.

Ah ibn Mudjahib acudió inmediatamente en ayuda del conde de Barcelona. Ordenó a su gobernador de la ciudad portuaria de Tortosa, a orillas de la desembocadura del Ebro, que pusiera a disposición del conde las galeras que éste deseara. Así, los judíos de Barcelona viajaron a Narbona en barcos andaluces y consiguieron raptar a Almodis, a pesar de que el conde de Tolosa había empezado a sospechar algo en el último momento y había encerrado a su esposa en su palacio.

La boda tuvo lugar poco tiempo después, en Barcelona.

El príncipe moro de Denia envió felicitaciones y regalos. Por el contrario, la nobleza de la Europa cristiana estaba irritada o, cuando menos, perpleja. Lo que los irritaba no era la ruptura en si de un matrimonio, sino el hecho de que Almodis y Ramón Berenguer se casaran por amor. Un matrimonio por amor, en una época en que los nobles prometían a sus hijos e hijas ya desde que eran niños, exigiéndoles pareja sólo por conveniencias económicas o políticas, era algo totalmente insólito.

La repudiada Blanca viajó de inmediato a Roma y se quejó ante el Papa, alegando que Ramón Berenguer no se había separado de ella en modo alguno por los motivos citados de un parentesco demasiado cercano, sino simplemente por amor a Almodis de la Manche, esto es, por motivos viles, al entender de los contemporáneos.

El Papa excomulgó a los amantes. El año siguiente repitió su excomunión, y un año después los maldijo por tercera vez. Tres años pasaron sin que los sacerdotes del condado de Barcelona pudieran celebrar misas. Los vasallos del conde fueron eximidos de todos sus juramentos de fidelidad y sus obligaciones feudales.

Almodis y Ramón Berenguer superaron también esta prueba. Hicieron unos cuantos regalos de cierto valor a los obispos de Barcelona y Gerona y obtuvieron a cambio un informe muy favorable sobre el parentesco del conde y su anterior esposa. Enviaron el informe a Roma. Además, el conde dejó entrever que estaba sopesando la posibilidad de, en el futuro, reconocer como señor ya no al rey francés sino al obispo de Roma. Acto seguido, el Papa cedió.

Entre tanto, los súbditos del conde habían aceptado sin más a la nueva condesa. Ésta participaba en el gobierno como nunca lo había hecho una condesa de Barcelona. Debe de haber sido una mujer impresionante, y encarnaba un ideal femenino al parecer extremadamente moderno. Cien años después, el monje normando William de Malmesbury todavía clamaba contra su «lascivia desenfrenada» (era un adversario de la bella Alienor de Aquitania, y quería atacar a la reina de los trovadores injuriando a su bisabuela). Por el contrario, el fuero urbano de Barcelona, escrito bajo la égida de la condesa, la llama «la muy juiciosa Almodis».

La historia de amor de Almodis y Ramón Berenguer tiene una continuación de final amargo. El culpable fue el derecho de sucesión vigente a la sazón, que confería al primogénito el derecho a heredar la totalidad del país natal de su padre. Sólo cuando el padre conquistaba o adquiría nuevos territorios durante su gobierno podía entregar éstos a sus otros hijos. Los mellizos que Almodis había traído al mundo no eran los primeros hijos de Ramón Berenguer. Aún vivía un hijo del primer matrimonio del conde, Pere Ramón, que poseía el derecho indiscutible a la sucesión.

Almodis, en su papel de madrastra, no le discutía este derecho, pero se afanaba, con el mismo empeño que había demostrado durante la historia del rapto, en conseguir una buena herencia también para sus mellizos. Estos se llamaban Ramón Berenguer y Berenguer Ramón. El primero, considerado el mayor por ser el primero que había visto la luz, era llamado «Cap d'Estopa», debido a su cabello rizado y para diferenciarlo de su padre, del mismo nombre. A este Cap d'Estopa compraron sus padres, por la monstruosa suma de ocho mil onzas de oro, el condado de Carcassonne–Rhaz~s, en el sur de Francia. Acto seguido, Almodis salió a la busca de una heredad adecuada para su segundo mellizo. Su amor hacia sus hijos tampoco conocía límites.

El sucesor legítimo, Pere Ramón, debió de ver en estos costosos afanes un despilfarro de su herencia. Asesinó a su madrastra, tuvo que huir y no volvió a vérselo más. Con el sacrificio de su vida, Almodis hizo finalmente de sus hijos los principales herederos del condado de Barcelona.

Cinco años después, cuando el conde se encontraba en su lecho de muerte, no le habría costado nada comportarse según el patrón habitual: dejar Barcelona al mellizo que había nacido primero, el Cap d'Estopa, y a su hermano el condado comprado en el sur de Francia. Pero, quizá porque eran mellizos, quizá porque amaba a ambos en igual medida, decidió hacer algo completamente distinto, e inaudito: dividió la herencia en dos mitades exactamente iguales, y no sólo en lo referente a las propiedades, sino también en lo que atañía al gobierno. Cada hijo recibía la mitad de los bienes, y debían turnarse el gobierno de Barcelona cada seis meses. Era un arreglo que, vistas las pautas de la época, sólo podía terminar con un fratricidio. Y así fue como terminó la historia. El Cap d'Estopa fue asesinado por su hermano.

A principios del año 1079, cuando Ibn Ammar volvió los ojos hacia Barcelona con la intención de reclutar allí una tropa de mercenarios para su campaña murciana, los dos hermanos seguían con vida. Berenguer Ramón gobernaba, y el Cap d'Estopa estaba libre para participar en la expedición. Llegaron a un acuerdo.

Al llegar la primavera, Ibn Ammar se puso en marcha con las tropas de Sevilla. Se encontró a la vieja Gallega, a quien sólo mantenía con vida su férrea voluntad de llevar a su nieto al poder, en su nido pedregoso de Aledo. Y se encontró con el nieto de ésta, que era su hijo.

Ibn Ammar había acudido al encuentro con una cierta expectación. La caída sufrida en Barbastro lo había privado de tener hijos; sólo tenía a éste, que no llevaba su nombre. Cuando lo tuvo frente a sí, sintió, desilusionado, que no albergaba ningún sentimiento paternal hacia el muchacho. Más bien le repelía. Se encontró con un quinceañero malcriado que si bien era simpático de aspecto, no tenía modales ni la menor educación: un granuja tosco en quien se notaba que se había criado en un castillo aislado, entre soldados y con una abuela demasiado condescendiente. Ibn Ammar advirtió con desagrado que el joven se le parecía extraordinariamente. Y como también otros se dieron cuenta del parecido, utilizó esto como excusa ante sí mismo para mantenerse lo más lejos posible del chico.

En mayo, Ibn Ammar avanzó con su ejército hacia las puertas de la ciudad, donde se reunió con las tropas de Barcelona. Muhammad ibn Tahír, el qa'id de Murcia, había sido informado a tiempo y se había atrincherado en el castillo de Monteagudo. Ibn Ammar no había contado con ello. Había prometido al Cap d'Estopa una suma de diez mil mithqales, además del botín que cayera en manos de sus hombres al apresar al qa'id. Pero éste hacía mucho tiempo que había puesto a buen recaudo su tesoro, y la gente de la ciudad no estaba dispuesta a reemplazarlo con su dinero mientras el qa'id siguiera en libertad. Ni siquiera permitieron que Ibn Ammar entrara en la ciudad con sus tropas, pues temían el ansia de botín de los mercenarios de Barcelona.

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