El puente de los asesinos (28 page)

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Authors: Arturo Pérez-Reverte

BOOK: El puente de los asesinos
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—Supongo que sabes de sobra cuanto tienes que hacer.

Callé, nublado el semblante cual si la suposición del capitán, en lugar de una absoluta certeza por su parte, me ofendiera. En realidad sus palabras sonaban a lamento velado, como si aquello lo privase de un pretexto para conversar un poco antes de que nos separásemos. Parecía que, aparte cuanto nos ocupaba las manos y la cabeza, no hubiese otra cosa que pudiéramos decir.

—Va a ser difícil —dijo.

Me miraba, aunque el tono era pensativo, íntimo. Se habría dicho que mi presencia removía en sus adentros la certeza de esa dificultad, y que yo era el único obstáculo entre él y su perfecta indiferencia ante el Destino. Los ojos de soldado viejo me pasaban revista: coleto de ante grueso, polainas de cuero, guantes, espada —había elegido una bilbaína con cazoleta de conchas y hoja corta y afilada—, puñal y mi buena daga de misericordia. Llevaba al cinto más hierro que Vizcaya. También me había recogido el pelo, que tenía negro y abundante, en un pañuelo anudado tras la nuca, a usanza de galera, hábito adquirido en Nápoles y el corso por Levante. Me lo ponía siempre para reñir, y así habría podido pasar sin él como médico sin guantes y sortija, boticario sin ajedrez o barbero sin guitarra.

—Sebastián es un buen hombre —añadió el capitán.

Lo conocía tan bien que casi pude seguir el hilo de sus pensamientos. Sebastián Copons era, en efecto, un buen hombre: soldado seco y duro, tanto como el propio Alatriste. Nadie mejor que el aragonés para cuidar de mí si las cosas se torcían más. Fuera del capitán, el mejor compañero en caso de que llovieran mosquetazos y cuchilladas.

—También el moro —apunté.

—Sí —convino—. Gurriato también lo es.

—Y los otros son brava gente. Hombres de chapa y de caletre.

Asintió de nuevo, con aire abstraído. Parecía pensar en él y los camaradas, títeres de sus propias incertidumbres y ambiciones, carne de cuchillo en los manejos de reyes y poderosos.

—Sí —repitió—. De chapa abollada.

Había sacado unos papeles doblados que llevaba dentro del coleto y los contemplaba, dubitativo. Reconocí entre ellos el plano de Venecia y el croquis del Arsenal que nos había hecho llegar el capitán Maffio Sagodino.

—Si algo saliera mal... —empezó a decir, ofreciéndome el plano.

—Nada saldrá mal —interrumpí, rechazándolo.

Me estudió un instante con extrema atención, y creí adivinarle un apunte de sonrisa melancólica. Después fue a la estufa, abrió el portillo y lo metió todo dentro.

—En cualquier caso, procura llegar a las barcas. Y a esa isla.

—No será necesario, capitán... Nos veremos en el palacio del dogo, metiendo las manos en sacos de oro.

Los papeles y el plano se habían convertido en cenizas. Cerró el portillo de la estufa y nos quedamos callados, uno frente al otro. Yo me impacientaba. Era hora de irse.

—Íñigo.

—Dígame vuestra merced.

Dudó un momento, antes de hablar.

—A veces, cuando eras un crío, te miraba dormido.

Me quedé inmóvil. No esperaba aquello. Mi antiguo amo seguía de pie junto a la estufa, una mano apoyada en la cazoleta de la espada que pendía a su costado.

—Pasaba horas mirándote —añadió—. Dándole vueltas a la cabeza... Maldecía de la responsabilidad.

También yo te miraba de lejos, pensé de pronto. Armándote taciturno para salir a ganar unos maravedíes que nos dieran de comer. Ahogando luego remordimientos mientras bebías en silencio, en la penumbra de nuestro pobre cuarto. Te oía caminar cada noche, desvelado como un fantasma en la oscuridad. Hacías crujir el suelo de madera con pasos interminables, canturreando y recitando versos entre dientes para aliviar el dolor de las viejas heridas.

Todo eso pensé en un instante. Habría querido decírselo en voz alta, pero me contuve. Que si la madurez es fría y seca, la mocedad resulta caliente y húmeda: temí que la inesperada ternura que de pronto me removía por dentro se traicionara en mi voz. Fue el capitán quien remató el asunto, encogiéndose de hombros.

—Pero son las reglas —dijo.

Se apartó de la estufa para dirigirse a la cama donde estaban nuestras capas y sombreros —observé que había cambiado el de castor por su chapeo habitual de faldas anchas—. Al pasar por mi lado se detuvo, muy cerca.

—Nunca olvides las reglas. Las propias... En gente como nosotros, es lo único a lo que acogerse cuando todo se va al carajo.

Las pupilas eran puntos negros en el centro de aquellos iris glaucos y tranquilos, semejantes al agua de los canales fríos de Venecia.

—No lo olvido —repuse—. Es la primera cosa que aprendí de vuestra merced.

Un súbito agradecimiento suavizó su mirada. De nuevo entreví el apunte de sonrisa melancólica bajo el mostacho.

—Contigo no siempre he sabido... Bueno. Cada cual es como es.

Para disimular —sentía flaquear mi firmeza, y no quise que el capitán lo advirtiera— cogí la capa y me la puse por encima, cubriendo la ferretería. El observaba cada uno de mis movimientos.

—Lo hice lo mejor que pude —dijo de pronto.

Pese a su deliberada brusquedad, el tono me conmovió. Maldito seas, pensé. Aún acabaremos abrazados como dueñas viejas.

—Lo hicisteis bien, capitán... Hasta la Lebrijana lo hizo bien —palmeé mi costado zurdo, que resonó con tintineo de acero—. Tuve un hogar y una daga. Conozco la esgrima, la gramática, las cuatro reglas y algo de latín. Sé escribir con buena letra, a veces leo libros y he visto mundo... ¿Qué más puede pedir el huérfano de un soldado de Flandes?

—Tu padre quería otro oficio para ti. Algo de pluma y tintero. El licenciado Calzas, el dómine Pérez y don Francisco te habrían encaminado por ahí... Lejos de esto.

Abroché el fiador de la capa y me calé el pañuelo encima del sombrero, a lo bravo, inclinado sobre un ojo.

—Esta noche mi padre estaría orgulloso de mí, supongo.

—Claro. Lo que digo es que...

—Me sobra con eso.

Miré hacia la puerta, procurando parecer impasible. Estaba a punto de ponerme los guantes cuando el capitán tendió su mano desnuda.

—Ten precaución ahí afuera, hijo.

El recuerdo reciente de su daga en mi gorja me hizo dudar un instante. Observé aquella mano recia, áspera, con los nudillos y el dorso surcados de tantas marcas y cicatrices como la cazoleta de una espada veterana. Luego, ya sin vacilar, la estreché con la mía. Aún íbamos a vernos en la taberna del puente de los Asesinos antes de que todo empezara, pero allí no habría ocasión de cambiar verbos.

—Cuídese también vuestra merced, capitán.

Salí de la habitación, y al cruzar el pasillo entreví al extremo, recortada en el contraluz de un candil de garabato puesto junto a la puerta de góndolas, la silueta negra e inmóvil de Gualterio Malatesta, que allí aguardaba al capitán Alatriste como el ángel malo de la noche. En el hato está el lobo, me dije, apiadándome de las ovejas. Gentiles guadañas iban a ser, cuando desnudaran centellas, aquellos dos aceros juntos. Seguí adelante sin dirigir palabra al italiano y salí a la calle, cruzando la placita cubierta de nieve que daba al soportal en forma de túnel. La noche era húmeda como pañuelo de recién casada, y el frío me condensaba el aliento. Al extremo del soportal, frente a la hostería de la Madonna, miré a un lado y a otro para asegurarme de que no había presencias extrañas. Luego me embocé en la capa, arrisqué más el fieltro y tomé a buen andar el camino de Rialto, buscando el otro lado del canal grande. A veces me cruzaba con pequeños grupos de vecinos y gente suelta, aunque la mayor parte de las calles estaban poco transitadas. La noche era cerrada y negra, pero la nieve que cubría el suelo, amortiguando el ruido de mis pasos, destacaba el contraste de edificios, objetos y sombras. Algunas ventanas lucían iluminadas, y entreví tras los vidrios a personas reunidas en torno a chimeneas y mesas llenas de viandas. En los hogares venecianos era momento de la cena familiar; y yo, que por experiencia sabía que no deben arriesgarse estocadas con la tripa llena —recordaba a hombretones heridos en el vientre revolcándose de dolor—, no había tomado otra cosa que un tazón de brebaje negro, de granos orientales molidos, llamado kahavé, que despabilaba los ojos y alejaba el sueño. El vacío del estómago me acicateó la melancolía al pasar ante casas, bodegones y tabernas, de cuyo interior oí rumor de voces y cantos regocijados que empezaban a celebrar la Nochebuena. Noche de paz, decían. Noche del Niño, noche de Dios. Pensé en mi madre y mis hermanillas cenando junto al fuego, en nuestra humilde casa de Oñate, y en la última Nochebuena que, siendo criatura, pasé allí junto a mi padre, antes de que éste partiese a encontrar su negra fortuna ante los muros de Jülich. Me sentía solo, hambriento y asustado, caminando hacia el puente de los Asesinos. Bajo la capa, el metal de mis armas me helaba el flanco. Hacía un frío luterano, y pensé que tal vez nunca viese amanecer.

IX. La misa de gallo

N
o hubo cena de Nochebuena en casa de donna Livia Tagliapiera. La cortesana estaba de pie junto a la ventana del salón grande, mirando la noche. La única luz de la habitación era la del fuego que crepitaba en la chimenea de mármol.

—Es la hora —dijo Diego Alatriste.

Ella no se volvió. Vestía su larga bata doméstica, con una toquilla de lana sobre los hombros, y llevaba el cabello recogido en la cofia de randas. Alatriste dio unos pasos sobre la alfombra, acercándose. Había ido al piso superior a despedirse. Capa doblada al brazo y sombrero en la mano zurda.

—Quizá sea peligroso permanecer aquí —dijo.

La mujer no dio muestras de oír el comentario, pues siguió inmóvil, vuelta hacia la ventana. Pese a la luz rojiza y móvil que la iluminaba lateralmente, su piel seguía pareciendo tersa y blanca.

—Puede salir bien, o puede salir mal —insistió él.

No le gustaba imaginarla en manos del verdugo. Y si las cosas se torcían más, alguien podía acabar yéndose de la lengua tarde o temprano. Habían aconsejado a la cortesana que abandonase la ciudad durante unos días, hasta ver en qué paraba todo; pero ella acogió la propuesta con indiferencia. Tengo mis recursos, había dicho. Mis protecciones. Los medios para componerme con unos o con otros.

Alatriste admiró una vez más el perfil veneciano de donna Livia, y también sus formas rotundas bajo la seda de la bata cortada a manera de túnica. El recuerdo de aquel hermoso cuerpo, recorrido hasta sus más íntimos secretos, le causaba una sensación de profunda nostalgia: carne tibia, deliciosa, inalcanzable ahora; y en su lugar una lejanía gélida e irremediable. Ese desamparo hacía difícil soportar la urgencia de salir afuera, al frío de la noche.

—Quería despedirme —dijo.

No dejaba de sentirse confuso. Casi torpe. Un grano de donosidad todo lo sazona, decían los gentilhombres. Pero él no lo era, y de donoso tenía menos que lo justo. Tales desenvolturas no eran propias de su vida ni su oficio. Tampoco de su talante. Cavilando sobre ello, tardó en advertir que la mujer se había vuelto a medias, el rostro a un lado, y lo miraba.

—Buona fortuna —dijo, inexpresiva.

—Todo fue... —Alatriste vaciló de nuevo, buscando la manera—. Quiero decir que os estoy reconocido... Que gracias.

—¿Perqué?

Los ojos almendrados, castaños y grandes, seguían fijos en él. Que al cabo frunció el ceño, incómodo. Su flaqueza melancólica se había esfumado por completo. De pronto deseaba hallarse lejos, haciendo cosas que le ocuparan la voluntad. Cosas de toda la vida. En materia de cordura, para hombres como él cualquier variedad resultaba suicida.

—Tenéis razón —admitió.

La Tagliapiera había alzado un poco una mano. Alatriste la tomó un momento en la suya, inclinó la cabeza y depositó un beso rápido, rozándola apenas con el mostacho. Al hacerlo, el mango de su daga tintineó contra la cazoleta de la espada. Y cuando alzó la cara, la mujer seguía mirándolo. No dejó de hacerlo durante el tiempo que él empleó en volver la espalda y cruzar el salón, dirigiéndose a la puerta mientras se ponía la capa sobre los hombros. Una idea súbita lo hizo detenerse en el umbral.

—Mi nombre no es Pedro Tovar —dijo, todavía con el sombrero en la mano.

—Lo só —respondió ella.

—Me llamo Diego.

La cortesana seguía junto a la ventana. De lejos, a la luz indecisa de la chimenea, Alatriste creyó verla sonreír.

—Grazie, don Diego.

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