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Authors: Patrick O'Brian

Tags: #Aventuras, Historico

El puerto de la traición (11 page)

BOOK: El puerto de la traición
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—Buenas tardes, profesor Graham —dijo el doctor Maturin, entrando en la habitación de su colega—. Vengo del fondo del mar.

—Sí, ya sé que estaba allí —dijo Graham, apartando la vista de sus documentos y mirándole—. Desde las barracas algunos pudieron ver con prismáticos cómo bajaba en su caldero, y el coronel Véale apostó dos y media contra una a que usted nunca volvería a subir.

—Espero que ese hombre malvado e inhumano haya perdido.

—Naturalmente que ha perdido, puesto que está usted aquí —dijo Graham con impaciencia—. Pero, sin duda, hablaba usted en broma otra vez. A juzgar por sus zapatos y sus medias, el fondo del mar está cubierto de lodo maloliente.

—Sí, está cubierto de una capa ondulada de lodo gris amarillento que tiene un extraño brillo, pero… ¡hay tantos anélidos allí, estimado Graham! Hay cientos de miles de anélidos de al menos treinta y seis clases diferentes, unos con filamentos y otros sin ellos. Y espere a que le cuente lo que he aprendido de los holotúridos, las babosas de mar, los cohombros de mar…

—¿Cohombros de mar? —preguntó Graham, anotando algo, y por fin hizo una pausa—. Eche un vistazo a esta lista y dígame su opinión. Estoy casi completamente satisfecho del conjunto de platos que he escogido, pero no de los puestos que he asignado a los invitados. Además de los oficiales de marina de diferentes rangos, vendrán caballeros de la región montañosa de Escocia que pertenecen a diferentes clanes, y debo tener en cuenta quién tiene primacía sobre los otros miembros de su clan y qué clan tiene la primacía sobre los demás, de lo contrario habrá problemas. ¿Se imagina lo que pasaría si se diera más importancia a un McWhirter que a un MacAlpine? En una reunión informal como ésta, nosotros no tenemos en cuenta la categoría de los militares, aunque, indudablemente, los oficiales del Cuadragésimo Segundo Regimiento no querrán que se antepongan a ellos los de ningún otro regimiento escocés.

—Lo que debe hacer es numerar los asientos, echar los números en un sombrero y dejar que cada uno saque uno. Puede pasar el sombrero diciendo algo gracioso.

—¿Algo gracioso? ¡Uf, cuánto me gustaría que ya hubiera acabado!

—Estoy seguro de que le gustará el banquete en cuanto empiece —dijo Stephen, mirando el menú—. ¿Cómo son estos nabos?

—Son nabos con salsa. No sólo me gustaría que hubiera acabado el banquete, sino también todo lo demás. Quisiera volver a mi país y llevar una vida tranquila, estudiando y dando clases. Echaré de menos su compañía, Maturin, pero me alegro de irme. Me huele mal la situación de Malta, mejor dicho, la organización de los servicios secretos en Malta. Hay demasiados hombres trabajando aquí y hay demasiados que tienen la lengua suelta. Hay algunos planes que se pondrán en ejecución en Berbería que no me gustan, y si se tiene en cuenta lo que Mehemet Alí opina realmente del Sultán, el asunto del mar Rojo parece una empresa de dudoso resultado. Hay muchas cosas que no me gustan en absoluto —dijo y, después de una pausa, mirando fijamente a Stephen, preguntó—: ¿Ha oído hablar de un hombre llamado André Lesueur?

Stephen estuvo pensativo unos momentos.

—Creo que es un agente secreto y que pertenece al grupo de Thévenot, pero no sé nada sobre él ni le he visto nunca.

—Le vi en París durante la paz. Supe quién era porque uno de nuestros agentes me lo dijo. Pues bien, estoy casi seguro de que le he visto hoy en la calle Real, caminando como si estuviera en su país, cuando usted estaba en su embarcación. Di la vuelta discretamente y traté de seguirle, pero había demasiada gente.

—¿Cómo es?

—Es un hombre bajo, estrecho de hombros, un poco encorvado, pálido, y tiene un gesto triste. Llevaba una chaqueta negra con botones de tela y calzones de color pardo claro. Tendrá alrededor de cuarenta y cinco años y parece un hombre de negocios o un comerciante importante. Puesto que usted no estaba y no confío en la discreción del secretario, fui a ver al señor Wray.

—¿Ah, sí? ¿Y qué le dijo?

—Me escuchó con mucha atención y me recomendó que no se lo dijera a nadie. Es mucho más inteligente de lo que suponía. Está tratando de atar cabos para hacer un
coup de filet…

—¡Ojalá tenga éxito! Tengo la impresión de que los franceses están tan afianzados en Malta como lo estábamos nosotros en Tolón en 1803. Entonces nos enterábamos de cualquier movimiento de barcos, tropas y armas apenas veinticuatro horas después que ocurría.

—¡Ojalá! Pero eso no pondrá fin a la rivalidad entre los militares y los marinos que se encuentran en la isla, ni a la división entre los consejeros, ni a las indiscreciones, ni al constante ir y venir de extranjeros y nativos descontentos. Tampoco pondrá fin al inoportuno celo del nuevo comandante general y sus colaboradores.

—Probablemente tendremos más información sobre eso y sobre la situación en general cuando convoque una reunión. Como usted sabe, su navío ha sido divisado al oeste de Gozo, y si el viento cambia, podrá llegar aquí mañana o pasado mañana.

—Dudo que nos diga muchas cosas. En una reunión de esa clase, en la que estarán presentes el señor Hildebrand y los militares y, además, habrá varios asistentes que verán a los otros por primera vez, es probable que no se digan más que tópicos. ¿Quién va a decir lo que sabe sobre asuntos confidenciales delante de extraños? Estoy seguro de que el señor Wray se limitará a hablar en general de los asuntos, y yo no voy a decir nada. No diría nada aunque no estuviera presente Figgins Pocock, ese patán orejudo.

Stephen sabía que el señor Pocock, un distinguido orientalista que acompañaba al almirante sir Francis Ives como consejero para asuntos árabes y turcos, había discutido con el profesor Graham sobre una edición de un libro de Abulfeda, y que ambos habían escrito artículos atacando duramente a su oponente, y pensaba que eso podía influir en la opinión de Graham sobre la manera en que el comandante general trataba los asuntos orientales. No obstante eso, admitió que Graham tenía razón cuando dijo:

—La atmósfera que hay en Valletta no es buena. Aunque el señor Wray solucionara las dificultades actuales, no mejorará, porque hay división entre los altos cargos y rivalidad y animadversión a todos los niveles, y los que tienen el mando son tontos. Por eso, en vista de que se quedará usted aquí durante un tiempo, creo que sería mejor que se mantuviera a distancia de los demás y que se ocupara de la medicina, de las ciencias naturales y de su campana.

—Sí, eso es lo mejor —dijo Stephen, poniéndose de pie—. Pero ahora tengo que ocuparme de las medias y, sobre todo, de los zapatos. Estoy invitado a una elegante
soirée
, a la fiesta-concierto que se celebra en casa de la señora Fielding, y tengo que ir enseguida, pero me parece que despedirán un olor horrible cuando se sequen. ¿Cree que podré limpiarlos frotándolos con algo?

—Lo dudo —dijo Graham, examinándolos más de cerca—. Las partes que aún están mojadas tienen adheridas una sustancia untuosa que hacen suponer que esa medida no es efectiva.

—Puedo cambiarme la chaqueta, la camisa y las medias —dijo Stephen—, pero éste es el único par de zapatos que tengo.

—Debería haberse puesto un par viejo para bucear —dijo el profesor Graham, que no había estudiado ética inútilmente—. O tal vez botas de media caña. No me importaría
prestarle
un par, aunque tienen hebillas de plata, pero tienen que venirle grandes por fuerza.

—Eso no importa —dijo Stephen—. Se pueden rellenar con pañuelos, papel o hilas. Mientras los talones y los dedos de los pies hagan presión sobre algo que sirva de sostén, las dimensiones externas del zapato no tienen importancia.

—Eran de mi abuelo —dijo el profesor Graham, sacando los zapatos de una bolsa de tela—, y en su época era corriente que los hombres los usaran con tacones de corcho de dos pulgadas para parecer más altos.

El violoncelo de Stephen, que ahora estaba metido en el estuche almohadillado donde él lo guardaba cuando hacía viajes por mar, era voluminoso, pero no pesado, y a él no le daba vergüenza llevarlo por la calle. No eran el peso del instrumento ni la vergüenza las causas de que jadeara y se detuviera a menudo para descansar sentado en un escalón, sino un dolor atroz. Su teoría sobre el tamaño de los zapatos era errónea, y había tardado poco tiempo en comprobarlo. La tarde era extremadamente calurosa, y las medias que llevaba puestas, las únicas que tenía limpias, no eran de seda sino de lana, y los pies, además de dolerle por estar torcidos debido a los tacones, se le habían hinchado apenas había recorrido las primeras doscientas yardas, y se le habían llenado de ampollas y rozaduras antes de que llegara a la calle Vescovo. Como caminaba tambaleándose, parecía que estaba borracho, y un pequeño grupo de prostitutas y niños callejeros le acompañaban con la esperanza de sacar provecho de las circunstancias.

Se volvió a sentar en una esquina, bajo la imagen mal iluminada de San Roque, y se dijo: «Calor, rubor, dolor… Esto no puede continuar; sin embargo, si me quito los zapatos, no puedo llevarlos en las manos junto con el violonchelo y, además, cualquiera de estos pilluelos podría cogerlos y huir con ellos, y entonces, ¿qué le diría yo a Graham? Por otra parte, no me atrevo a confiarles mi instrumento porque me parece que son torpes y que no lo cogerán como es debido, entre los dos brazos, como si fuera un niño débil y enfermo. Si alguna de estas prostitutas baratas fuera amable… Pero todas tienen cara de pocos amigos. Me encuentro en un dilema».

Analizó las dos soluciones, pero no se decidió a recurrir a ninguna, y en ese momento un grupo de tripulantes de la
Surprise
que estaban de permiso doblaron la esquina de la calle San Roque y se toparon con él. Enseguida se ofrecieron a llevar sus zapatos, y uno de ellos, un marinero del castillo de mirada siniestra, que probablemente había sido pirata en su juventud, dijo que llevaría el gran violín y que el cabrón que se atreviera a reírse de él o a pedirle que tocara algo lo iba a lamentar.

Podía decirse que los tripulantes de la
Surprise
no estaban borrachos ni siquiera alegres si se comparaba su embriaguez con las borracheras que los marineros solían coger, pero caminaban tambaleándose y dando tropezones y se detenían de vez en cuando para reírse o discutir, y cuando dejaron al fin a Stephen en la verja de la casa de Laura Fielding, era tarde; tan tarde que cuando empezó a recorrer el pasillo cojeando, oyó en el patio, que aún no podía ver, las notas que salían del violín de Jack Aubrey seguidas por las de una quejumbrosa flauta.

«La próxima vez dejaré el violonchelo en casa de la hermosa criatura», se dijo mientras esperaba tras la puerta a que la música cesara. Entonces, escuchando con atención el nítido sonido de la flauta, pensó: «Creo que ese sonido es de un
flauto d'amore
. Hacía tiempo que no lo oía».

El movimiento terminó con un floreo convencional. Stephen entró al patio deslizándose por entre las hojas de la puerta, bajó la cabeza para indicar que se excusaba, se sentó en un frío banco de piedra y puso el violoncelo a su lado. Laura Fielding, que estaba sentada al piano, le sonrió amablemente, el capitán Aubrey le lanzó una furiosa mirada y el conde Muratori, que en ese momento se acercaba la flauta a los labios, le miró con indiferencia. No podía ver a la mayoría de las demás personas porque quedaban ocultas por el limonero.

La composición musical no era importante, pero cuando Stephen se quitó los zapatos, sintió una gran satisfacción oyendo las caprichosas combinaciones de sonidos en medio de la cálida y suave brisa, aspirando el aroma del limonero, un aroma fuerte, aunque no demasiado, y tan bien conocido, y observando las luciérnagas que estaban más allá de los faroles, en el rincón más oscuro del patio. Éstas formaban caprichosas combinaciones de luces, y Stephen pensó que con ayuda de la imaginación podían dejar de tenerse en cuenta algunas notas y algunas luciérnagas innecesarias y hacerse coincidir las dos clases de combinaciones.

Ponto atravesó el patio despacio, se acercó a él y le olfateó. Entonces hizo un gesto de desaprobación, esquivó su caricia, se alejó de él otra vez y, dando un suspiro de descontento, se echó entre las luciérnagas. Poco después se lamió sus partes pudendas, haciendo tanto ruido que casi no se pudo oír un fragmento
pianissimo
interpretado por la flauta y Stephen dejó de seguir el desarrollo de la composición. Entonces pensó en las luciérnagas que había visto, incluso en las que había en América, y en lo que un entomólogo de Boston le había contado sobre ellas. Según aquel caballero, las luciérnagas de diferentes especies hacían diferentes señales luminosas para expresar su deseo de unirse sexualmente unas con otras. Esa manera de obrar era lógica y, sin duda, loable, pero lo que no era loable era que las hembras de una especie, por ejemplo, la A, no impulsadas por la pasión amorosa sino por la voracidad, imitaban las señales de las de otra especie, por ejemplo, la B, y los machos de esta última, sin sospechar nada, en vez de caer en un fosforescente lecho nupcial caían en un horrible tajador.

La música terminó y se oyeron unos breves aplausos. La señora Fielding se levantó del piano y fue al encuentro de Stephen, que le presentó sus excusas.

—¡Oh! —exclamó ella al bajar la vista y ver que Stephen estaba en calcetines—. ¡Se le han olvidado los zapatos!

—Señora Fielding —dijo Stephen—, amiga mía, no me olvidaré de ellos mientras viva, porque me han hecho mucho daño. Pero pensaba que no era preciso que yo observara rigurosamente la etiqueta porque teníamos mucha confianza.

—¡Naturalmente que tenemos mucha confianza! —dijo ella, apretándole el brazo afectuosamente—. Yo también me quitaría los zapatos en su casa si me hicieran daño. ¿Conoce a todo el mundo? ¿Al conde Muratori? ¿Al coronel O'Hará? Venga a beber un vaso de ponche frío. Traiga los zapatos y los llevaré a mi dormitorio.

Ella le condujo a la casa, y cuando Stephen entró, vio que la ponchera estaba colocada donde solían estar las jarras de limonada. Pero los cambios no terminaban allí, porque las galletas de Nápoles habían sido sustituidas por anchoas y rebanaditas de pan untadas con una pasta picante. Además, la señora Fielding había pasado varias horas en la peluquería y había tratado de mejorar el aspecto de su cutis, hermoso por naturaleza, delante de un espejo bien iluminado, si bien Stephen, que estaba pensando en sus pies y en la sonata que iba a tocar y que apenas había ensayado, no se dio cuenta de eso, aunque se fijó en que se había perfumado y llevaba un vestido rojo muy escotado. A Stephen no le gustó el vestido. Pensó que los pechos hermosos medio descubiertos atraían a muchos hombres, entre los que se encontraba Jack Aubrey, quien se había quedado desconcertado muchas veces al verlos, y que no era justo que una mujer provocara deseos que no tenía intención de satisfacer. Tampoco le gustó el ponche, porque estaba muy fuerte, demasiado fuerte. Luego, al morder el pan con la pasta roja, volvió a jadear. Bajo el sabor picante notó el de algo conocido de cuyo nombre no podía acordarse en pocos minutos, así que le fue imposible recordarlo, ya que, por cortesía, enseguida tuvo que felicitar a Laura Fielding por el ponche que había preparado, asegurarle que aquellas cosas picantes eran ambrosía y comerse otra para demostrarlo, e intercambiar frases corteses con los otros invitados. Le parecía que la atmósfera en que se celebraba la fiesta era distinta a la que había cuando se habían celebrado otras, y eso le entristeció. Probablemente no era tan alegre como otras fiestas porque Laura Fielding se esforzaba demasiado porque lo fuera, tanto que tenía los nervios de punta, y porque al menos algunos hombres tenían más interés en ella que en la música que tocaba. Pero cuando Jack Aubrey se le acercó y le dijo «¡Ah, ya has llegado, Stephen! ¡Por fin has llegado! ¿Fue bien la inmersión?», recuperó la alegría porque recordó aquella maravillosa tarde y contestó:

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