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Authors: Patrick O'Brian

Tags: #Aventuras, Historico

El puerto de la traición (17 page)

BOOK: El puerto de la traición
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—… llegar al mar Rojo, donde realizaremos una misión que requiere mucho esfuerzo y que probablemente sea peligrosa, soportando un terrible calor y muchas incomodidades.

Mientras hablaba, había notado un brillo de alegría en los ojos del señor Martin, a pesar de que el pastor hacía grandes esfuerzos por mantener una expresión grave.

—Por otra parte —continuó Jack—, debo decirle que la Armada no fue creada para los que quieren recoger insectos y beleño en lejanas playas coralinas y que se irritan cuando se les pide que cumplan con su deber. Rezongar y fruncir el entrecejo… —dijo, alzando la voz, pero se interrumpió al darse cuenta de que Stephen no iba a responder—. Será un placer para mí estar en su compañía, y estoy seguro de que también lo será para los marineros que fueron compañeros de tripulación suyos en el
Worcester
. Ni ellos ni yo hemos olvidado cuánto trabajó usted para preparar el oratorio. Tal vez podríamos oír un par de cánticos una tarde, ya que algunos de sus antiguos discípulos están a bordo.

El señor Martin dijo que si las serpientes, el esfuerzo, el peligro, el calor y las incomodidades eran el precio que había que pagar por ver un arrecife de coral, aunque fuera brevemente, le parecía muy bajo, y que cumpliría con su deber sin rezongar, y añadió que se alegraba de estar con sus antiguos compañeros de tripulación otra vez.

—Ahora que me acuerdo, esta misma mañana me lamentaba de la falta de un pastor —dijo Jack—. Los marineros tienen una conducta licenciosa, y se me ocurrió que…

Estuvo a punto de decir: «un buen sermón en que les amenazara con el fuego del infierno les asustaría tanto que se comportarían bien», pero pensó que no era correcto decir a un pastor lo que debía hacer y terminó diciendo:

—… sería conveniente celebrar oficios religiosos, pues oirían palabras sensatas, o sea, condenando el vicio y el libertinaje. ¿Qué pasa, Killick?

—El señor Mowett me ha pedido que le molestara, señor… —dijo Killick, y puesto que le gustaba ser el primero en dar las noticias, añadió—: Es que no sabe dónde alojar al caballero extranjero.

—Dile que pase y trae otra silla y otra copa.

El caballero extranjero era el intérprete, y Mowett, después de sentarse y beber una copa de oporto, preguntó dónde debía comer y si debía colgar su coy en la proa o en la popa.

—No sé dónde deben comer los intérpretes —dijo Jack—, pero el comandante general dijo que éste era un hombre docto y tenía recomendación del señor Wray, así que debería comer en la cámara de oficiales. Le vi cuando subió a bordo, y me pareció bastante alegre a pesar de ser sabio, por lo que creo que a usted no le molestará que coma allí, y aunque así fuera, espero que sólo tenga que hacerlo una semana, o incluso menos, si continúa soplando este viento favorable, el viento que acompañó a Nelson. Recuerdo que en el año 1798, cuando buscábamos la flota francesa, fuimos del estrecho de Mesina a Alejandría en siete días…

Recordaba claramente aquellos largos días de verano en que quince barcos de guerra navegaban por las aguas azules jaspeadas de blanco con rumbo este y a gran velocidad, con las alas superiores e inferiores, las sobrejuanetes y las monterillas desplegadas, mientras el contraalmirante Nelson caminaba de un lado a otro del alcázar del
Vanguard
desde el amanecer al ocaso. Recordaba el fragor de la batalla en medio de la noche, las llamaradas de los cañonazos rasgando una y otra vez la oscuridad, el impresionante estampido de la explosión de
L'Orient
, después de la cual, durante unos minutos hubo completa oscuridad y silencio. Contó cómo habían hecho la búsqueda de la flota francesa y después hicieron regresar su escuadra de Alejandría a Sicilia y llevarla otra vez de Siracusa a Alejandría, y dijo:

—… y al final la encontramos allí, amarrada en la bahía de Abukir.

En ese momento el
Dromedary
dio un bandazo, haciendo caer a Stephen de la silla. Jack dio un salto con mucha agilidad para ser un hombre tan pesado, pero no con la suficiente para evitar que Stephen se diera un golpe con la cabeza en el borde de la mesa que le causó una herida de un palmo de largo de un lado a otro de la frente, una herida casi igual y casi tan sangrienta como la que sufrió Nelson en el Nilo.

—¿A qué viene hacer tantos aspavientos? —preguntó Stephen, malhumorado—. Cualquiera pensaría que no habían visto sangre nunca, lo que es imposible, pues sois asesinos a sueldo. ¡Zoquete, pedazo de alcornoque, inútil, mantén la palangana derecha! —gritó, mirando a Killick—. Señor Mowett, en el cajón izquierdo de mi botiquín hay agujas curvas enhebradas con hilo de tripa, y quisiera que me trajera un par de ellas, y también un frasco de estíptico que está en el estante central y un puñado de hilas. En lugar de una venda podemos usar mi corbata, porque ya está sucia.

—¿No sería mejor que estuvieras tumbado? —preguntó Jack—. La pérdida de sangre…

—¡Tonterías! La herida es superficial, un simple corte en la piel, como te he dicho. Señor Martin, le agradecería que me echara estíptico y que uniera los bordes de la herida con doce puntos mientras los sujeto.

—No sé cómo puede soportar hacer esto —dijo Jack, apartando la vista cuando la aguja se introdujo en la piel.

—Estoy acostumbrado a disecar pájaros —dijo Martin sin parar de coser—, y también a coser su piel… Todos la tienen mucho más delicada que ésta… excepto los cisnes machos viejos… ¡Ya está! Creo que es una costura bastante bien hecha.

—El pastor dice que ya está usted bien, señor —dijo Killick a Stephen en voz alta y tono solemne.

—Muchas gracias, señor —dijo Stephen a Martin—. Ahora voy a acostarme. Anoche dormí poco. Buenas noches, caballeros. Señor Mowett, le ruego que suelte mi brazo, porque no estoy borracho ni decrépito.

También durmió poco esa noche, ya que poco antes del alba oyó a menos de seis pulgadas del escotillón de su cabina una voz desconocida que, en tono malhumorado, tan alto que le rompió el sueño, gritó:

—¿No sabes cómo hacer un cornudo, maldito marinero de agua dulce? ¿Dónde está el condenado nudo?

Le dolía la cabeza, pero no mucho, y permaneció acostado en su coy, que se mecía al ritmo del balanceo del barco, pensando en los cornudos y en la costumbre casi universal de hacer burla de ellos. Cuando estaba en Malta, en una de las pocas cartas que había recibido de Inglaterra (durante los dos meses anteriores apenas habían llegado cartas a la escuadra del Mediterráneo) le decían que era un cornudo porque su mujer le engañaba con un agregado de la embajada sueca, pero él no lo creyó. En la misma saca había llegado una nota de Diana, una nota muy breve y escrita con mala letra y con borrones, pero muy afectuosa; y aunque él no creía que ella dejaría de hacer lo que deseaba por razones morales, sabía que era incapaz de cometer acciones que la hicieran despreciable y que eso le impediría escribirle una nota afectuosa a la vez que le ponía los cuernos. Estaba convencido de que ella no le deshonraría si no la incitaban a hacerlo. Además, Diana iba a muchas fiestas de sociedad en Londres y tenía muchos amigos ricos y distinguidos, y como no le importaba la opinión de los demás, seguramente había dado motivos para que la censuraran o la difamaran.

Su prima Sophie, la esposa de Jack Aubrey, era completamente diferente, y a pesar de que distaba mucho de ser una mojigata y daba tan poca importancia a la opinión de la señora Grundy como Diana, sólo un loco hubiera escrito a Jack para decirle que era un cornudo, aunque si las acciones de ambos hubieran sido recíprocas, ella le hubiera puesto una cornamenta de gran tamaño. Stephen reflexionaba sobre el asunto y se preguntaba si estaba motivado por el apetito sexual, que aun siendo potencial y, por tanto, no ostensible, podía ser percibido claramente por los demás. Pensó en el apetito sexual de las mujeres distinguidas y lo comparó con el de las vulgares, y aún pensaba en esto cuando la puerta de la cabina se abrió muy despacio y la cabeza de Jack asomó por detrás de ella.

—¡Dios te bendiga, Jack! —dijo—. ¡Precisamente ahora estaba pensando en ti! ¿A qué llaman cornudo en un barco?

—Para amarrar un cabo a un palo, se doblan los dos extremos de modo que uno quede sobre el otro y luego se hace un nudo con ellos, y llamamos cornudo a ese nudo.

—Muy bien, gracias.

—¿Quieres tomar un poco de té y un huevo pasado por agua?

—No —respondió Stephen en tono decidido—. Tomaré una gran taza de café fuerte, como un cristiano, y arenques ahumados.

Jack estuvo pensativo unos momentos y después, frunciendo el entrecejo, preguntó:

—¿Qué demonios significa que me hayas dicho: «Precisamente ahora estaba pensando en ti. ¿A qué llaman cornudo en un barco?».

—Oí que alguien decía esa palabra cerca de la ventana de mi cabina y quería saber lo que significaba, así que te pregunté a ti, que eres una autoridad en náutica. No debes comportarte como si fueras Otelo, amigo mío. Deberías avergonzarte de ello. Si un hombre tuviera el atrevimiento de hacer una proposición deshonesta a Sophie, ella no le entendería hasta una semana después, y entonces le mataría con tu escopeta de dos cañones.

—Te agradezco que digas que soy una autoridad en náutica —dijo Jack, sonriendo al imaginarse a Sophie en el momento en que comprendía la hipotética proposición y en que su amabilidad se trocaba en rabia—. Y también puedes llamarme diplomático, si quieres. Tuve una entrevista muy satisfactoria con el capitán del
Dromedary
anoche. Es un asunto muy delicado tener que decir a un hombre cómo debe gobernar su barco o sugerirle que haga mejoras en él, ¿sabes?, especialmente en este caso, pues el señor Alien no es mi subordinado. Además, los capitanes de barcos mercantes, en general, tienen una actitud hostil hacia la Armada porque recluta a sus hombres a la fuerza, y les molesta la arrogancia de algunos de sus oficiales. Si yo hubiera ofendido a Alien, él podría haber disminuido velamen sólo por llevarme la contraria. Pero bajó precisamente cuando te fuiste a dormir, pues le habían dicho que estabas borracho y nos habías atacado y que nosotros te habíamos golpeado casi hasta matarte, y se quedó para tomar una copa de vino, y mientras bebía, terminé de contar a Mowett y al pastor cómo nuestra escuadra navegaba más rápido que el humo por estas mismas aguas antes de la batalla del Nilo.

—Me parece que mencionaste alguna vez la batalla del Nilo —dijo Stephen.

—Seguro que sí —dijo Jack en tono amable—. Pues bien, demostró que era un tipo estupendo en cuanto supo que no queríamos interferir en lo que hace ni darle órdenes en su propio barco. Cuando Mowett y el pastor se fueron, le hablé de eso con franqueza, de forma espontánea, sin premeditación. Le dije que no era mi intención criticar cómo gobernaba el
Dromedary
y que él conocía mejor que nadie sus defectos y sus cualidades, pero que con mucho gusto le proporcionaría dos veintenas de marineros y que tal vez cuando él tuviera muchos más tripulantes decidiría desplegar más velamen, y añadí que si a consecuencia de ello se desprendía algún palo, yo indemnizaría a los dueños del barco inmediatamente. Dijo que nada le hubiera parecido mejor y que sabía que yo estaba preocupado pero que no me había hablado de eso porque temía que le cortara. Sin embargo, añadió que yo no debía esperar demasiado de esta carraca aunque hubiera en ella hombres suficientes para sostener la escala de Jacob o construir la torre de Babel, porque los fondos estaban sucios, todos los mástiles y las vergas tenían más empalmes que madera, y la jarcia estaba hecha de fragmentos de cabos usados, aunque pensaba que, a pesar de todo, una buena tripulación podía hacerlo navegar a considerable velocidad con el viento a la cuadra, pues tenía las mismas líneas curvas que un cisne, las más hermosas que había visto. Entonces nos dimos la mano para sellar el acuerdo. Cuando subas a la cubierta, verás que allí todo es diferente.

Cualquier marino podía apreciar que allí todo era muy diferente, ya que ahora el
Dromedary
tenía desplegadas las alas de barlovento, la cebadera y la sobrecebadera, pero lo que a Stephen le sorprendió realmente fue ver una fila de bultos rojos. Todavía no habían extendido los toldos en el
Dromedary
, y la brillante luz del sol hacía el color rojo tan intenso que era una delicia verlo. Stephen se puso a mirar con atención la cubierta, colocándose el gorro de dormir de modo que no oprimiera los puntos de la herida, y enseguida comprendió lo que ocurría. Estaban inspeccionando las bolsas de ropa y la armas de la tripulación de la
Surprise
. Habían dado la orden: «¡Sacar la ropa!», y ahora cada marinero tenía delante un montón de ropa, un montón pequeño, y arriba de casi todos había varias prendas bien lavadas y planchadas: un pantalón de dril blanco, una chaqueta azul oscuro con botones dorados y un chaleco bordado de color escarlata (pues había hecho escala recientemente en Santa Maura, famosa porque en ella se fabricaban piezas de vestir de ese color). Los marineros habían extendido estas prendas, las que usaban para bajar a tierra, en un intento por ocultar que debajo de ellas había muy poca ropa de trabajo, pero el intento era vano, porque así no podrían engañar ni a un guardiamarina recién llegado, y mucho menos a un capitán de navío que había pasado toda su vida en la mar, aunque casi todos pensaran que podrían lograrlo. Jack, visiblemente irritado, registró los andrajos mal escondidos bajo la elegante ropa y leyó en voz alta la lista de ropa que era obligatorio tener a los oficiales de las brigadas. La situación era peor de lo que esperaba. La ropa estaba en pésimas condiciones, si bien las armas estaban en excelente estado, pues los marineros, temiendo recibir una furiosa reprimenda, habían pulido los mosquetes, las bayonetas, las pistolas, los sables e incluso las cananas hasta que habían brillado más que las armas de los militares.

—Plaice —dijo a un marinero del castillo de cierta edad y de pelo entrecano—, estoy seguro de que tiene usted una camisa de reserva. Tenía varias con la pechera bordada cuando inspeccionamos las bolsas de ropa por última vez. ¿Qué les ha pasado?

Plaice, bajando la cabeza, dijo que no sabía, y sugirió sin mucha convicción que se las habían comido las ratas.

—Dos camisas y dos jerseys de algodón para Plaice, y también dos pares de medias y dos pantalones cortos —dijo Jack a Rowan, quien anotó todo.

Luego avanzaron hasta el siguiente marinero sin ropa para cambiarse. Era un hombre que un día que estaba borracho había perdido sus pertenencias y ahora todo su equipaje era un solo zapato.

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