Mis padres adquirieron cierta relevancia en nuestro pueblo, defendiendo y rehabilitando con éxito a un vagabundo sin techo que había llegado de Boston y que se había refugiado en nuestros parques. Fueron juntos a la prisión local para dar charlas, e impidieron que una casa prácticamente igual de antigua que la nuestra (de 1691; la nuestra era de 1686) fuese demolida para construir un supermercado en la parcela. Asistieron a mis competiciones de atletismo, hicieron de carabinas en mis bailes de graduación e invitaron a mis amigos a fiestas ecuménicas con pizza, y oficiaron los responsos por aquellos de sus amigos que murieron jóvenes. En su credo no había funerales, ni ataúdes abiertos, ni cuerpos por los que rezar, de modo que no toqué un cadáver hasta que ingresé en la Facultad de Medicina ni vi a ningún muerto al que conociera en persona hasta que sostuve la mano de mi madre, su mano inerte y caliente aún.
Pero años antes de que mi madre falleciese, y estando yo todavía en la facultad, conocí al amigo que he mencionado antes, John Garcia, que fue quien, todo hay que decirlo, me proporcionó el caso más importante de mi carrera. John fue uno de los amigos que hice en mi época de veinteañero: amigos de mis primeros años de universidad, con quienes estudiaba para los controles de Biología y los exámenes de Historia, o jugaba al fútbol los sábados por la tarde, y que ahora ya están medio calvos; otros, de paso presuroso y batas blancas y ondeantes, a los que conocí más adelante, en las clases y los laboratorios de la Facultad de Medicina; o bien más tarde aún, en la tensión de la consulta con los pacientes. Cuando recibí la llamada de John, ya estábamos todos un poco canosos, con algún michelín en la tripa o, por el contrario, más delgados en nuestros ímprobos esfuerzos por combatir el sobrepeso. Yo, gracias a mi hábito de correr desde siempre, me había mantenido más o menos delgado e incluso fuerte. Y le estaba agradecido al destino por el hecho de que mi pelo siguiera siendo tan abundante como siempre y más castaño que blanco, de modo que, por la calle, las mujeres seguían mirándome. Pero no cabe duda de que yo era uno más de un grupo de amigos de mediana edad.
De modo que cuando John me llamó aquel martes para pedirme el favor, por supuesto, le dije que sí. Cuando me habló de Robert Oliver mostré interés, pero también me interesaba comer, y tener la oportunidad de estirar las piernas y desconectar de una mañana de trabajo. Nunca estamos realmente abiertos a nuestro destino, ¿verdad? Así es como lo expresaría mi padre en su despacho de Connecticut. Y al final de la jornada, cuando acabó mi reunión, el granizo dio paso a una fina llovizna y mientras las ardillas correteaban por la tapia del jardín posterior y saltaban por encima de las macetas, prácticamente había dejado de pensar en la llamada de John.
Más tarde, después de volver a casa corriendo desde mi consulta y haber sacudido mi abrigo en mi recibidor (esto fue antes de casarme, de modo que nadie salió a la puerta a recibirme y no había ninguna blusa de olor agradable tirada sobre los pies de la cama al término de la jornada laboral), después de haber dejado el paraguas chorreando, haberme lavado las manos, haberme hecho un bocadillo de tostadas con salmón y haberme ido al estudio a coger el pincel; entonces, con el delgado y suave mango de madera entre mis dedos, me acordé de mi futuro paciente, un pintor que, en lugar de pincel, había blandido una navaja. Puse mi música favorita, la Sonata para violín en La de Franck y me olvidé intencionadamente de Robert Oliver. El día había sido largo y un poco vacío, hasta que empecé a llenarlo de color. Pero siempre hay un mañana, a menos que muramos, claro, y al día siguiente conocí a Robert Oliver.
Marlow
Robert estaba junto a la ventana de su nueva habitación, mirando por ella, con las manos colgando a ambos lados de su cuerpo. Cuando entré, se volvió. Mi nuevo paciente medía unos dos metros, era de complexión fuerte y al mirarle de frente se agachaba un poco, como un toro antes de embestir. Sus brazos y hombros rezumaban una fuerza apenas contenida, su expresión era resuelta, arrogante. Era moreno y tenía la piel arrugada; su pelo era casi negro y muy abundante, con una pizca de gris, ondulado desde la raíz y más largo de un lado que del otro, como si se lo alborotase a menudo. Iba vestido con unos pantalones de pana holgados de color olivo, camisa de algodón amarilla y chaqueta de pana con coderas. Llevaba unos zapatos de cuero marrón mastodónticos.
La ropa de Robert estaba manchada de óleo, alizarina, cerulina, amarillo ocre, colores intensos que contrastaban con esa decidida monotonía. Tenía pintura bajo las uñas. Estaba inquieto: cambiaba a menudo el peso de un pie al otro y cruzaba los brazos exponiendo las coderas. Más adelante, dos mujeres distintas me dirían que Robert Oliver era el hombre más elegante que habían conocido jamás, lo cual me lleva a preguntarme en qué se fijan las mujeres que yo no consigo ver. En el alféizar de la ventana, detrás de él, había un fajo de papeles de aspecto frágil; pensé que serían las «cartas viejas» a las que se había referido John Garcia. Al acercarme a él, Robert me miró directamente (no sería ésa la última vez que sentiría que ambos estábamos en el mismo cuadrilátero) y sus ojos, de un verde dorado intenso y bastante enrojecidos, brillaron por un momento, expresivos. Su rostro se replegó airado y volvió la cabeza.
Yo me presenté y le ofrecí la mano.
—¿Qué tal se encuentra hoy, señor Oliver?
Al cabo de un instante me correspondió estrechándome la mano con firmeza, pero no dijo nada y me dio la impresión de que caía en la languidez y el resentimiento. Dobló los brazos y se apoyó en el alféizar de la ventana.
—Bienvenido a Goldengrove. Me alegro de conocerlo.
Robert buscó mi mirada, pero siguió sin decir nada.
Yo me senté en el sillón de la esquina y lo estuve observando durante unos minutos antes de volver a hablar:
—Acabo de leer la historia clínica que he recibido de la consulta del doctor Garcia. Tengo entendido que tuvo usted un mal día la semana pasada, y que eso es lo que lo llevó al hospital.
Al oír esto él me dedicó una sonrisa curiosa y habló por primera vez:
—Sí —dijo—. Tuve un mal día.
Había conseguido mi primer objetivo: que hablara. Me contuve para no manifestar satisfacción o sorpresa alguna.
—¿Recuerda lo que pasó?
Robert seguía mirándome a los ojos, pero en su cara no había ni rastro de emoción. Era un rostro extraño, con un preciso equilibrio entre la rudeza y la elegancia, un rostro con una asombrosa estructura ósea, la nariz larga pero también ancha.
—Un poco.
—¿Le gustaría hablarme de ello? Estoy aquí para ayudarle, en primer lugar escuchándole.
No dijo nada.
Yo repetí:
—¿Le gustaría hablarme un poco de ello? —Robert seguía en silencio, así que probé otra táctica—. ¿Sabe que lo que intentó hacer el otro día salió en el periódico? No vi el artículo entonces, pero me acaban de pasar un recorte. Salió en la página cuatro.
Robert apartó la mirada.
Yo insistí:
—El titular decía algo así: «Artista ataca un cuadro de la Galería Nacional».
Se rió de pronto, un sonido sorprendentemente agradable.
—Es cierto. Pero no lo toqué.
—Antes de hacerlo el vigilante lo agarró a usted, ¿cierto?
Asintió.
—Y usted se defendió. ¿Le molestó que lo apartaran del cuadro?
Esta vez se apoderó de su rostro una nueva expresión, ahora sombría, y Robert se mordió el borde del labio.
—Sí.
—Era un cuadro de una mujer, ¿verdad? ¿Cómo se sintió al atacarla? —inquirí con la mayor brusquedad que pude—. ¿Cómo se sintió haciendo eso?
Su reacción fue igualmente brusca. Se estremeció, como si intentara expulsar el tranquilizante suave que aún estaba tomando, y encajó los hombros. En aquel momento me pareció incluso más autoritario y comprendí que, de haber sido un paciente violento, hubiera sido terrorífico.
—Lo hice por ella.
—¿Por la mujer del cuadro? ¿Quería protegerla?
Robert permaneció en silencio.
Probé de nuevo.
—¿Quiere decir que tenía usted la sensación de que, de algún modo, ella quería que la atacaran?
Entonces bajó los ojos y suspiró como si hacerlo le doliera.
—No. No lo entiende. No la estaba atacando a ella. Lo hice por la mujer que amaba.
—¿Por otra persona? ¿Su esposa?
—Piense lo que quiera.
Seguí con la vista clavada en él.
—¿Creyó que lo estaba haciendo por su mujer? ¿Su ex mujer?
—Hable con ella —contestó Robert, como si le diera igual que fuera su mujer o su ex mujer—. Hable con Mary, si quiere. Vaya a ver los cuadros, si le apetece. No me importa. Puede usted hablar con quien le dé la gana.
—¿Quién es Mary? —pregunté yo. No era el nombre de su ex mujer. Esperé un poco, pero él siguió callado—. Los cuadros de los que me habla, ¿son retratos de ella? ¿O se refiere al cuadro de la Galería Nacional?
Robert permaneció frente a mí en silencio absoluto, con la mirada fija en algún punto situado por encima de mi cabeza.
Esperé. Cuando es necesario puedo quedarme clavado como una roca. Al cabo de tres o cuatro minutos, comenté como si nada:
—Verá, yo también soy pintor. —No suelo hacer comentarios sobre mí mismo, naturalmente, y desde luego no en una primera sesión, pero pensé que valía la pena correr ese pequeño riesgo.
Él me lanzó una mirada que tanto podía ser de interés como de desprecio, y acto seguido se tumbó en la cama boca arriba cuan largo era, con los zapatos sobre la colcha y los brazos debajo de la cabeza, mirando fijamente hacia arriba como si viese el cielo abierto.
—Estoy convencido de que sólo algo muy complejo podría haberlo impulsado a atacar un cuadro. —Había corrido otro riesgo, pero me pareció que también valía la pena.
Robert cerró los ojos y rodó sobre la cama hasta darme la espalda, como preparándose para dormir una siesta. Esperé. Luego, al advertir que no iba a hablar más, me levanté.
—Señor Oliver, yo estaré aquí por si me necesita en cualquier momento. Y usted estará aquí para que podamos atenderlo y ayudarle a recuperarse. Le ruego que, cuando lo desee y con total libertad, le pida a la enfermera que me llame. Volveré a verlo pronto. Puede preguntar por mí, si necesita un poco de compañía; hasta que esté preparado, no hace falta que hable más.
No me imaginé que se tomaría tan al pie de la letra mis palabras. Cuando al día siguiente fui a visitarlo, la enfermera me dijo que no le había hablado en toda la mañana, si bien había desayunado un poco y parecía tranquilo. No sólo mantuvo su silencio con las enfermeras: tampoco habló conmigo, ni aquel día ni al siguiente, ni en los doce meses posteriores. En todo ese tiempo, su ex mujer no fue a verlo; de hecho, no recibió ninguna visita. Continuó manifestando muchos de los síntomas de la depresión clínica, con fases de agitación silenciosa y quizás ansiedad.
Robert pasaba la mayor parte del tiempo conmigo, en ningún momento me planteé en serio dejar de atenderlo, en parte porque nunca podría estar completamente seguro de si era o no un posible peligro para sí mismo y los demás, y en parte debido a una sensación propia que fue creciendo poco a poco y que iré desgranando gradualmente; ya he confesado que tengo mis razones para considerar que ésta es una historia confidencial. Durante aquellas primeras semanas continué tratándolo con el estabilizador anímico que John había empezado a administrarle y seguí también con el antidepresivo.
Su único informe psiquiátrico previo, que John me había enviado, indicaba un trastorno grave del humor recurrente y que había probado el litio aunque, al parecer, a los pocos meses de tratamiento, Robert rehusó tomarlo aduciendo que lo dejaba agotado. Pero el informe también describía a un paciente con frecuencia funcional, que había conservado un empleo de profesor en una pequeña academia, se había dedicado a sus obras artísticas y había intentado relacionarse con la familia y los colegas. Llamé personalmente a su antiguo psiquiatra, pero el tipo estaba ocupado y me contó poca cosa, aparte de reconocer que, llegado a cierto punto, se había convencido de que Oliver era un paciente desmotivado. Robert había acudido a un psiquiatra principalmente a petición de su mujer y había interrumpido sus visitas antes de que él y su esposa se separaran hacía más de un año. No había asistido a ninguna psicoterapia prolongada, ni había estado hospitalizado previamente. El médico ni siquiera se había enterado de que Robert ya no residía en Greenhill.
En la actualidad, Robert se tomaba la medicación sin protestar, con la misma resignación con la que comía (un signo insólito de cooperación en un paciente tan desafiante como para hacer voto de silencio). Comía con frugalidad, también sin aparente interés, y cuidaba escrupulosamente su limpieza pese a su depresión. No se relacionaba en modo alguno con los demás pacientes, pero a diario daba paseos por dentro y por fuera del centro, siempre vigilado, y en ocasiones se sentaba en la sala principal, ocupando una butaca en un rincón soleado.
Durante sus períodos de agitación, que al principio se producían cada uno o dos días, paseaba de un lado a otro de su habitación, con los puños apretados, el cuerpo visiblemente convulso y haciendo muecas con la cara. Yo lo observaba con detenimiento, al igual que mi equipo. Una mañana rompió el espejo de su cuarto de baño de un puñetazo, aunque no se lesionó. Algunas veces se sentaba en el borde de su cama con la cabeza entre las manos, se levantaba de un brinco cada pocos minutos para mirar por la ventana y luego volvía a adoptar esa actitud de desesperación. Cuando no estaba agitado, estaba apático.
Lo único que parecía tener algún interés para Robert Oliver era su fajo de cartas viejas, que tenía siempre cerca y que abría y leía con frecuencia. Cuando yo iba a verlo, solía tener una carta frente a él. Y en cierta ocasión, en el transcurso de las primeras semanas, antes de que doblara la carta y la introdujese de nuevo en su desgastado sobre, observé que las páginas estaban escritas con una letra uniforme y elegante trazada en tinta marrón.
—Me he fijado en que suele leer lo mismo… Esas cartas, ¿son antiguas?
Robert envolvió el fajo con la mano y se volvió; su rostro parecía tan afligido como cualquiera de los que había yo visto durante mis años de tratamiento a pacientes. No, no podía soltarlo, aun cuando tuviese períodos de calma que durasen varios días. Algunas mañanas le invitaba a que hablara conmigo (sin resultados) y otras me limitaba a sentarme junto a él. Todos los días laborables le preguntaba qué tal estaba, y de lunes a viernes él apartaba la vista de mí y miraba hacia la ventana próxima.