—Sí, mucho. Igual que tu abuelo.
—¡Ojalá lo recordara!
—A mí también me gustaría que lo recordaras. —Ahora maman parece que se ha serenado; da unas palmaditas en el asiento de al lado y Aude se le acerca con gratitud, trayendo su nuevo chal consigo.
—¿Habría querido yo también a tío Olivier?
—¡Oh, sí! —exclama maman—. Y él te habría querido a ti. Creo que eres igual que él.
A Aude le encanta parecerse a otras personas.
—¿En qué sentido?
—¡Oh! Estás llena de vitalidad y curiosidad, eres hábil con las manos. —Maman permanece unos segundos callada; mira a Aude de esa forma que la niña agradece y rechaza a la vez, con esa mirada fija, muy fija, de una oscuridad insondable. Entonces habla—. Tienes sus ojos, mi amor.
—¿Sí?
—Él era pintor.
—Como tú. ¿Tan bueno como lo eras tú?
—¡Oh, mucho mejor! —contesta ella mientras acaricia la carta—. Tenía más experiencia vital que añadir a sus cuadros, lo cual es muy importante, aunque en aquel entonces yo no sabía eso.
—¿Guardarás su carta? —Aude sabe que es mejor no pedirle que se la enseñe, aunque le encantaría leer cosas sobre el desierto.
—Tal vez. Con el resto de cartas. Con todas las cartas que he podido ir guardando. Algunas serán tuyas cuando seas viejecita.
—¿Cómo las conseguiré entonces?
Maman se levanta el velo y sonríe, y acaricia la mejilla de Aude con sus dedos desenguantados.
—Yo misma te las daré. O me aseguraré de decirte dónde encontrarlas.
—¿Te gusta el chal que me ha regalado papá? —Aude lo extiende sobre su falda de muselina blanca y la gruesa seda negra de maman.
—Mucho —dice maman. Alisa el chal de tal modo que cubre su carta y sus grandes y extraños sellos—. Y las margaritas son casi tan bonitas como las que tú coses. Pero no tanto, porque las tuyas siempre parecen vivas.
Marlow
A mi regreso a su cuarto de estar, Robinson me recibió cordialmente. No intentó levantarse, pero con sus pantalones de franela gris, un jersey de cuello alto negro y una chaqueta azul marino su aspecto era impecable, como si nos fuéramos a ir a comer fuera en lugar de tener previsto sentarnos en su salón sin movernos. Pude oír el ruido de cazuelas en la cocina, en la que Yvonne se había refugiado, y olí a cebollas y mantequilla derretida. Para mi satisfacción, enseguida me hizo prometerle que me quedaría a comer. Le referí mi visita al Museo de Maintenon. Quiso que intentara recitar el nombre de cada uno de los lienzos que él había donado al museo.
—No está mal acompañada nuestra Béatrice —dijo sonriente.
—No… están Monet, Renoir, Vuillard, Pissarro…
—El siglo que viene se revalorizará.
Me costaba siquiera pensar en un siglo nuevo, aquí, en este apartamento que tenía los mismos libros y cuadros desde hacía quizá cincuenta años y donde hasta las plantas parecían llevar vivas tanto como Mary.
—París lo celebró por todo lo alto, ¿verdad? ¿El cambio de milenio?
Él sonrió.
—Verá, Aude recordaba la nochevieja de 1900. Tenía casi veinte años. —Y el propio Robinson no había nacido todavía. Se había perdido el siglo en el que Aude había vivido su infancia.
—Si no es ninguna molestia, ¿podría preguntarle una cosa más? A lo mejor me sería útil para tratar a Robert, eso suponiendo que esté usted dispuesto a ser tan generoso.
Él se encogió de hombros sin oponerse; era la conformidad renuente propia de un caballero.
—Me pregunto cuáles cree usted que son las razones por las que Béatrice de Clerval dejó de pintar. Robert Oliver es muy inteligente y debe de haber dado muchas vueltas a esto. Pero ¿tiene usted sus propias teorías?
—Yo no me ando con teorías, doctor. Viví con Aude de Clerval. No tenía secretos para mí. —Se enderezó un poco—. Era una gran mujer, como su madre, y este asunto la preocupaba. Como psiquiatra, entenderá que ella debía de sentir que la carrera de su madre se había visto interrumpida por su culpa. No todas las mujeres lo dejan todo por un hijo, pero Aude sabía que su madre lo había hecho y cargó con eso durante toda su vida. Como le dije, la propia Aude intentó pintar y dibujar, pero no tenía talento para ello. Y nunca escribió nada personal sobre su madre ni sobre su propia vida; era una periodista disciplinada, muy profesional y muy valiente. Durante la guerra, estuvo en París cubriendo la información de la Resistencia… aunque eso es harina de otro costal. Pero algunas veces me hablaba de su madre.
Esperé en un silencio tan profundo como cualquiera de los que había vivido con Robert. Al fin, el anciano volvió a hablar.
—Esto es un misterio… que haya venido usted aquí y Robert antes de usted. No estoy acostumbrado a hablar con desconocidos. Pero le contaré algo que no le he dicho a nadie, menos aún a Robert Oliver. Cuando Aude se estaba muriendo, me dio este fajo de cartas que usted ha tenido la amabilidad de devolverme. Junto con éste había una nota para ella de su madre. Aude me pidió que leyese la nota y luego la quemara, lo cual hice. Y me confió el resto de cartas. Nunca me había enseñado estas cosas y entenderá usted que me doliera que no lo hubiera hecho, porque yo había pensado que lo compartíamos todo. En la nota su madre decía dos cosas. La primera era que la quería, que quería a Aude más que a nada en el mundo porque era el fruto de su gran amor. Y la segunda, que le había dejado una prueba de ese amor a su criada, Esmé.
—Sí… recuerdo haber visto ese nombre en las cartas.
—¿Ha leído usted las cartas?
Di un respingo. Entonces comprendí que Robinson había hablado en serio cuando dijo que en ocasiones olvidaba las cosas.
—Sí… tal como le dije, me pareció oportuno leerlas por el bien de mi paciente.
—¡Ah…! Bueno, ahora ya no importa. —Con sus afilados dedos tamborileó sobre el brazo de su sillón; me pareció ver una zona desgastada debajo los mismos.
—¿Dice que Béatrice le dejó algo a Esmé?
—Supongo que sí; pero, verá, Esmé murió poco después de Béatrice. De pronto, contrajo una enfermedad y tal vez simplemente no consiguió darle a Aude lo que sea que fuera de parte de su madre. Aude siempre aseguró que Esmé había muerto de pena.
—Béatrice debía de ser una mujer bondadosa.
—Si en algo se parecía a su hija era en su distinguido porte. —Se le estaba entristeciendo el rostro.
—¿Y Aude nunca supo en qué consistía esta prueba de amor?
—No, nunca lo supimos. Aude ansiaba saberlo. Busqué información sobre Esmé y descubrí en unos archivos municipales que su nombre completo era Esmé Renard, y que nació en 1859, creo. Pero no logré encontrar nada más. Los padres de Aude se compraron una casa en la aldea de la que Esmé era oriunda, pero fue vendida a la muerte de Yves. Ni siquiera recuerdo el nombre de la aldea.
—Entonces nació ocho años después que Béatrice —apunté.
Robinson se removió en su sillón y puso una mano a modo de visera sobre los ojos como para verme con más claridad.
—Sabe usted muchas cosas de Béatrice —me dijo con asombro en la voz—. ¿La ama usted también, como Robert Oliver?
—Tengo buena memoria para los números. —Estaba empezando a pensar que debería dejar al anciano antes de que se volviese a cansar.
—En cualquier caso, no encontré nada. Justo antes de morir, Aude me dijo que su madre había sido la persona más adorable del mundo, aparte de… —Se le hizo un nudo en la garganta, carraspeó—, aparte de mí. Así que quizá no necesitara saber más.
—Seguro que no —dije para consolarlo.
—¿Le gustaría ver su retrato? ¿El de Béatrice?
—Sí, cómo no. He visto la obra de Olivier Vignot en el Museo Metropolitano de Arte.
—Es un buen retrato. Pero yo tengo una fotografía, lo cual es insólito. Aude decía que a su madre no le gustaba que la fotografiaran; jamás habría dejado que nadie la publicara. La tengo guardada en mi álbum. —Se apoyó en las manos para levantarse muy lentamente, antes de que yo pudiera protestar, y cogió un bastón que había junto al sillón. Le ofrecí mi brazo; él lo aceptó a regañadientes y atravesamos la habitación en dirección a la librería, donde señaló con su bastón. Extraje el grueso álbum de cuero que me había indicado (gastado en algunas zonas, pero todavía repujado en dorado con un rectángulo en la cubierta). Lo abrí en una mesa cercana. En su interior había fotos familiares de diversas épocas, y sentí deseos de pedirle si podía verlas todas: niñas pequeñas que miraban directamente al frente con vestidos de volantes, novias del siglo XIX que parecían pavos reales blancos, caballerosos hermanos o amigos con sombreros de copa y levitas, que se rodeaban unos a otros los hombros con las manos. Me pregunté si Yves estaría entre ellos, quizá fuera ese hombre de barba oscura, hombros anchos y la sonrisa, u Aude, una niña pequeña con vestido de falda voluminosa y botas abrochadas. Aun cuando estuvieran allí, o aunque cualquiera de ellos fuese el propio Olivier Vignot, Henri Robinson estaba saltándose las hojas concentrado en su misión, y yo no me atreví a interrumpir su mente ni sus manos frágiles. Al fin se detuvo.
—Ésta es Béatrice —declaró.
La habría reconocido en cualquier parte; aun así, resultaba escalofriante ver su cara real. Estaba de pie, sola, con una mano sobre un pedestal de estudio y la otra sujetándose la falda; era una postura de lo más rígida y, sin embargo, su figura estaba llena de energía. Conocía esos ojos intensamente oscuros, la forma de su mandíbula, el cuello esbelto, el abundante pelo rizado recogido desde la orejas. Llevaba un vestido largo y oscuro con una especie de chal que envolvía sus hombros. Las mangas del vestido eran amplias en la parte superior y se estrechaban en las muñecas; su cintura era estrecha y estaba ceñida, y la orilla de la falda estaba ribeteada con un amplio galón de un color más claro y estampado ingeniosamente geométrico. La dama que vestía a la última moda, pensé: una artista del vestir, aunque no de la pintura.
La foto estaba profesionalmente fechada en 1895, y llevaba el nombre y dirección de un estudio de fotografía de París. Algo indistinto tiró de mis pensamientos, un recuerdo, una figura procedente de algún otro lugar, una melancolía de la que no lograba desembarazarme. Durante un buen rato pensé que mi memoria no estaba mucho mejor que la de Henri Robinson; que estaba mucho peor, de hecho. Entonces me volví a él:
—Monsieur, ¿tiene un libro con las obras de…? —¿Qué era? ¿De dónde era?—. Estoy buscando un cuadro, mejor dicho, un libro con los cuadros pintados por Sisley, si es que por casualidad tiene uno.
—¿Sisley? —Robinson arqueó las cejas como si le hubiese pedido una bebida que no tenía a mano—. Supongo que algo tendré. Debería estar en esa sección. —Levantó de nuevo el bastón en el aire, apoyándose en mi brazo para mantener el equilibrio—. Esos son impresionistas, empiezan con los seis artistas originales.
Fui hasta sus estanterías y comencé a mirar, lentamente, sin encontrar nada. Había un libro de paisajes impresionistas y en el índice de éste aparecía Sisley, pero no era lo que yo buscaba. Finalmente, di con un volumen de paisajes invernales.
—Ése es nuevo. —Henri Robinson lo estaba mirando con sorprendente acritud—. Me lo regaló Robert Oliver cuando vino por segunda vez.
Cogí el libro; era un regalo caro.
—¿Le enseñó usted la fotografía de Béatrice?
Robinson reflexionó unos instantes.
—No creo. Lo recordaría. Además, de haberla visto, puede que Robert Oliver también la hubiese robado.
Tuve que reconocer que era una posibilidad. Para mi alivio, el cuadro de Sisley estaba ahí tal como lo recordaba de la Galería Nacional: una mujer que se aleja por un camino de una aldea flanqueado por altos muros, la nieve bajo sus pies, las sobrecogedoras y oscuras ramas de los árboles, un atardecer de invierno. Incluso reproducida, era una obra asombrosa. El vestido de la mujer, que se balanceaba a su alrededor mientras andaba, la sensación de urgencia que transmitía su figura, la capa oscura y corta, el inusual galón azul que rodeaba la orilla de su falda. Levanté el libro hacia Henri Robinson.
—¿Le resulta esto familiar?
Examinó la imagen durante largos segundos, y luego movió la cabeza.
—¿En serio cree que hay una conexión?
Llevé el libro hasta la mesa y puse una fotografía al lado de la otra. Sin duda, la falda era la misma.
—¿Este vestido podría haber sido un modelo corriente?
Henri Robinson me asía con fuerza del brazo, y de nuevo pensé en mi padre.
—No creo que eso sea posible. En aquella época, las damas se hacían confeccionar especialmente los vestidos por costureras.
Leí la leyenda que había debajo del cuadro. Alfred Sisley lo había pintado cuatro años antes de su muerte, en Grémière, justo al oeste de su propia aldea, Moret-sur-Loing.
—¿Le importa que me siente a pensar un momento? —pregunté—. ¿Me permitiría ver sus cartas nada más un minuto?
Henri Robinson me dejó ayudarle a regresar a su sillón y me dio las cartas más reacio. No, no sabía leer esa caligrafía en francés lo bastante bien. Al volver a la habitación del hotel, tendría que repasar mis copias traducidas por Zoe. Deseé haberlas traído, habría sido lo más lógico. Estaba convencido de que a estas alturas, Mary ya habría desentrañado esto con su alegre e irreverente: «Caso resuelto, Sherlock». Se las devolví frustrado.
—Monsieur, me gustaría telefonearle esta noche. ¿Puedo? Estoy dándole vueltas al posible significado de esta conexión entre la fotografía y el cuadro de Sisley.
—Yo también pensaré en ello —repuso amablemente—. Dudo que pueda significar gran cosa, aun cuando el vestido sea similar, y cuando tenga usted mis años verá que, en el fondo, no importa. Ahora comamos, Yvonne nos está esperando.
Nos sentamos el uno frente al otro a una mesa de comedor reluciente que había tras otra puerta verde cerrada. Las paredes de esa habitación también estaban revestidas de cuadros y fotografías enmarcadas del París del período de entreguerras, eran unas imágenes límpidas y desgarradoras: el río, la Torre Eiffel, gente vestida con abrigos oscuros y sombreros, una ciudad que yo jamás conocería. El estofado de pollo con cebollas estaba delicioso; Yvonne entró a preguntar qué tal estaba la comida y se quedó a beber medio vaso de vino con nosotros mientras se enjugaba la frente con el dorso de una mano.
Después de comer, Henri parecía tan cansado que me di por aludido y me dispuse a marcharme, recordándole que le llamaría.