El rebaño ciego (43 page)

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Authors: John Brunner

Tags: #Ciencia ficción

BOOK: El rebaño ciego
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¡Qué mala suerte no haber conseguido que repararan el viejo! Pero ninguno de esos jóvenes de hoy quería saber nada con las cosas técnicas. Como si fueran magia negra, y tocarlas lo metiera a uno en manos del demonio. Habían esperado reclutar a algunos muchachos que terminaban la universidad este año como instaladores en las Empresas Prosser. Y no habían podido contratar ni la mitad de los que necesitaban: quizá nueve o diez, cuando habían planeado una treintena.

Y ahora este problema con los filtros atascados. Estaban entregando dos nuevos paquetes de seis recambios como garantía por cada uno que habían vendido a cada nuevo comprador. Alan estaba hablando de demandar a Mitsuyama, pero eso era mera palabrería. Uno no puede atacar con posibilidades de éxito a una corporación de mil millones de dólares como aquella, fuera nacional o extranjera. Las cosas cambiarían si el mismo problema afectaba, digamos, a Bamberley en California, o a algún otro concesionario importante, que estuviera dispuesto a iniciar la demanda de forma colectiva.

Jeannie no estaba hoy habladora como de costumbre, pero esto le convenía; él también se sentía de un humor más bien retraído. De todos modos, ella necesitaba concentrarse. Había mucho tráfico. Iban a Towerhill, a comer con la familia de ella, de modo que seguían la carretera que conducía a cosas que no tan sólo los turistas sino la gente del lugar iban a ver por pura curiosidad: el lugar de la avalancha, la escena de las sesenta y tres muertes en la planta hidropónica, los restos calcinados del wat trainita…

¿Era cierto que el responsable era el Sindicato, intentando eliminar aquellos insistentes rumores acerca de la calidad de los productos alimenticios Puritan? ¡Tenían que ser unos auténticos bastardos para hacer lo que habían hecho! Una cosa era protestar por las manifestaciones trainitas y los sabotajes y todo lo demás, y otra muy distinta matar a niños dormidos en sus propias camas.

—¡Hey, amor, mira! —exclamó Jeannie—. ¡Ahí hay un pájaro!

Pero fue demasiado lento en reaccionar, y se lo perdió.

A un kilómetro de la ciudad, ella dijo:

—Pete, ¿qué es lo que ocasiona eso?

—¿El qué?

Ella señaló el amarillento y marchito flanco de la colina junto a la que pasaban. Las plantas tenían un aspecto polvoriento. Miserable. Como plantas de interior abandonadas en una habitación sobrecalentada.

—Bueno, la polución, supongo —dijo Pete, incómodo.

—Sí, ya lo sé. ¿Pero qué significa exactamente esa palabra?

Olvidó responder. Al salir de la siguiente curva vieron a un coche de la policía de tráfico aparcado en el arcén. Un par de policías habían salido y subían la ladera para inspeccionar algo nuevo, una monstruosa calavera y dos tibias cruzadas de al menos diez metros de envergadura, pintadas en la seca hierba con algún líquido oscuro y viscoso, probablemente aceite lubricante usado. El conductor que permanecía sentado en el coche era un viejo conocido, y Pete lo llamó y saludó con la mano, pero el hombre estaba bostezando y no se dio cuenta.

Un poco más adelante Jeannie dijo de pronto:

—¡Amor!

—¿Sí?

—Yo… ¿Crees todavía que deberíamos llamarle Franklin?

Aquello no era lo que ella quería decir; estaba seguro. Sin embargo, dijo:

—Me gusta. O Mandy si es niña.

—Sí, Mandy.

Y entonces, sin volver a tomar aliento, precipitadamente:

—Pete, ¡me siento tan sucia por dentro!

—Querida, ¿qué quieres decir?

—Como… ¡como si todos mis huesos necesitaran ser sacados y lavados!

—Oh, eso son tonterías —dijo Pete suavemente.

—No, de veras —murmuró ella—. Ahora no tengo demasiado que hacer durante todo el día, mientras tú estás en el trabajo. No tengo ningún jardín que cuidar, ni una auténtica casa que limpiar… No puedo dejar de pensar en ello, amor, ¡no mientras hay un bebé creciendo dentro de mí!

—El bebé será estupendo —declaró Pete—. No podías haber encontrado a nadie mejor que el doctor McNeil para cuidar de ti.

—Oh, ya lo sé, y siempre hago exactamente lo que él me dice. Como el tipo de alimento necesario, bebo agua embotellada, nunca toco ni la leche ni la mantequilla… Pero… Pete, ¿a qué clase de mundo lo vamos a traer?

Ella le dirigió una tensa mirada, que no duró más de un segundo, pero lo bastante larga como para que él viera auténtico terror en sus ojos.

—El doc dice que probablemente no podré amamantarlo. Dice que prácticamente ninguna madre puede. ¡Demasiado DDT en su leche!

—¡Querida, toda esa porquería ha sido prohibida hace años!

—¿Cuántas veces has denunciado a alguien por comprarlo ilegalmente?

Pete no tenía respuesta para aquello. Aunque sólo había permanecido un año de servicio en la policía, había colaborado en el arresto de cinco o seis personas que fabricaban productos químicos clandestinamente: no sólo insecticidas sino también defoliantes.

—Y la comida adecuada cuesta tan cara —prosiguió Jeannie preocupadamente, poniendo el intermitente de la derecha mientras frenaba al acercarse al cruce de Towerhill—. Diez centavos por aquí, un cuarto de dólar por allá, sin darte cuenta estás gastando el doble de lo que esperabas. Y cada vez las cosas están yendo peor. El otro día estaba hablando con Susie Chain. La encontré en Denver, cuando iba de compras.

—¿Y? —Se estaba refiriendo a la esposa de su antiguo sargento en Towerhill.

—Tiene unos primos en Idaho, me dijo, y le escribieron que esperan conseguir solamente una cuarta parte de la cosecha normal de patata este año. El resto ha sido destruido por los jigras.

Pete silbó.

—Esos bichos comen cualquier cosa, me dijo. Maíz, remolacha, calabaza… Oye, ¿has visto el wat trainita? —Señaló al otro lado del valle. Velado por la bruma, pero visible con la suficiente claridad como para apreciar todos los siniestros detalles, la concha vacía del wat yacía como una langosta podrida. Había pequeños grupos de curiosos vagando por allí, removiendo las ruinas en busca de recuerdos.

El jefe de bomberos local había dicho por la televisión cuántas veces había advertido de lo peligroso que eran las construcciones de fibra de vidrio y plástico de recuperación. Peor que la madera. Había dicho también algo acerca de los humos venenosos que desprendían.

—¿Es eso lo que le espera a nuestro hijo? —dijo Jeannie amargamente—. ¿Ser quemado vivo como esos pobres tres de ahí?

Pete adelantó una mano para palmearle animosamente la rodilla. Pero ella siguió sin detenerse:

—¡Piensa en todas las cosas que no va a poder hacer, Pete! Nadar en un río, o siquiera navegar en un bote por él… tomar una fruta directamente del árbol y comérsela… ¡quitarse los zapatos y andar sobre la hierba, dura y alta y húmeda!

—Oh, amor, hablas como Carl —la regañó Pete.

—¿Por qué no? —resopló ella—. Carl es el más inteligente de nuestra familia, siempre lo fue. Me gustaría que escribiera y me hiciera saber dónde está… ¿Sabes?, casi me gustaría atrapar esa brucelosis que corre por ahí, y así no tener ningún niño.

—¡Mierda, no digas nunca eso! —exclamó Pete, horrorizado—. Si perdemos este, quizá nunca…

En aquel momento la carretera se estremeció. Era como si cada uno de los centenares de coches que estaban a la vista hubieran tropezado simultáneamente con una piedra. Alargó una mano hacia la radio y la conectó, para saber si el temblor iba a ser serio. No lo era. De modo que a los pocos minutos estaban en casa de la madre de Jeannie, y tuvieron que aparentar que todo iba bien, estupendamente bien.

SACIADO

compras de Nutripon para suplementar los stocks de ayuda social, en la actualidad en su nivel más bajo desde hace años debido al inesperado impacto del desempleo en las regiones de veraneo abandonadas por los turistas, donde normalmente los trabajos estacionales en hoteles y restaurantes absorbían mucha mano de obra excedente entre los meses de junio a septiembre. Rechazando los temores expresados por portavoces de grupos negros y económicamente débiles, el Secretario de Bienestar Social Barney K. Deane señaló que la planta Bamberley ha sido reacondicionada a un nivel extraordinariamente alto de seguridad, con una asepsia cercana a la que uno puede encontrar en una sala de operaciones, cito, fin de la cita. Preguntado acerca de si el plan se extendería más tarde a aliviar el impacto de la subida de precios entre las familias menos privilegiadas, dijo que la cuestión estaba siendo seriamente estudiada, pero que aún no se había tomado ninguna decisión. Una demanda de embargo de las exportaciones de comida a los Estados Unidos ha sido presentada hoy por…

DE VUELTA

Las cosas no habían cambiado mucho. Los cubos de la basura estaban más llenos que nunca y apestaban. Las moscas zumbaban alrededor. Kitty Walsh se sentía hundida. Se detuvo por un momento mirando a las moscas y preguntándose —no muy seriamente— de dónde procederían. ¿Importadas, quizá? El año pasado, o el anterior, o en algún momento, no había habido ni una.

Pero finalmente se abrió camino entre los cubos y entró, intentando quitarse la mascarilla filtro mientras lo hacía. Se le había enredado en el pelo. Lo había dejado crecer mientras estaba fuera.

El aire dentro estaba también lleno de humo, pero era marihuana. Las ventanas estaban selladas con cinta adhesiva para impedir que entrara el aire de fuera. Hacía mucho calor.

—Cristo, es Kitty —dijo Hugh, y se apartó de Carl. Ambos estaban desnudos. Y ella casi también lo estaba: sólo un vestido abierto por delante, y unas sandalias.

—¿Dónde has estado, pequeña? —preguntó Carl.

—En sitios. —Dejó en el suelo la bolsa de tela de unas líneas aéreas que era lo único que se había llevado consigo y tendió la mano hacia el porro que estaban compartiendo.

—Encontré a un tipo cuando me agarraron en la fiesta de los fuegos artificiales —dijo tras un rato—. Fuimos a Oregón. No sabía que fuera tan estupendo allí. Tuvimos como tres días de cielo azul. Quizá cuatro.

—¡No jodas! —dijo Carl.

—De veras. Incluso encontramos un lago en el que se podía nadar. Y me he puesto morena, mirad. Alzó su vestido hasta las axilas, y estaba realmente un poco, muy poco, bronceada.

Tras lo cual hubo un rato de silencio. Era el viaje. De la habitación del fondo llegaba suavemente la música de una radio. Finalmente se dio cuenta de ello y estiró la cabeza tanto como pudo.

—¿Quién hay ahí dentro? —preguntó, mirando a su alrededor—. Y, ¡hey! ¡Habéis puesto una cerradura en esa puerta!

Hugh y Carl intercambiaron miradas. Pero después de todo era su apartamento.

—Hector Bamberley —dijo Hugh.

—¿Qué?

—¿No has oído hablar del asunto?

—Cristo, claro que lo he oído. ¿Quieres decir…? —Casi se puso en pie, pero se cayó de espaldas entre los colchones que cubrían el suelo, con un estallido de risa incontenible.

—¿Quieres decir precisamente ahí? ¿Bajo las narices de los polis? ¡Oh, mierda! ¡Eso es fantástico!

Carl se sentó, rodeando sus rodillas con las manos, y lanzó una risita. Hugh frunció el ceño y dijo:

—No es tan divertido como eso. El asqueroso de su padre no quiere seguir el juego. Y empiezo a sentirme harto de montar guardia todo el tiempo. No podemos dejar esto solo, por supuesto. Y además está enfermo.

—Se hace el enfermo —gruñó Carl—. Fue una de las primeras ideas que se le ocurrió, intentar que trajéramos a un doctor con el que pudiera hablar. Ahora vuelve a lo mismo. Me da no sé qué malgastar con él una comida tan cara.

—¿Eh?

—Todo traído de Puritan. Ossie insistió. Es él quien lleva el asunto.

—Oye —exclamó Hugh—, ¿no es ya la hora de llevarle la comida?

—Es probable —asintió Carl—. Kitty, ¿tienes alguna idea de la hora?

Negó con la cabeza.

—¿Ossie? —dijo—. ¿Quieres decir Austin? Pero sabes que no es el auténtico, ¿verdad?

—Oh, claro —suspiró Hugh—. Incluso piensa en dejar correr el nombre. Dice que está cansado de esperar a que el auténtico salga de su escondrijo y haga algo.

—Si lo hiciera —dijo Kitty—, podría reunir el mayor ejército de la historia, con sólo chasquear los dedos. Ahí en Oregon vi… Infiernos, no importa. Le llevaré la comida. Siempre he deseado conocer al hijo de un millonario. ¿Dónde está… en la nevera?

—Sí, preparada en una bandeja. Y cuando salgas, golpea la puerta para que te abramos. Uno, uno-dos. —Carl se lo mostró—. Así sabremos que eres tú y no él.

—De acuerdo —dijo Kitty, y dio otra chupada al porro antes de dirigirse a la cocina.

Hector estaba tendido, dormido, de espaldas a la puerta. Ella hizo un lugar para la bandeja entre un montón de libros y revistas, la mayoría pornográficos… alemanes y daneses, de la mejor calidad. Luego rodeó la cama y descubrió que el chico tenía la cremallera de la bragueta abierta y su mano crispada sobre su miembro. Medio cubierta por la almohada había otra revista porno, una de lesbianas. Sobre el suelo, un pañuelo de papel sucio. Mojado. Lo tiró al orinal de la habitación.

Bueno, así que a eso se parecía el hijo de un millonario. Nada del otro mundo.

Pero tampoco estaba mal, decidió al cabo de un momento. Era un chico atractivo. Un ligero vello estaba empezando a aparecer en sus mejillas. Hummm. Encantador.

¿Lo despertaba?

¿O esperaba a que lo hiciera él?

Se sentó en el suelo con la espalda apoyada contra la pared y se lo quedó mirando, sin pensar en nada en particular. Se sentía flotar. Estaba flotando ya cuando llegó, y esa última carga extra del porro de Hugh y Carl había acabado de
lanzarla
. De algún modo le parecía un esfuerzo excesivo ir y despertarlo.

Tras un rato, sin embargo, la visión de aquella cremallera abierta comenzó a hacer efecto. Separó sus piernas y empezó a acariciarse. Era bueno cuando una se sentía lanzada así: muy suavemente, muy lentamente, yendo hasta el final pero sin llegar a él, sin perder el control. Como subir una ladera cubierta de nieve resbalando un poco hacia atrás a cada paso pero nunca hasta volver al lugar donde habías estado en el paso anterior.

Casi estuvo a punto de no darse cuenta cuando los ojos del muchacho se abrieron y la vio en la habitación. Sin embargo, no dejó lo que estaba haciendo.

—¿Quién eres? —preguntó él, con una voz muy baja.

Ella miró su miembro. Se estaba hinchando. El se dio cuenta y se tapó con una punta de la sábana. Su cama estaba completamente revuelta.

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