Read El rebaño ciego Online

Authors: John Brunner

Tags: #Ciencia ficción

El rebaño ciego (56 page)

BOOK: El rebaño ciego
3.03Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

—¿Él? Impaciente de que se celebre el juicio. Deseando enfrentarse a ese bastardo… ¿qué es lo que creía? ¡A propósito!

—¿Sí?

—No me llame «señor». Soy el coronel Bamberley, aunque sólo este en la reserva Y por cierto, ¿por qué no va usted de uniforme?

A FLOTE

…restablecidas esta tarde, y algunas zonas de la ciudad serán repobladas mañana, mientras que otras donde los incendios fueron peores deberán ser demolidas. Comentando la rapidez del regreso de Denver a circunstancias más o menos normales, el Presidente dijo, cito, Será una fuente de desanimo para nuestros enemigos el ver con qué rapidez hemos puesto a flote la nave del Estado. Fin de la cita. Las bolsas de resistencia de trainitas y militantes negros en los centros de las ciudades de la nación siguen hundiéndose a medida que el hambre y el frío continúan causando estragos, así como la enfermedad que se extiende por todas partes. Nuevas medidas contra la viruela han sido tomadas en Little Rock y Charleston, Virginia. Las presiones para que se celebre el juicio contra Austin Train siguen aumentando, mientras que el largo retraso ha animado a sus partidarios que han conseguido eludir los arrestos masivos de elementos subversivos a reanudar sus ataques de sabotaje y propaganda. Infestaciones de jigra han sido informadas en el día de hoy en Canadá y Méjico. Ahora el tiempo. Sobre gran parte del Oeste y del Medio Oeste ha caído una lluvia ácida, como resultado de la acción atmosférica sobre humos conteniendo azufre, y…

ÚLTIMAS NOTICIAS

—Gracias —le dijo Peg al conductor del camión. Había efectuado la última parte del camino con uno de los equipos que comprobaban la pureza del agua local, asegurándose de que el último rastro de veneno había sido evacuado antes de volver a conectar las canalizaciones. El hombre no respondió, sino que estornudó.

Ella mostró su autorización a los guardias de la puerta Y fue introducida a la antigua mansión de los Bamberley. Estaban concediendo un montón de privilegios a la prensa; los propagandistas extranjeros alborotaban respecto a la utilización de prisioneros encadenados dentro y en los alrededores de Denver, y se suponía que ella iba a escribir un artículo objetivo sobre la situación. Era la técnica habitual, la misma que habían utilizado con Train cuando aparecía regularmente en la televisión y en las comisiones de expertos del gobierno, la misma que habían utilizado en el caso de Lucas Quarrey.

Pero ella había aceptado el encargo únicamente para conseguir un pase de viaje. Tras su escala estaba decidida a ir a California, legal o ilegalmente. Habían llevado a Austin allí, porque Bamberley se negaba a trasladar a su hijo a Nueva York.

En cualquier caso, era allá donde lo habían mantenido secuestrado.

Un grupo de prisioneros estaba siendo alineado al otro lado del camino mientras ella se acercaba a la casa, y ante su sorpresa reconoció al último hombre de la hilera. Hugh. Hugh Pettingill. Horriblemente cambiado: sus mejillas y labios estaban cubiertos de costras, su expresión parecía la de un imbécil. Pero era Hugh, sin lugar a dudas.

Lanzó una exclamación, y él se giró, y una luz de reconocimiento brilló en sus ojos. Se detuvo y aquello tiró de la cadena, y el hombre delante de él maldijo, y el guardia encargado de la fila se giró y por un momento Peg pensó horrorizada que Hugh iba a decir: «¿No nos vimos antes en el wat?»

Si el guardia llegaba a saber que ella había simpatizado alguna vez aunque fuera remotamente con los trainitas, la cosa podía ser fatal. El motivo por el cual ella aún seguía en libertad no lo había sabido hasta unos pocos días antes y todavía no llegaba a creérselo.

Era gracias a Petronella Page.

Aquella mala zorra que había empicotado en su show a centenares de hombres y mujeres mejores que ella se había sentido tocada por las enseñanzas de Austin quizás actualmente era su única auténtica conversa, quizá seguiría siendo la única. Pero había utilizado el peso que le daba su show para hacerle un favor a Peg.

La había llamado y le había pedido que acudiera a visitarla a su oficina; reluctante, Peg había aceptado, y allí se encontró ante una fotocopia de una orden de detención a nombre de Margaret Mankiewicz.

—He hecho que la suspendieran —dijo Petronella.

—¿Cómo? —(Peg recordaba la forma en que sus uñas se habían hundido en las palmas de sus manos mientras hacía la pregunta).

—¿Quién cree que tiene la cinta que grabó Austin para el caso en que se le impidiera aparecer en mi show?


¿Qué?

Una ligera sonrisa.

—Sí, ese es un extremo al que usted probablemente no le concedió importancia. Antes de que alguien pensara en reclamarla de la caja de seguridad, puse mis manos sobre ella. —Se giró para inspeccionar la negligente apariencia de ambas, con algunas uñas rotas, todo el esmalte saltado a medias. Ella misma llevaba un suéter y unos viejos tejanos, pero esta era la moda del momento… estamos en guerra, así que ponte ropas raídas para demostrar que te preocupas por ello.

—Es algo terrorífico —dijo—. La he puesto una docena de veces. También he hecho copias. En casa. Tengo un buen equipo. Están en buenas manos. Si me ocurre algo, serán utilizadas. Los trainitas no están vencidos, sólo momentáneamente frenados. Aturdidos.

Peg estaba casi fuera de sí.

—¿Pero por qué no ha hecho públicas las cintas? ¿Pasado por televisión? ¿Publicado el texto?

—Porque Austin aún está entre nosotros, ¿no? Y sospecho que existe una razón para lo que está haciendo, aunque confieso que no puedo imaginar ni remotamente cuál es. De todos modos… —Vaciló—. Creo en ese hombre. De la misma forma que usted, supongo.

Cuando Peg no respondió, alzó bruscamente la cabeza.

—¿No es así? —preguntó.

—El… sufrió en una ocasión una depresión nerviosa. ¡Desearía que me hubiera dejado hablar con él! ¡Tengo tanto miedo de que puedan volverlo loco! ¡Permanentemente!

—¿Sabe?, tras la investigación de los disturbios en la planta hidropónica Bamberley, tuve en mi show a algunos de los chicos que atestiguaron. Todos ellos dijeron que estar loco era la única forma de continuar. Quizá tenían razón.

Pero ella estaba libre, al menos, y la libertad era algo demasiado precioso como para correr el riesgo de perderla. Por milagro, Hugh se dio cuenta de la situación. Dejó que su rostro adoptara de nuevo un aire embrutecido.

—Me he dado un golpe en el dedo gordo del pie —le dijo al guardia, que les hizo seguir andando.

—…así que ya ve —concluyó Peg su explicación al reluctante coronel Saddler, que había mencionado ya tres veces lo furioso que estaba por haber sido llamado de vuelta a los Estados Unidos cuando les estaban zurrando los fondillos de los pantalones a esos tupas en Honduras—. He pensado que si tenía la oportunidad de hablar con algunos de esos… esto… trabajadores…

—Elija a los que quiera —gruñó el coronel, y estornudó, se disculpó, y prosiguió. Mucha gente estaba estornudando por allí aquel día. Pero esperó no verse afectada por otro ataque de sinusitis—. Verá que son absolutamente típicos… ¡típicos! No importa a quien se dirija; le garantizo que encontrará a un subversivo, o a un traidor, o a un pro-tupa, o a un desertor. Es una absoluta
mentira
que hayamos arrestado a civiles inocentes. Hay gente que en tiempos de necesidad no han respondido a la llamada de su país.

Así fue como aquella tarde Peg pudo entrevistarse con Hugh en una relativa seguridad.

—Perdóneme —dijo Hugh en voz muy baja—. Estuve a punto de traicionarla. Mi cabeza está algo ida de tanto en tanto. Bebí un poco de agua en mi camino hacia aquí y debía estar contaminada. —Vaciló—. Es usted, ¿verdad? Quiero decir, no estoy confundiéndola con otra persona. ¡Es tan difícil mantener el hilo de las ideas! —Casi en un lamento—. ¿Es usted la amiga de aquel tipo… esto… Decimus?

Peg asintió. Aquel era un gran dolor siempre presente en su corazón. Cuando había conocido antes a Hugh no le había caído bien. Pero entonces no estaba en esta lamentable condición, temblando, hablando como si quisiera evitar el pensar.

—Conozco a alguien que era también amigo suyo —dijo Hugh. Sus ojos brillaban—. Carl. Usted lo conoció. Trabajaba en Hidropónicos Bamberley. Conocía a Decimus. Le caía bien. Quizás a mí también me hubiera caído bien si lo hubiera conocido. Carl le hizo un regalo en una ocasión, me dijo. Le dio comida. La tomó de la planta. Trabajaba como empaquetador, o en el servicio de mantenimiento, o en un sitio así.

—¿Dices que le dio a Decimus comida de la planta? —murmuró Peg lentamente.

—¡Usted no me está escuchando! Eso es lo que dije, ¿no? Un regalo de Navidad, le dijo. Recuerda usted a Carl, ¿no? ¿Por casualidad no lo habrá visto recientemente? Me gustaría saber dónde está. Me gusta Carl. Espero que esté bien…

Empezó a tamborilear sus dedos contra su rodilla, mientras su voz se desvanecía.

—¿Tu amigo Carl —dijo Peg, sintiendo su garganta tan apretada como si le hubieran hecho un nudo en ella— le dio a Decimus algo de comida de la planta, como un regalo de Navidad?

—Cristo, si no escucha usted lo que digo, será mejor que me quede callado —dijo Hugh, y se alejó.

—Oh, Dios mío —murmuró Peg—. Oh, Dios mío.

NOVIEMBRE
¿CON QUÉ SERA SAZONADO?

Un químico en una antigua compañía respetable

consigue tras varias décadas de investigación

aislar el principio activo de los océanos

Eran grandes las esperanzas de una aplicación inmediata

como aditivo seguro para la conservación de los alimentos

y milagroso realzador del sabor natural

Lamentablemente se terminó descubriendo

que en una disolución tan débil como un simple tres por ciento

causaba la deshidratación y el delirio y la muerte

—«Padre Nuestro que estás en Washington», 1978

ALIAS

Había utilizado el nombre desde hacía tanto tiempo que incluso había empezado a pensar en sí mismo como «Ossie», pero no deseaba que todo el mérito de lo que estaba haciendo ahora fuera a parar a ese hijo de madre que se había dejado arrestar tan dócilmente —¡y que, peor aún, iba a dejarse enjuiciar sin ni siquiera abrir la boca!— por los lacayos del Establishment a los que había estado en situación de destruir.

Así que se metió en el bolsillo una hoja de papel que decía: «Soy Bennett Crowther». Con su foto.

No esperaba durar mucho tiempo más. Había deseado caer luchando. Ahora apenas podía andar, apenas ver, apenas respirar. Decían que era una nueva especie de gripe; estaba matando gente en China y Japón, y acababa de poner un pie allá en la Costa Oeste. De todos modos, las noticias de Honduras eran buenas: los tupas habían tomado San Pedro Sula y se estaban extendiendo hacia el norte, y su primera medida como gobernantes de facto había sido nacionalizar inmediatamente todas las industrias que generaban desechos o humos nocivos. Iba a tomar un cierto tiempo llevar aquello a la práctica, sobre todo con el hambre generalizada, pero…

Situó la última de sus bombas y tosió y escupió y jadeó. Tenía cuarenta de fiebre pero un revolucionario no puede ir al hospital, un revolucionario es un solitario, sólo cuenta consigo mismo, muere solo si es necesario como un lobo herido. Sus dedos temblaban tanto que tuvo problemas para ajustar el dispositivo de tiempo. Además, apenas veía el dial.

Pero estallaría en algún momento mañana por la mañana, y eso era lo que se suponía que debía hacer.

Abandonó los lavabos, abandonó el edificio, regresó a su casa, y nunca más volvió a salir.

AUN HAY ESPERANZA

Guardias armados en el tribunal. Un trainita increíblemente atrevido había agitado una bandera con la calavera y las tibias hacía un momento, y había sido arrestado y sacado de allí, pero la multitud permaneció en su mayor parte tranquila. Había doscientos Guardias Nacionales en la calle y cincuenta policías armados en los corredores y en la sala del tribunal. La tranquilidad podía ser ilusoria. Los sabotajes no mostraban ningún signo de decrecer. Todas las ciudades de la nación con una población de más de dos mil habitantes habían conocido algún tipo de incidente ya, y la gente estaba asustada. También hambrienta. Se estaban produciendo ya los primeros arrestos por acaparamiento de víveres y fraude en el racionamiento.

Pero los trainitas en general —o la gente que se tenía por tal, lo cual significaba la mayoría de los jóvenes más inteligentes y algunos de sus mayores— estaban desconcertados y desanimados y no sabían qué hacer. Tras aquella increíble metedura de pata en el anuncio del estado de guerra por parte del presidente, habían esperado una petición instantánea de que los cargos fueran retirados, sobre la base de que era imposible constituir ya un jurado imparcial. Como un estallido de júbilo, otra oleada de manifestaciones y tumultos brotó en todo el país… y fue aplastada. Sin una seña del propio Train, toda aquella gente que imaginaba haber encontrado un líder empezó a preguntarse si después de todo no estaría implicado realmente en el secuestro de Bamberley. Los más optimistas empezaron a murmurar que debía estar muerto, o puesto bajo hambre y lavados de cerebro hasta que confesara una culpa que no era suya. Sólo los más sofisticados miraban al cielo, que estaba cubierto como de costumbre, y observaban la lluvia roer sus trajes, los ladrillos, el cemento… y se desesperaban.

Había cámaras de televisión en la sala del tribunal. El juicio iba a ser transmitido en directo a todo el país. El precedente se había sentado hacía años en Denver, pero el caso Watkins había sido grabado y montado luego para condensarlo y suprimir lo menos interesante antes de emitirlo. Esto iba a ser retransmitido como las audiencias Ejército-McCarthy, sólo que a un público más amplio. Se calculaba que la audiencia iba a ser colosal, pese a que la hora no era de las más favorables. No parecía correcto que las emisoras programaran viejas películas y repeticiones de dramáticos ya emitidos cuando la nación estaba en pie de guerra. (Uno decía prudentemente: «pie de guerra». Porque aún no había ningún enemigo sobre quien arrojar las grandes bombas).

Además, las emisoras se sentían felices de la posibilidad de economizar un poco. Algunos de los patrocinadores más opulentos se habían visto en la obligación de retirar sus apoyos. ¿Quién compraba coches en estos momentos? ¿Quién vendía seguros?

El país, por así decirlo, estaba ocioso. Las industrias cerraban por todas partes, bien debido a los sabotajes o simplemente porque eran intrínsecamente no productivas, como la publicidad. Los hombres válidos habían sido movilizados. Pero millones y millones de mujeres estaban en sus casas, no yendo de compras o visitando a los amigos, debido al racionamiento y a la política de austeridad. La gasolina sólo se obtenía con autorización especial. Había un policía o un Guardia Nacional en cada esquina, con un arma, dispuesto a verificar esa autorización. Estaba la televisión, por supuesto, y «en el interés de la nación» las principales emisoras iban a unir todos sus recursos.

BOOK: El rebaño ciego
3.03Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

Other books

Pilgrim’s Rest by Patricia Wentworth
The Fallen by Jack Ziebell
Good Medicine by Bobby Hutchinson
Mystery on Blizzard Mountain by Gertrude Chandler Warner
Corsican Death by Marc Olden