Un día Tarzán encontró a la señorita Strong conversando con un desconocido, un hombre al que hasta entonces no había visto a bordo. Al acercarse Tarzán a la pareja, el hombre dedicó una reverencia a la muchacha e hizo ademán de retirarse.
Aguarde un momento, monsieur Thuran —pidió la señorita Strong—, permítame que le presente al señor Caidwell. Somos compañeros de viaje y debemos conocernos todos.
Ambos hombres se estrecharon la mano. Cuando Tarzán miró a los ojos de monsieur Thuran le pareció percibir algo extrañamente familiar en su expresión.
—Estoy seguro de que en algún momento del pasado tuve el honor de conocer a monsieur Thuran —articuló Tarzán—, aunque no logro recordar las circunstancias de ese encuentro.
Monsieur Thuran no pareció sentirse precisamente a gusto.
—No me es posible aclararle nada, monsieur —contestó—. Tal vez esté usted en lo cierto. También yo he tenido esa misma sensación al verme frente a un desconocido.
—Monsieur Thuran me estaba explicando algunos secretos de la navegación —manifestó la señorita Strong.
Tarzán prestó escaso interés a la conversación que siguió… Se esforzaba en recordar dónde había conocido a monsieur Thuran. Tenía la certeza de que fue en circunstancias extrañas. Los rayos de sol cayeron de pronto sobre ellos y la muchacha pidió a monsieur Thuran que le desplazase un poco la tumbona, que se la pusiera a la sombra. Dio la casualidad de que en aquel momento Tarzán estaba mirando al hombre y observó que manejaba la tumbona con cierta torpeza: tenía rígida la muñeca izquierda. Aquel detalle fue suficiente…, una repentina cadena de asociación de ideas hizo lo demás.
Monsieur Thuran llevaba unos minutos intentando encontrar una excusa que le permitiera retirarse con elegancia. La laguna que se produjo en la conversación como consecuencia del cambio de sitio de los asientos le brindó la oportunidad de disculparse. Hizo una reverencia a la señorita Strong, dirigió una inclinación de cabeza a Tarzán y se volvió para marchar.
—Un momento —le detuvo Tarzán—. Si la señorita Strong tiene la bondad de perdonarme, me gustaría acompañarle un momento. Vuelvo en seguida, señorita Strong.
Monsieur Thuran parecía incómodo. Cuando los dos hombres se encontraron fuera de la vista de Hazel Strong, Tarzán se detuvo y una de sus gigantescas manos se posó en el hombro de su acompañante.
—¿Qué juego se trae ahora entre manos, Rokoff? —preguntó.
—Abandono Francia, tal como le prometí —replicó el ruso en tono desabrido.
—De eso ya me he dado cuenta —dijo Tarzán—, pero le conozco demasiado bien para que me cueste un trabajo ímprobo creer que el hecho de que viaje en el mismo barco que yo es pura coincidencia. Y aunque en un momento de debilidad mental hubiese llegado a creerlo, el que se haya disfrazado me obligaría a desechar esa idea inmediatamente.
—Bueno —rezongó Rokoff, con un encogimiento de hombros—, no sé adónde quiere ir a parar. Este buque enarbola bandera británica. Tengo tanto derecho como usted a viajar a bordo de él y si pensamos que usted reservó su pasaje con nombre supuesto, imagino que incluso tengo más derecho que usted.
—No vamos a discutir por eso, Rokoff. Todo lo que quiero es advertirle que procure no acercarse a la señorita Strong… Es una mujer decente.
Rokoff se puso escarlata.
—Si echa en saco roto mi advertencia, le arrojaré por la borda —prosiguió Tarzán—. No olvide que lo único que espero es que se me ponga a tiro alguna excusa, por pequeña que sea.
Giró sobre sus talones y dejó plantado a Rokoff. Quieto allí, el ruso temblaba de furia mal contenida.
Tarzán no volvió a ver a Rokoff en varios días, pero el ruso no estuvo cruzado de brazos. En su camarote, con Paulvitch, se daba a todos los diablos, escupía rayos y centellas y amenazaba con la más feroz de las venganzas.
—Le tiraría al mar esta misma noche —rabiaba el rusosi no fuera porque estoy seguro de que no lleva encima esos documentos. No puedo exponerme a que se pierdan con él en el océano. Y si tú, Alexis, no fueses un estúpido gallina encontrarías el modo de colarte en su camarote y registrarlo hasta dar con los documentos.
Paulvitch sonrió.
—Se supone que el cerebro de esta banda eres tú, mi querido Nicolás —replicó Paulvitch—. ¿Por qué no se te ocurre a ti la brillante idea que te permita ir tú mismo a registrar el camarote de monsieur Caldwell, eh?
Dos horas después, el destino se mostró benévolo con la pareja. Paulvitch, siempre ojo avizor, vio a Tarzán salir de su camarote sin tomar la precaución de cerrar con llave la puerta. A los cinco minutos, Rokoff se había apostado en un punto desde el que podía dar la alarma en el caso de que volviese Tarzán, mientras Paulvitch ejercía sus habilidades registrando el equipaje del hombre-mono.
Estaba a punto de darse por vencido cuando vio una chaqueta que Tarzán acababa de quitarse. Antes de que hubiese transcurrido un minuto, Paulvitch tenía en la mano un sobre oficial. La rápida mirada que echó a su contenido puso una amplia sonrisa en el semblante del allanador.
Cuando abandonó el camarote ni el propio Tarzán hubiese podido decir que, desde que salió, habían tocado o cambiado de sitio uno solo de los objetos de la estancia. Paulvitch era un consumado maestro en ese arte.
Al entregar el sobre a su compinche, en la intimidad del camarote, Rokoff llamó a un camarero y pidió una botella de champán.
—Hemos de celebrarlo, mi querido Alexis —dijo.
—Fue pura suerte, Nicolás —explicó Paulvitch—. Es obvio que siempre lleva encima esos papeles… Sólo el azar permitió que se le olvidara traspasarlos de un bolsillo a otro cuando se cambió de chaqueta un momento antes. Pero me temo que va a armar una buena tremolina cuando descubra la pérdida. Lo malo es que la relacionará contigo automáticamente. Ahora que sabe que estás a bordo, lo primero que hará será sospechar de ti.
—Después de esta noche… dará lo mismo de quién sospeche —dijo Rokoff, con repulsiva sonrisa.
Aquella noche, cuando la señorita Strong se retiró a descansar, Tarzán continuó en cubierta, apoyado en la barandilla y con la mirada en la lontananza marina. Desde que subió al buque, todas las noches había hecho lo mismo…, a veces permanecía así una hora. Y los ojos que habían estado espiándole continuamente, a partir del instante en que abordó el transatlántico en Argel, conocían perfectamente esa costumbre.
Esos mismos ojos seguían vigilándolo en aquel momento, mientras el hombre mono permanecía acodado en la barandilla. El último rezagado abandonó la cubierta. Era una noche clara, pero sin luna… Apenas se distinguían los objetos de cubierta.
De entre las sombras del camarote se destacaron dos figuras que fueron aproximándose sigilosamente por detrás al hombre mono. El chapoteo de las olas al chocar contra los costados del barco, el zumbido de la hélice y el martilleo sordo de los motores ahogaron los casi inaudibles rumores que producían los dos hombres que se acercaban a Tarzán.
Casi habían llegado hasta él, iban agachados, como miembros de un equipo de fútbol americano preparando la jugada. Uno de ellos levantó y bajó la mano… Parecía contar los segundos… uno… dos… ¡tres! Al unísono, ambos saltaron sobre la víctima. Uno de ellos cogió una pierna y antes de que Tarzán de los Monos, con todo lo rápido que era, pudiese revolverse para afrontar al enemigo, ya le habían pasado por encima de la borda y caía al Atlántico.
Hazel Strong contemplaba el mar a través de la portilla del camarote. De pronto ante sus ojos pasó rápidamente un cuerpo que descendía a plomo desde la cubierta. Antes de que la muchacha tuviese tiempo de determinar con certeza qué era, el bulto desapareció tragado por las oscuras aguas… podía haber sido un hombre, pero Hazel no estaba segura. Aguzó el oído por si sonaba en la parte superior el grito, siempre alarmante, de «¡Hombre al agua!», pero tal grito no llegó. En el barco, arriba, todo era silencio. En el océano, abajo, también todo era silencio.
La joven llegó a la conclusión de que lo que había visto caer no era más que una bolsa de basura que sin duda lanzó por la borda algún miembro de la tripulación. Instantes después se acostaba en la litera.
A la mañana siguiente, a la hora del desayuno, el asiento de Tarzán aparecía desocupado. Tal ausencia despertó cierta curiosidad en la señorita Strong, porque el señor Caldwell siempre se había creído en el deber de aguardar hasta que llegasen la joven y su madre para desayunar con ellas. Más tarde, cuando la muchacha estaba sentada en cubierta, monsieur Thuran pasó por allí y se detuvo a intercambiar con ella media docena de cortesías. Al parecer, el hombre se encontraba de un humor excelente, aparte de que era persona extraordinariamente amable. Cuando reanudó su camino, la señorita Strong se quedó pensando en lo encantador que era monsieur Thuran.
El día fue transcurriendo cansinamente. La muchacha echaba de menos la sosegada compañía del señor Caldwell; aquel caballero tenía algo que cautivó a la joven desde el primer momento. Su conversación era amena y ella bebía sus palabras, embobada, cuando le hablaba de los lugares que había visto, de las gentes y de sus costumbres, de los animales salvajes… Tenía un estilo divertidísimo de hacer sorprendentes comparaciones entre las fieras y los hombres civilizados. Lo que revelaba en él un amplio conocimiento de los animales y una aguda y un tanto cínica apreciación de los hombres.
Por la tarde, monsieur Thuran volvió a hacer un alto en su paseo y entabló conversación con la señorita Strong, lo que alegró sobremanera a la chica, deseosa de romper la monotonía de la jornada. Pero ya empezaba a preocuparle seriamente la continuada ausencia del señor Caldwell. Sin saber cómo ni por qué empezó a asociarla de forma insistente con el sobresalto que había experimentado la noche anterior cuando aquella cosa oscura pasó frente sus ojos por delante de la portilla y se hundió en el mar. Sacó a colación el asunto en su diálogo con monsieur Thuran. ¿Había visto al señor Caldwell en el curso del día? Pues, no. ¿Por qué?
—No estaba en el comedor durante el desayuno, como tiene por costumbre, y tampoco le he visto hoy en todo el día —explicó la joven.
Monsieur Thuran no pudo mostrarse más cortés.
—La verdad es que no he tenido el gusto de conocer a fondo al señor Caldwell —dijo—. Lo que no es óbice para que me parezca un caballero de cualidades estimables. ¿No es posible que se encuentre indispuesto y se haya quedado en su camarote? No tendría nada de extraño.
—No —concedió la muchacha—, no tendría nada de extraño, claro; pero por alguna razón inexplicable me ha asaltado una de esas absurdas intuiciones femeninas que me dice que al señor Caldwell le ha pasado algo. Es una sensación extraña…, como si supiese subconscientemente que no está a bordo.
Thuran emitió una risa impregnada de simpatía.
—¡Por Dios, mi querida señorita Strong! —exclamó—, ¿en qué otro sitio podría estar? Llevamos un montón de días sin avistar tierra.
—Naturalmente, es ridículo por mi parte —reconoció Hazel. Y añadió—: Pero ahora mismo dejo de preocuparme y me dedico a averiguar dónde está el señor Caldwell.
Hizo una seña a un camarero que pasaba.
«Eso es más dificil de lo que imagina, mi querida joven», pensó monsieur Thuran. Aunque dijo en voz alta:
—¡Naturalmente!
—Por favor, ¿tendrá la bondad de buscar al señor Caldwell? —pidió Hazel al camarero—. Cuando lo encuentre, dígale que sus amigos están muy preocupados por su larga ausencia.
—aprecia usted mucho al señor Caldwell? —se interesó monsieur Thuran.
—Me parece una persona estupenda —respondió la joven—. Y a mi madre le ha robado el corazón. Es la clase de hombre que inspira absoluta seguridad…, nadie puede por menos que sentir una confianza ciega y total en el señor Caldwell.
Al cabo de un momento regresaba el camarero con la noticia de que el señor Caldwell no se encontraba en su camarote.
—No consigo dar con él, señorita Strong, y —titubeóme han dicho que esta noche no durmió en su litera. Creo que lo mejor que puedo hacer es ir a informar de esto al capitán.
—Desde luego —coincidió Hazel—. Le acompañaré a ver al capitán. ¡Es terrible! Sé que le ha sucedido algo espantoso. Mi presentimiento no era ninguna falsa alarma, después de todo.
Momentos después, una asustadísima joven y un excitado mozo comparecían ante el capitán. El hombre escuchó en silencio la historia… y una expresión intranquila se reflejó en sus facciones cuando el camarero le aseguró que había buscado al pasajero perdido por todos los lugares de la nave que se esperaba pudiese frecuentar.
—¿Está usted segura, señorita Strong, de que anoche vio caer un bulto por la borda? —preguntó a la muchacha.
—De eso no hay la más ligera duda —respondió Hazel—. Lo que no puedo afirmar es que fuese un cuerpo humano… no se oyó ningún grito. Es posible que sólo fuese lo que en principio pensé que era, una bolsa de basura. Pero si el señor Caldwell no aparece, si no se le encuentra a bordo, nadie me quitará nunca de la cabeza la idea de que fue su cuerpo lo que vi caer por delante de la portilla de mi camarote.
El capitán ordenó un inmediato registro a fondo de la nave, de proa a popa. No debía pasarse por alto ningún rincón ni hendidura. La señorita Strong permaneció en la cabina del oficial, a la espera del resultado de la búsqueda. El capitán le formuló innumerables preguntas, pero la muchacha no pudo explicarle gran cosa acerca del pasajero desaparecido, aparte de lo que había observado de él en el curso de los pocos ratos que pasaron juntos en el transatlántico. Por primera vez, Hazel reparó en lo poco que le había contado el señor Caldwell acerca de su persona y de su vida anterior. Todo lo que sabía de aquel hombre era que había nacido en África y que se había educado en París, escasa información que obtuvo como resultado de la sorpresa que manifestó ante el hecho de que un inglés hablara su propio idioma con tan marcado acento francés.
—¿No le habló nunca de ningún enemigo? —quiso saber el capitán.
—En ningún momento.
—¿Conocía o alternaba con algún otro pasajero?
—Sólo se relacionaba conmigo… y eso fue gracias a la circunstancia de nuestro encuentro casual como compañeros de viaje.
—Ejem… en su opinión, señorita Strong, ¿era hombre aficionado a beber en exceso?
—No creo que bebiera ni una gota… Desde luego, no había estado bebiendo media hora antes de que yo viese caer por la borda aquel cuerpo —declaró la joven—, porque hasta entonces estuvo conmigo en cubierta.