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Authors: Edgar Rice Burroughs

Tags: #Aventuras

El regreso de Tarzán (7 page)

BOOK: El regreso de Tarzán
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»A Nicolás se le han atribuido crímenes terribles, pero siempre se las arregló para eludir el castigo. Últimamente salió bien librado de dos o tres asuntos turbios a base de falsificar pruebas que acusaban a sus víctimas de traición al zar, y la policía rusa, que siempre está dispuesta a aprovechar toda evidencia susceptible de incriminar a cualquiera de un delito de esa naturaleza, aceptaba la versión de Rokoff y le eximía de culpa.

—Y todos esos intentos criminales que ha puesto en práctica contra usted y su esposo, ¿no le han desposeído de los derechos que los lazos de parentesco pudieran otorgarle? —preguntó Tarzán—. El hecho de ser usted su hermana no le ha detenido a la hora de arrastrar por el fango su virtud de usted. No le debe lealtad ninguna, madame.

—¡Ah, pero hay otra razón! Aunque no le deba la menor lealtad porque sea mi hermano, tampoco puedo desembarazarme sin más ni más del temor que me inspira, por culpa de cierto episodio de mi vida del que él está enterado.

»También puedo contárselo todo —prosiguió tras una pausa—, porque algo en el fondo de mi corazón me dice que, tarde o temprano, acabaré por confesárselo. Me eduqué en un convento y allí conocí a un hombre que supuse era un caballero. Por aquel entonces no sabía prácticamente nada de los hombres y todavía menos del amor. Tenía la cabeza a pájaros y se me metió en ella la idea de que estaba enamorada de aquel hombre. Y cuando me apremió para que me escapara con él no tuve reparo en hacerlo. Íbamos a casarnos.

»Estuve con él tres horas justas. Siempre de día y en lugares públicos, en estaciones de ferrocarril y en un tren. Cuando llegamos a nuestro punto de destino, donde pensábamos contraer matrimonio, dos funcionarios de la policía se acercaron a mi acompañante en cuanto nos apeamos y le detuvieron. También se me llevaron a mí, pero cuando les contémi historia, en vez de arrestarme me enviaron de vuelta al convento, custodiada por una matrona. Al parecer, mi galán no era un caballero, sino un desertor del ejército y un fugitivo de la justicia civil. Tenía antecedentes delictivos en casi todos los países de Europa.

»Los rectores del convento echaron tierra sobre el asunto. Ni siquiera se enteraron mis padres. Pero Nicolás se tropezó con mi pretendiente poco después y se enteró de todo el episodio a través de él. Ahora me amenaza con contárselo al conde si no accedo a sus deseos.

Tarzán se echó a reír.

—Sigue siendo una niña. Lo que acaba de contarme de ninguna manera puede afectar negativamente su reputación y si no fuese usted una candorosa chiquilla se daría cuenta de ello. Preséntese esta noche ante su marido y cuéntele toda la historia exactamente igual a como me la ha contado a mí. O mucho me equivoco o el conde se reirá de sus temores y adoptará de inmediato las medidas pertinentes para que hospeden a su hermano de usted en la cárcel, tal como le corresponde.

—Quisiera tener el valor necesario para atreverme a ello —dijo la mujer—, pero estoy asustada. La vida me ha enseñado a temer a los hombres. Desde muy pequeña. Primero mi padre, después Nicolás, a continuación los frailes del convento. Casi todas mis amigas tienen miedo de sus esposos… ¿por qué no voy yo a tenerlo del mío?

—No me parece justo que las mujeres deban tener miedo de los hombres —opinó Tarzán, con expresión de perplejidad en el semblante—. Conozco mejor a los seres que pueblan la selva y, dejando aparte a los negros, en la mayoría de las especies animales suele ocurrir más bien lo contrario. No, me resulta imposible comprender por qué las mujeres civilizadas tienen que temer a los hombres, creados precisamente para protegerlas. A mí me molestaría mucho pensar que una mujer me tiene miedo.

—No creo que ninguna mujer llegase a temerle, amigo mío —articuló Olga de Coude en voz baja y suave—. Le conozco desde hace muy poco y, aunque parezca una tontería decirlo, es usted el único hombre, entre todos los que he tratado a lo largo de mi vida, del que nunca podría tener miedo… Lo cual no deja de resultar extraño, dado que es usted muy fuerte. Me maravilló la facilidad y desenvoltura con que dominó a Nicolás y Paulvitch aquella noche en mi camarote. ¡Fue fantástico!

Al despedirse, poco después, Tarzán se preguntó un tanto sorprendido a qué se debía el que la mujer demorase el apretón de manos, del mismo modo que le extrañó la firme insistencia que empleó la condesa para inducirle a prometer que la visitaría de nuevo al día siguiente.

El recuerdo de sus ojos entrevelados y de la perfección de los labios mientras le sonreía cuando le dijo adiós, permaneció en la memoria de Tarzán durante el resto de la jornada. Olga de Coude era una mujer preciosa y Tarzán de los Monos un hombre muy solitario, con un corazón necesitado del tratamiento clínico que sólo una mujer podía administrarle.

Cuando la condesa regresó a la sala, tras la marcha de Tarzán, se dio de manos a boca con Nicolás Rokoff.

—¿Cuánto tiempo llevas aquí? —preguntó la dama, a la vez que se encogía instintivamente.

—Desde antes de que llegara tu amante —Rokoff acompañó su respuesta con una desagradable y maliciosa mirada.

—¡Basta! —ordenó Olga de Coude—. ¿Cómo te atreves a decirme una cosa así? ¡A mí… a tu hermana!

—Bueno, mi querida Olga, si no es tu amante, te pido mil perdones. Aunque, si no lo es, no serás tú quien tenga la culpa. Si ese hombre tuviese una décima parte de los conocimientos que tengo yo de las mujeres, a estas horas estarías rendida en sus brazos. Es un estúpido majadero, Olga. Cada palabra, cada gesto, cada movimiento tuyo era una invitación, y no ha tenido un mínimo de sentido común para darse cuenta.

La mujer se tapó los oídos con las manos.

—No voy a escucharte. Eres un mal bicho al decirme tales cosas. Puedes amenazarme con lo que te plazca, pero sabes perfectamente que soy una mujer buena. A partir de esta noche no podrás continuar amargándome la vida, porque voy a contárselo todo a Raúl. Me comprenderá y, entonces, ¡ándate con cuidado, Nicolás!

—No le contarás nada —le contradijo Rokoff. Ahora dispongo de esta bonita relación ilícita y con la ayuda de uno de tus criados, en el que puedo confiar plenamente, no le faltará ningún detalle a la historia cuando llegue el momento de verter todos los datos precisos en los oídos de tu esposo. Incluidas pruebas juradas. El otro artificio sirvió a sus fines como era debido… ahora tenemos algo tangible con lo que trabajar, Olga. Un
affaire
de verdad… y una esposa en cuya fidelidad se confiaba. ¡Qué vergüenza, Olga!

Y el miserable soltó una risotada.

Así que la condesa no le contó nada a su marido y las cosas empeoraron un poco más. De sentir una especie de temor ambiguo, la imaginación de la dama pasó a experimentar un miedo concreto y palpable. También pudiera ser que la conciencia colaborase en la tarea de acrecentar ese temor desproporcionadamente.

Capítulo V
Fracasa una intriga

Tarzán visitó asiduamente durante un mes la residencia de la hermosa condesa De Coude, donde se le acogía con fervoroso entusiasmo. Allí encontraba con frecuencia a otros miembros del selecto círculo de amistades de la dama, que acudían a tomar el té de la tarde. Olga se las ingeniaba muchas veces para encontrar una u otra excusa que le permitiese pasar una hora a solas con Tarzán.

Durante cierto tiempo a la mujer no dejó de inquietarle la insinuación que había aventurado Nicolás. Para ella, aquel muchacho alto y apuesto no era más que un amigo, no lo consideró otra cosa, pero la sugerencia plantada en su cerebro por las malintencionadas palabras de Nicolás se desplegó en una serie de especulaciones cuya extraña fuerza parecía empujarla hacia el desconocido de ojos grises. Pero no deseaba enamorarse de él, ni tampoco deseaba su amor.

Olga de Coude era mucho más joven que su esposo y, sin que se percatase de ello, había estado anhelando desde el fondo de su corazón el refugio de un amigo de aproximadamente su misma edad. Los veinte años suelen ser remisos y apocados en lo que se refiere a intercambiar confidencias con los cuarenta. Tarzán tendría, a lo sumo, una par de años más que ella. La mujer estaba segura de que les sería fácil entenderse. Además, se trataba de un hombre educado, honesto y caballeroso. No la asustaba. Había comprendido instintivamente, desde el primer momento, que podía confiar en él.

Con malévolo regocijo, acechándoles a distancia, Rokoff había observado el desarrollo de aquella amistad cada vez más estrecha. Como sabía ya que Tarzán estaba enterado de su condición de agente del espionaje ruso, al odio que le inspiraba se había sumado el temor de que el hombre-mono pudiera desenmascararle. Rokoff sólo esperaba el momento propicio para descargar su golpe. Deseaba eliminar a Tarzán definitivamente y, al mismo tiempo, obtener una cumplida y placentera venganza por las humillaciones y derrotas que aquel enemigo le infiriera.

Tarzán se hallaba más cerca de la satisfacción y complacencia de lo que se había encontrado en ningún momento desde que la arribada del grupo de los Porter destrozó la paz y la tranquilidad de la selva virgen en que vivía.

Ahora disfrutaba de unas agradables relaciones sociales con los miembros del círculo de Olga, en tanto que la amistad que había trabado con la adorable condesa constituía para él una fuente inagotable de múltiples delicias. Esa amistad irrumpió en su ánimo, dispersó sus sombríos pensamientos y actuó como bálsamo para su corazón desgarrado.

A veces, D'Arnot le acompañaba en sus visitas al hogar de los De Coude, ya que conocía a Olga y a su esposo desde mucho tiempo atrás. En alguna que otra ocasión, De Coude aparecía por los salones, pero los múltiples asuntos de su alto cargo oficial y las infinitas exigencias de la política normalmente no le permitían volver a casa hasta bastante entrada la noche. Rokoff sometía a Tarzán a una vigilancia casi constante, con la esperanza de que, tarde o temprano, se presentaría de noche en el palacio de los De Coude. Pero esa esperanza estaba condenada a la decepción. Tarzán acompañó a casa a la condesa en diversas ocasiones, a la salida de la ópera, pero se despedía de ella, invariablemente, a la puerta del palacio… con enorme disgusto por parte del ferviente hermano de la dama.

Al llegar a la conclusión de que parecía imposible de todo punto sorprender a Tarzán como consecuencia de alguna acción emprendida por propia voluntad, Rokoff y Paulvitch empezaron a devanarse los sesos a fin de tramar un plan que les permitiese sorprender al hombre mono en una situación comprometida y que les facilitase, naturalmente, las oportunas pruebas circunstanciales.

Durante muchos días revisaron concienzuda y aplicadamente la prensa, sin olvidarse de espiar todos los movimientos de Tarzán y De Coude. Al final, sus esfuerzos se vieron recompensados. Un periódico matinal publicaba una breve nota en la que informaba de que en la noche del día siguiente iba a celebrarse una reunión en casa del embajador alemán. El nombre de De Coude figuraba en la lista de invitados a la misma. De asistir a ella, significaría que iba a estar ausente de su domicilio hasta pasada la medianoche.

La noche del ágape, Paulvitch se apostó en la acera, delante de la residencia del embajador germano, en un punto desde el que podía distinguir el rostro de los invitados que iban llegando. No llevaba mucho tiempo de guardia cuando vio a De Coude apearse de su automóvil y pasar ante él. Tuvo suficiente. Paulvitch salió disparado hacia su alojamiento, donde le aguardaba Rokoff. Esperaron allí hasta pasadas las once. Entonces Paulvitch descolgó el teléfono. Pidió un número.

¿,Hablo con el domicilio del teniente D'Arnot? —preguntó, cuando obtuvo la comunicación—. Tengo un recado para monsieur Tarzán. ¿Tendría la amabilidad de ponerse al aparato?

Sucedió un minuto de silencio. —¿Monsieur Tarzán?

—Ah, sí, señor, aquí Francois… del servicio de la condesa De Coude. Es posible que monsieur haga el honor al pobre Francois de acordarse de él… ¿sí?… Sí, señor. Tengo un recado urgente para usted. La condesa le ruega que venga a su casa cuanto antes… Se encuentra en un aprieto muy serio, monsieur…

»No, monsieur, el pobre Francois no lo sabe… ¿Puedo decir a madame que vendrá usted en seguida?…

»Muchas gracias, monsieur. Que Dios le bendiga.

Paulvitch colgó el auricular y miró sonriente a Rokoff.

—Tardará media hora en llegar allí —calculó éste—. Si te pones en contacto con el embajador alemán en cuestión de quince minutos, De Coude se presentará en su casa aproximadamente dentro de tres cuartos de hora. Todo dependerá de si el estúpido de Tarzán se queda allí quince minutos, tras enterarse de que ha sido víctima de una jugarreta. Pero, o mucho me equivoco o mi hermanita Olga se resistirá a dejarle marchar tan pronto. Aquí tienes la nota para De Coude. ¡Date prisa!

Paulvitch no perdió tiempo en plantarse en el domicilio del embajador alemán. Entregó la nota al criado que le atendió en la puerta.

—Para el conde De Coude —dijo—. Es muy urgente. Debe hacérsela llegar inmediatamente.

Depositó una moneda de plata en la ávida mano del sirviente. A continuación emprendió el regreso a sus lares.

Momentos después, De Coude se disculpaba ante su anfitrión y abría el sobre de la nota. Al leer ésta, el semblante del conde se puso blanco y empezó a temblarle la mano.

Señor conde De Coude:

Alguien que desea salvaguardar su honor y su buen nombre le advierte de que en este preciso instante la impecabilidad de su hogar está en peligro.

Cierto individuo que a lo largo de varios meses ha estado visitando constantemente su casa, mientras usted se encontraba ausente, está ahora mismo allí con su esposa. Si se apresura usted, llegará a tiempo de soprenderlos juntos en el gabinete de la señora condesa.

Un amigo

Veinte minutos después de la llamada telefónica de Paulvitch a Tarzán, Rokoff se ponía en comunicación con la línea privada de Olga. La doncella contestó a través del aparato situado en el gabinete de la condesa.

—Pero es que madame se ha retirado —respondió la doncella a la solicitud de Rokoff de hablar con su hermana.

—Este es un recado urgentísimo, que sólo puede escuchar la condesa en persona —insistió Rokoff—. Dígale que se levante, se ponga algo encima y acuda al teléfono. Volveré a llamar dentro de cinco minutos.

Colgó el auricular. Instantes después entraba Paulvitch.

—¿Recibió el conde el mensaje? —preguntó Rokoff.

—A estas alturas ya debe de estar camino de su casa —contestó Paulvitch.

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