El reino de las sombras (38 page)

Read El reino de las sombras Online

Authors: Nick Drake

Tags: #Histórico

BOOK: El reino de las sombras
11.01Mb size Format: txt, pdf, ePub

Me vestí sin hacer ruido y abrí la puerta con tanto sigilo como pude. No había señal de que hubiera alguien. El pasillo estaba oscuro, iluminado únicamente por la plateada luz que entraba por la apertura a la terraza. Todas las habitaciones parecían vacías y en silencio. Llegué hasta el extremo del pasillo y eché un vistazo en la terraza. La luz de la luna dibujaba un laberinto de sombras negras sobre las piedras del emparrado; y entre las bien definidas ramas y hojas había una figura familiar. Parecía parte del diseño, como si encajase a la perfección con la complicada filigrana de luz y oscuridad.

Caminé hacia Nefertiti, que ahora formaba parte de la decoración. Permanecimos en silencio durante unos segundos, mirando hacia el río.

—¿No puedes dormir? —preguntó finalmente.

—No. Oí los pasos de alguien.

—¿Te apetece jugar una partida de
senet
?

—¿A oscuras?

—Tenemos la luz de la luna.

Supe que estaba sonriendo. Bien, eso era algo.

Nos sentamos junto al tablero, frente a frente, a treinta casillas el uno del otro, tres hileras de diez, en forma de ese, la serpiente de la vida.

—¿Verde o rojo? —me preguntó.

—Lancemos para ver a quién le tocan.

Ella arrojó los cuatro palitos planos y todos cayeron boca arriba, por el lado negro; un buen principio. Los lancé yo y salieron dos blancos y dos negros. Ella escogió el color verde.

—Me gustan las pirámides pequeñas —dijo.

Yo escogí las piezas rojas y las colocamos en posición.

Ella lanzó y movió su primera pieza desde el cuadrado central, la Casa del Renacimiento, hasta el primer cuadrado. Jugamos en silencio durante un rato, lanzando los palitos, moviendo las piezas hacia delante, ganándonos el uno al otro alguna pieza, con lo que regresaba a la posición original, donde esperaría en el limbo hasta que una tirada afortunada volviera a ponerla en marcha. De vez en cuando, el cálido viento interrumpía nuestro silencio, insistiendo en algo. La observé pensar, reflexionar acerca de sus movimientos. Era hermosa, e inescrutable, y yo sentí, con cierta diversión, que estaba jugando contra un espíritu del Otro Mundo, y por el bienestar de mi alma inmortal.

Pronto alcanzamos los cuatro últimos cuadrados del juego, los cuadrados especiales. Lanzó, y cayó en la Casa de la Felicidad. Una triste sonrisa se dibujó en su rostro.

—Si fuese supersticiosa, creería que los dioses tienen sentido de la ironía.

Lancé yo y mi primera pieza fue a caer en el siguiente cuadrado, la Casa del Agua.

—Si fuese supersticioso, estaría de acuerdo contigo —dije arrastrando mi ficha fuera del tablero y de vuelta a la Casa del Renacimiento—. Aquí se trata de estrategia y de suerte, ambas fuerzas se enfrentan. Yo me veo como la Suerte; a ti te veo como la Estrategia.

No sonrió.

—Tú también sigues tus estrategias.

—Así es. Pero rara vez siento que las controle. Las aplico en el caos del mundo y, a veces, ambas cosas parecen coincidir.

Lanzó y jugó.

—Así pues, ¿crees que el mundo es un caos? —dijo, como si aquella pregunta tuviese relación con los movimientos del juego.

—¿Tú no?

Pensó durante unos segundos.

—Creo que depende de cómo entiendas la experiencia de estar vivo.

Lanzó tres caras blancas en el cuadrado de la Casa de las Tres Verdades, arrastró su primera pirámide fuera del tablero y sonrió complacida de haber ganado. Yo quería que ella ganase.

—Esto se ha convertido en algo parecido a una de esas conversaciones que mantienen dos futuros amantes al conocerse una noche en una taberna —dije antes de lanzar y perder otra pieza.

—Nunca he estado en un lugar semejante.

Sin embargo, yo me la imaginé allí. La misteriosa mujer que espera a alguien que no va a venir, bebiendo lentamente, como hacen las personas solitarias.

—Te has perdido muchas cosas —dije.

—Así es.

Volvió a lanzar y sacó otra pieza fuera del tablero. Me iba a dar una paliza.

El viento cesó y la tranquilidad bajo las estrellas resultaba extraña y acogedora. La luna había recorrido un buen trecho del cielo.

—Hay algunas cosas que me gustaría preguntarte —dije. Vi sus ojos en la oscuridad.

—Siempre haciendo preguntas. ¿Por qué haces tantas preguntas?

—Es mi trabajo.

—No. Eres tú. Haces preguntas porque temes no saber. Por eso necesitas respuestas.

—¿Qué tienen de malo las respuestas?

—Pareces un niño de cinco años, siempre preguntando por qué, por qué, por qué…

Volvió a lanzar y movió la otra pieza hacia la Casa de Ra-Atum, el penúltimo cuadrado. Lancé yo. Cuatro lados negros; un seis llevó a mi primera pieza al último cuadrado.

—Hablando de respuestas, ¿qué hay entre tú y Ay?

Ella se reclinó hacia atrás y suspiró.

—¿Por qué sigues preguntándome por él?

—Te está esperando.

—Lo sé. Tal vez le tenga miedo. Habida cuenta de lo que le sucedió a Kiya.

—He oído su nombre —respondí—. Fue reina, ¿verdad?

—Era la esposa real. —Nefertiti apartó la mirada.

—¿Tuvo hijos del rey? —pregunté.

Asintió.

—¿Qué le pasó?

Me miró a los ojos.

—Te voy a dar una respuesta que te interesará. Un día desapareció.

—Eso me resulta familiar.

Pensé en ello. Una esposa real y madre de varios hijos del rey, por lo tanto una competidora de la propia Nefertiti en el seno de la familia real. ¿Por qué desapareció? ¿Qué clase de amenaza representaba? ¿Fue eliminada por orden de alguien? ¿De Ay, tal vez? ¿Tenía él el poder de organizar y llevar a cabo un asesinato de semejante importancia? O bien, y esto me resultaba impensable, ¿había sido Nefertiti capaz de algo así?

Me estudió con atención.

—Un hecho que te resultó favorable —comenté.

—Tal vez. Pero ¿dónde nos ha llevado tu pregunta? ¿A la verdad? ¿A una mayor comprensión? No. Nos ha llevado a más preguntas. Tu mente está encerrada en un laberinto del que no puede escapar. Tienes que ir más allá del laberinto.

—Pero ¿qué hay más allá del laberinto?

Hizo un gesto mostrando lo que había a nuestro alrededor. Estábamos sentados juntos entre cuadrados y piezas, entre la suerte y las estrategias, los secretos y los sinsentidos de una partida inacabada.

—La vida, Rahotep, la vida —dijo.

Nunca hasta entonces había pronunciado mi nombre. Me gustó el modo en que sonó. Su cara estaba medio iluminada por la luz de la luna, la otra mitad estaba en la sombra. Nunca llegaría a conocerla realmente.

Se puso en pie muy despacio.

—Gracias por dejarme ganar.

—Has ganado por tu cuenta —dije.

Nos miramos durante un rato. Los ojos, los ojos. No había nada más que decir.

Nos fuimos, dejando las piezas del juego donde habían quedado, sobre el tablero, como si fuésemos a retomar la partida por la mañana. En su puerta le deseé que pasase buena noche… o lo que quedaba de ella. Dejó la puerta entornada, pero no pude cruzar ese umbral. Cogí un taburete y lo llevé fuera para sentarme a contemplar la noche como si se tratase de una pieza en el último cuadrado del gran juego del
sctiet
, sobre un tablero del tamaño de aquella extraña ciudad, con sus cuadrados afortunados y sus cuadrados desafortunados, sus posibilidades y sus tramas, esperando a que el destino dictase sentencia.

40

Me despertó Jety. Acababa de encontrarme tirado en el suelo, como un pordiosero con la espalda apoyada en la pared de la cámara de la reina. Por lo visto, le había hecho gracia verme de esa guisa.

—Borra esa sonrisita de tu cara —dije.

Me sentí cansado y nervioso al mismo tiempo, como si no hubiese dormido en absoluto. Me puse en pie y llamé a la doble puerta de madera. Durante unos segundos no se oyó ruido alguno, pero al rato se abrió la puerta y apareció la sirvienta de Nefertiti, Senet; toda ella serenidad, honestidad. Sonrió, pero verme no pareció agradarle. Lucía tan inmaculada como siempre, pero esa mañana no llevaba guantes.

—Buenos días —dijo—. La reina está lista.

—Tengo que hacerte una pregunta.

Miró hacia la habitación por encima del hombro.

—No tenemos tiempo. La reina está lista.

—Es una pregunta muy sencilla.

Salió de la cámara y cerró la puerta a su espalda. Su cara mostraba expectación.

—Probablemente no sea nada —dije.

Ella asintió.

—Tú fuiste al Palacio del Harén para dar instrucciones a una de las mujeres, una mujer en concreto, de parte de la reina.

Calibrar su reacción no habría sido fácil.

—Sí.

—Como bien sabes, esa mujer murió en violentas circunstancias esa misma noche.

—Me lo contaste.

—Por favor, dime qué mujer tenía que seguir las instrucciones de la reina.

Me miró con incertidumbre.

—Yo no leí las instrucciones. Siempre van selladas.

—Entiendo.

Ambos esperábamos algo.

—También puedo decirte el nombre de la mujer que murió —dije.

—No necesito saberlo.

—Era una chica llamada Seshat.

Me miró con la boca abierta. Fue como si ella fuese de cristal y yo la hubiese roto en pedazos. Quiso volver a la cámara, pero yo la agarré por el brazo.

—¿La conocías?

—Me temo que nunca he conocido a esa desafortunada mujer —replicó sin alterar el tono de voz. Pero sus ojos, anegados en lágrimas, la delataban. Entonces se liberó de mi mano y atravesó la puerta.

Muy poco después, las puertas se abrieron y apareció una figura de oro. Nefertiti parecía una estatua, como una figura de ka en una tumba. Quedaba enmarcada por la ancha puerta. La luz que entraba por las ventanas de la cámara otorgaban a su contorno un destello radiante. Nadie dijo nada. Sus sandalias tenían incrustaciones de piedras preciosas; su túnica de lino era de oro; la faja que rodeaba su esbelta cintura era del color rojo propio de los reyes; alrededor del cuello llevaba un collar anj de oro; sobre los hombros una extraña y maravillosa capa con incontables discos de Atón bordados formando una destellante constelación; bajo la capa, un chal que parecía las plumas doradas de Horus; y sobre la cabeza la doble corona: alta por detrás y con la figura de la cobra. Incluso las uñas y los labios los llevaba pintados de color dorado. Solo el kohl, del color de la tierra fértil y promesa de renacimiento, y las alargadas líneas negras alrededor de sus ojos contrastaban con el esplendor del oro.

Pensé en Tanefert y en cómo suele pedir mi opinión sobre su aspecto antes de que salgamos por la noche. A veces se ajusta la ropa que lleva con una ligera desconfianza, como si no estuviese segura de su belleza; las niñas tienen exactamente la misma costumbre frente al espejo. Siempre me gusta cuando se viste de un modo poco afectado; parece más quien es en realidad. Algún toque de desorden casual me agrada más que todos los refinados artificios propios de nuestro tiempo. Me gusta más un mechón suelto que el cabello recogido tras la oreja con tensa perfección.

Pero la mujer con la que había estado hablando a altas horas de la noche, y que ahora se había transformado en algo que iba más allá de lo meramente humano, había adoptado el papel que le correspondía: ser una diosa; la Perfecta. Ahora había una insalvable distancia entre nosotros. Sentí que debía inclinarme, o postrarme incluso, pero rechacé de inmediato esas posibilidades porque me parecieron impulsos absurdos. En sus ojos seguía brillando ese destello de adorable diversión. Si bien ahora se veía un tanto empañado por otras cosas. Necesidad. Poder. Y a pesar de la incertidumbre ante el discurrir de los próximos acontecimientos, aprecié también emoción en su mirada.

El festival estaba a punto de empezar con la adoración y las ofrendas en el Gran Templo de Atón. Ajnatón y sus hijas irían ya montados en sus carros, con sus fajas rojas ondeando en la brisa, recorriendo la vía Real, dejando atrás a las masas ansiosas por grabar en su memoria una parte de ese momento histórico; dejando atrás a los reyes postrados, a los visires, señores, comandantes, diplomáticos, jefes tribales, gobernadores de provincias y ciudades estado… Pero la reina estaría ausente, como sin duda apreciarían todos al instante. Podía imaginar a Ajnatón en ese momento, dispuesto, resuelto, furioso por no haber recuperado lo que más necesitaba. Y también podía imaginar los rápidos comentarios y los sobrentendidos que se extenderían entre las personas más poderosas del mundo: ella había desaparecido y Ajnatón estaba incompleto. «Ella está muerta. ¿Quién la ha matado? ¿Por qué?»

—Ha llegado la hora —dijo.

En ese momento supe que no volvería a hablar hasta que todo hubiese acabado, para bien o para mal.

Ra, montado en su deslumbrante barco diurno, había ascendido hasta lo más alto del cielo azul. También nosotros, en nuestro brillante barco de oro, construido para antiguas ceremonias con veinte sirvientas también vestidas de oro y los altos y solitarios nubios que ejercían de guardias de Anubis, surcamos despacio las igualmente azules y centelleantes aguas del Gran Río. Nefertiti se sentó con la espalda recta e inmóvil en la cubierta de una pequeña y divina barca ceremonial de las Dos Tierras. Portaba el báculo y el mayal cruzados en las manos, y llevaba puesta la falsa barba dorada de los reyes. La deslumbrante iluminación del mediodía se veía aumentada por el oro del barco y del vestuario. Resultaba casi imposible mirarla.

A medida que avanzábamos, la gente se fue arremolinando en las orillas; al principio fueron solo unos pocos, pero pronto era ya una multitud, haciendo visera con la mano, señalando, a escasos centímetros del agua y subidos a los árboles. La mayoría de ellos se postraban en el acto ante la inesperada aparición de la Perfecta. Desde mi posición en babor, podía escuchar el constante golpeteo de las olas contra la quilla de oro del barco, y la brisa, todavía proveniente del sur, hacía flamear las velas rojas y verdes, mientras seguíamos avanzando contracorriente.

Debía de tratarse de un espectáculo digno de ver. Sin embargo, yo podía apreciar la realidad del barco: los cabos desgastados por el paso del tiempo, los remeros con los ojos vendados sudorosos e incansables siguiendo el ritmo de los dos tambores, y también los gritos del capitán; las inmaculadas hojas doradas de la parte exterior del barco no eran más que madera sin barnizar en el interior.

Other books

The Throwaway Children by Diney Costeloe
Island Ambush by Bindi Irwin
The Secret Bedroom by R.L. Stine, Bill Schmidt
A Flawed Heart by April Emerson
Heart of Ice by Lis Wiehl, April Henry
The Naming by Alison Croggon
Believe or Die by M.J. Harris
Southern Belle by Stuart Jaffe