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Authors: Nick Drake

Tags: #Histórico

El reino de las sombras (15 page)

BOOK: El reino de las sombras
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—No tiene cara. Alguien se la destrozó.

Me miró, dejó escapar un silbido y sacudió la cabeza muy despacio, como si esa información confirmase sus teorías respecto a la realidad del mundo. Entonces se puso en pie sin previo aviso e hizo un gesto hacia la puerta.

—Ven.

La multitud se apartaba rápidamente a lo largo de los callejones para dejarnos pasar; ese hombre era respetado y temido. Era supervisor, y por tanto disponía del poder de otorgar o negar privilegios, trabajo y justicia. En ese territorio, sus dominios, era tan poderoso como el propio Ajnatón. Llegamos a la única zona abierta del pueblo, cubierta por un colorista entoldado de lino que vertía sombras regulares en el duro y polvoriento suelo y sobre los bancos que bordeaban todo el espacio. Centenares de trabajadores de todo el imperio, desde Nubia hasta Arzawa, desde Hatti a Mittani, estaban allí sentados, gritando e incluso cantando en sus propios idiomas. Todos comían con celeridad, sirviéndose de grandes cuencos colocados sobre los bancos. Los centinelas de las rocas del límite estaban perdidos entre los demás. Las mujeres iban de un lado a otro sirviendo cerveza de cebada en cuencos. El ruido y el calor eran increíbles.

El supervisor se detuvo justo en medio del banco central. Golpeó tres veces sobre la madera y el lugar quedó inmediatamente en silencio. Todas las cabezas se volvieron hacia donde él se encontraba, atentos pero deseosos de retomar su almuerzo.

—Tenemos un visitante importante —anunció— y quiere saber si alguien ha echado de menos a una chica.

Se produjo un breve estallido de risas, que finalizó cuando el supervisor volvió a golpear sobre el banco. Todo el mundo me miró para saber quién era el hombre al que le interesaba aquello y por qué. Supe que tenía que hablar.

—Mi nombre es Rahotep, soy medjay de Tebas. Estoy investigando un misterio. Nadie aquí ha hecho nada malo, pero es muy importante para mí encontrar a la familia de la chica desaparecida. Creo que esa chica trabajaba en la ciudad pero que provenía de aquí. Lo único que quiero saber es si alguien conoce a una familia preocupada por la desaparición de una hija o hermana. —Los hombres me miraron—. Cualquier cosa que me digáis será confidencial.

El silencio fue total, hostil. Nadie se movió. Pero entonces un joven que se encontraba al fondo se puso en pie muy despacio. Le llevé a un banco alejado de la multitud. El supervisor nos dejó hablar, pero advirtió:

—Quiero que esté de vuelta a tiempo para trabajar.

Nos sentamos el uno frente al otro. Se llamaba Paser. Tenía el físico fuerte, preciso y adiestrado de un trabajador cualificado; su pelo era blanco debido al polvo, y sus manos callosas debido a la aspereza de la piedra, que debía ser aquello con lo que sus manos estaban más familiarizadas, más incluso que con el cuerpo de su esposa o el de sus propios hijos. Pero me miró con los ojos de alguien que parecía inteligente; tal vez no muy brillante, pero sí reflexivo e independiente.

—Háblame de ti, por favor.

Me miró con suspicacia.

—¿Qué deseas saber? ¿Por qué estás haciendo preguntas?

—¿Por qué has respondido a mi llamamiento?

Bajó la mirada y entrecruzó los dedos de las manos.

—Tengo una hermana. Su nombre es Seshat. Crecimos en Sais, en el delta occidental, pero la ciudad estaba en decadencia, no había otra cosa que hacer durante el día más que quedarse sentado esperando a que llegase un trabajo que nunca iba a volver. Así que nos vinimos aquí rezando para encontrar empleo. Tuvimos suerte. Cuando llegamos, padre y yo encontramos trabajo en la construcción, porque mi padre es primo del supervisor; Seshat se fue al Palacio del Harén.

Jety y yo intercambiamos una mirada. Por fin, una conexión interesante.

—¿Cuándo la viste por última vez?

—Preferiría no decirlo.

—¿Por qué?

Dudó.

—Nada de lo que digas saldrá de estas paredes.

—Eres un medjay. ¿Por qué debería confiar en ti?

—Porque tienes que hacerlo.

No tenía otra alternativa, así que finalmente habló.

—Estuve trabajando en unas estancias interiores en el Palacio del Harén. A veces podíamos hablar y otras no. Encontrábamos un rincón tranquilo durante unos minutos… —Se detuvo—. Solíamos vernos varias veces a la semana. Trazamos un plan. Pero la última vez, ella no apareció. Pensé que estaría ocupada. Ella les enviaba algo a mis padres todas las semanas. Pero esa semana… —Negó con la cabeza—. ¿Dónde está?

Me llevó a la casa de sus padres. Se mostraron inquietos, no sabían si el protocolo exigía que se sentaran o se quedaran de pie; eran excesivamente conscientes de mi presencia. En la habitación de atrás, trabajaban los abuelos. Asintieron educadamente hacia mí y después retomaron sus labores. Me alegró comprobar que los antiguos dioses todavía ocupaban el altar familiar: amuletos de Bes y Taweret, y también estatuillas de Hathor; las viejas deidades protectoras de la familia, la fertilidad y las festividades. La nueva iconoclastia religiosa no había conquistado aún ese pequeño hogar.

El padre, un hombre de mediana edad, empezó a hablar de su hija, su tesoro: de lo bien que le iban las cosas, del modo en que su belleza y gracejo le habían llevado a disfrutar de una nueva oportunidad en la vida en el Palacio del Harén. Su orgullo. Su recompensa. El brillante futuro. Sin embargo, y a pesar de no estar seguro todavía de ello, sentí en lo más profundo de mi ser que la hija de ese hombre estaba muerta, brutalmente asesinada, destrozada para la eternidad, sobre una mesa. Vi a la madre junto a la cortina, su cara reflejaba su preocupación por mi presencia y por mis preguntas. Pero no disponía de pruebas, por eso estaba allí. No podía dejarme llevar por las emociones, no en ese momento.

—¿Y ahora hace ya algún tiempo que no sabes nada de ella?

—No, porque está muy ocupada. No podemos reprochárselo. ¡Trabaja muy duro! Las hacen trabajar muy duro, lo sé. —El padre sonrió con inquietud.

—Tengo que hacerte una pregunta personal. ¿Tenía alguna marca de nacimiento? ¿Alguna marca en su cuerpo?

El padre reaccionó con perplejidad.

—¿Marcas de nacimiento? No lo sé. ¿Por qué has venido aquí a hacer todas esas preguntas? ¿Por qué hay un agente medjay sentado en mi casa haciéndome preguntas sobre mi hija? —Ahora parecía atemorizado.

—Deseo encontrarla.

—Si es eso lo que quieres, ¿por qué no acudes al Palacio del Harén y preguntas por ella?

—Porque me temo que no está allí.

La verdad estaba empezando a materializarse ante sus ojos. La madre se puso en pie y se quedó quieta y callada como una estatua en la entrada de la habitación. Muy despacio, se llevó la mano al vientre.

—Tiene una cicatriz, como una pequeña estrella. Aquí.

Dejé atrás aquella casa sumida en un silencio del que sabía que no me recuperaría nunca. La amable cara del padre se descompuso como si la hubiese golpeado con una piedra, mientras preguntaba por qué había tenido yo que acudir a su hogar para arruinar la felicidad de su vejez. La madre se negaba a creer que aquello fuese real. La amargura de su hijo probablemente acabaría convirtiéndose, con el paso del tiempo, en puro odio hacia los dioses que habían permitido la atroz destrucción de una vida inocente. Me limité a decirles que había sido asesinada; no logré reunir el coraje suficiente para contarles el resto de la historia. Pero les prometí que les devolvería el cuerpo para que pudiesen enterrarla como era debido. Lo único que pude dejarles, aparte de su angustia, fue el escarabajo. Esperaba que con eso pudiesen costear los gastos de un buen entierro y todos los rituales necesarios. Después de todo, por lo que a mí respectaba era una pertenencia de la chica. Lo mínimo que podía hacer era asegurarme de que no quedase olvidada en alguna tumba perdida en el desierto; ella y su familia ya habían sufrido bastante.

Nos alejamos del pueblo, ahora silencioso. Finalmente, logré decir algo.

—Al menos tenemos una respuesta, Jety. Sabemos que conocemos algo.

—Sí, la relación de la chica muerta con el Palacio del Harén.

—Así es. Llévame allí ahora mismo. Tengo que hacerle unas cuantas preguntas a alguien.

—Disponemos de nuestras autorizaciones, pero tendremos que informar primero a la Oficina del Harén.

Suspiré. ¿Es que no había nada que pudiese hacerse de manera sencilla?

—No tenemos tiempo que perder. Venga, vamos.

Jety se alteró como un niño al que han pillado mintiendo.

—¿Qué pasa?

—¿La has olvidado? ¡La invitación!

Entonces lo recordé. Mahu me había invitado a una cacería. Esa misma tarde. Me maldije por haber sido tan estúpido para aceptarla.

—Aquí me tienes, con la única pista decente que hemos conseguido en días, ¿y tú me crees capaz de perder tiempo cazando? ¿Con Mahu y toda esa gente?

Jety se encogió de hombros.

—¡Deja de encogerte de hombros! Vamos directamente al Palacio del Harén.

Jety parecía sentirse incómodo, pero hizo lo que le ordené y nos llevó de vuelta a la ciudad.

Estábamos atravesando el perímetro exterior cuando, de repente, apareció Mahu desde un lado de la calle, como salido de la nada, llevando las riendas de su propio carro. Su feo perro, el símbolo más obvio del alma humana que jamás había visto, tenía las patas colocadas en el frontal, a su lado.

Me volví hacia Jety, furioso.

—¿Le dijiste dónde íbamos?

—¡No! Yo no le dije nada.

—Resulta que trabajas para él, y aquí está, justo ahora que seguíamos una posible pista. Qué curiosa coincidencia, ¿no te parece?

Jety se disponía a replicarme cuando Mahu gritó hacia mí:

—Justo a tiempo para la cacería. Estoy seguro de que lo habías olvidado. —Sacudió las riendas con fuerza y siguió adelante.

17

El grupo de la cacería se reunió en el principal embarcadero del río, una construcción larga y estrecha hecha de tablones nuevos sobre pilones de piedra y madera, a unos quince metros de la tierra y de unos ciento cincuenta metros de largo. Varias gabarras cargadas de bloques de piedra estaban siendo descargadas, y un transbordador atestado cruzaba el río de este a oeste con su carga de hombres, niños, animales y ataúdes. Sin embargo, a esa hora de la tarde lo que más abundaba eran los botes de recreo —uno de ellos particularmente elegante, con un doble piso de camarotes que yo no había visto nunca hasta entonces— con sus mástiles tumbados y descansando sobre la cubierta. Entre estos botes, había varios esquifes con sus pequeñas velas de lino muy llamativas tintadas de color azul o rojo. Proveniente de las aguas llegaban retazos de conversaciones y risas.

El murmullo proveniente del grupo de la cacería era diferente. Las voces eran enérgicas, masculinas, como si se pusieran a prueba frente a una especie de silencio subyacente, una tensión palpable. Un típico grupo de hombres jóvenes de familias prominentes junto a un puñado de agentes medjay. Todos ellos pavoneándose como auténticos machos, tiesos, altivos y beligerantes.

Jety insistió de nuevo en que él no había tenido nada que ver con la intervención de Mahu. Yo no quise creerle.

—Había empezado a confiar en ti —dije mientras echaba a andar hacia el grupo de hombres. Me pesaban los pies como si los tuviese cubiertos de barro del río. Me veía atrapado por el protocolo justo en el momento en que debía seguir la única pista de la que disponía.

Mahu me presentó.

—Me alegra que hayas podido unirte a nosotros —añadió con notable sarcasmo. Era un hombre que hacía que todas sus palabras pareciesen amenazas.

—Gracias por la invitación —dije con el menor entusiasmo posible.

No hizo caso de mi tono de voz.

—He oído decir que has estado escarbando en el pueblo de los trabajadores. Cargas sobre tu espalda la desaparición de una mujer y la muerte de un agente. El tiempo corre.

No quería darle la más mínima satisfacción.

—Resulta sorprendente las conexiones que pueden establecerse entre cosas que aparentemente no tienen relación.

—¿Tú crees? Tal vez podrías establecer una conexión entre tu misión y un pato volando, si no dispones de otra cosa.

Un murmullo de risas sofocadas se extendió entre el grupo de hombres. Observé sus rostros. Todos parecían querer imitar, con mayor o menor éxito, la sonrisa leonina de Mahu. Todos vestían prístinas ropas de caza; daba la impresión de que iban ataviados para una fiesta de disfraces. Sus músculos parecían fruto de la vanidad, no del trabajo. Cazar, para ellos, era un entretenimiento, una diversión. La necesidad, ese dios sencillo y verdadero, jamás les había visitado. La posición del sol exageraba las sombras de sus rostros altivos. Ocupaban cargos importantes, eran herederos de grandes familias, todos ellos miembros de la élite.

Aunque había dejado bien claras mis hostiles opiniones sobre los Grandes Cambios, tenía que admitir que una de sus consecuencias era que había abierto posibilidades de ascenso social a un espectro más amplio de gente. Gente como yo. Yo había nacido en el seno de una de las llamadas «familias comunes». Sin embargo, qué inadecuada parecía esa palabra respecto a la verdad que contenía: los miembros cuidaban los unos de los otros, inventaban métodos para seguir adelante, para disfrutar de los placeres de la vida, para vivir bien. Esas familias de la élite, los hijos después de los padres, y los padres después de los abuelos, ocupaban los puestos que detentaban los poderes terrenales y poseían la llave de los almacenes donde se atesoraba la riqueza de nuestra tierra desde el principio de los tiempos. Se comportaban como si eso pudiese protegerlos de cualquier cosa. Y lo cierto era que no andaban desencaminados, pues les protegía de la pobreza, de la mayoría de los miedos, de las carencias, de los reducidos o inalcanzables horizontes que ofrecía las posibilidades de la vida; los protegía de la impotencia, de la humillación y del hambre. Sin embargo, no los protegía del sufrimiento y la vulnerabilidad ante el infortunio que nos afecta a todos y que forma parte imprescindible cié la vida humana.

Mahu interrumpió mis pensamientos, como si se hubiese introducido en mi cerebro.

—Bien, el tiempo vuela. Subamos a los botes. Buena caza.

Abordamos un grupo de botes de cañas de papiro. Los sirvientes estaban preparados para atendernos en todo momento durante la caza; sus esquifes también estaban listos. Yo había crecido a bordo de esos adorables artefactos, tan sencillos y elegantes. Nos dividimos. Jety se colocó junto a mí, parecía nervioso, pero justo cuando se disponía a instalarse a mi lado, uno de los hombres del grupo le detuvo con una rudeza que a ambos nos sorprendió. Debo reconocer, sin embargo, que no me apetecía en absoluto pasar la siguiente hora con Jety lloriqueando en mi oído. El desconocido se presentó como Hor. Llevaba consigo a su gato amarrado con una correa de cuero. El animal dio de repente un salto hacia la proa del bote y se sentó para lamerse la pata derecha, mirándome expectante, gravemente.

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