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Authors: Nick Drake

Tags: #Histórico

El reino de las sombras (9 page)

BOOK: El reino de las sombras
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Alcé la vista. La cara de Mahu quedaba oculta por la sombra. No aprecié matiz alguno de victoria en el tono de su voz, pero sabía que estaba en lo cierto. La reina estaba muerta. Había llegado tarde. Su muerte, con toda probabilidad, conllevaba la mía. La cabeza empezó a darme vueltas. ¿Realmente ese era el fin de todo? Apenas había empezado.

El campesino que había encontrado el cadáver se mantuvo alejado del lugar, intentando no mirar, intentando desaparecer. Mahu le indicó que se acercase. Así lo hizo, temblando. Sin expresión alguna, como si fuese un animal, sin llevar a cabo siquiera los preliminares básicos de una ejecución, la espada curva de Mahu trazó un arco invisible en el aire y cortó el cuello de aquel hombre. La cabeza cercenada cayó sobre la arena como una pelota; su cuerpo se desmoronó al instante sobre las rodillas y después quedó tumbado. La sangre brotaba de su cuello. La poco sagrada hermandad de moscas renovó sus desagradables celebraciones. El perro se desplazó para olisquear la cabeza. Mahu lo detuvo con una orden severa y él regresó obedientemente, sin dejar de jadear, a los pies de su amo.

Mahu nos miró a Jety, a Tjenry y a mí, retándonos a que dijésemos algo. Mi mente estaba acelerada, corría a toda prisa como un perro, empujada por el miedo. De repente, un nuevo pensamiento cruzó por mi mente.

—Cabe la posibilidad de que no sea la reina —dije.

Mahu me miró.

—Explícate —espetó con desagrado.

—El cuerpo parece ser el de la reina, pero su cara está destrozada. Nuestra cara es nuestra marca de identidad. Sin ella, ¿cómo podemos saber quién es quién?

—Lleva las ropas reales. Ese es su cabello, y esa es su figura.

En la voz de Mahu la tensión resultaba evidente. ¿Prefería acaso que estuviese muerta? ¿O simplemente intentaba demostrar que yo estaba equivocado?

—Sin duda esas son sus ropas. Sí, parece ella. Pero, en cualquier caso, tendré que examinar su cuerpo y llevar a cabo un análisis completo para confirmar su identificación.

Mahu me escrutó, con sus ojos dorados clavados en los míos.

—Intentas resistir, Rahotep, como una mosca atrapada en la miel. Pues bien, tendrás que trabajar deprisa. Si estás en lo cierto, lo cual parece improbable, entonces hay aquí mucho más de lo que parece a simple vista. Si estás equivocado, que parece lo más lógico, y Ajnatón, su familia y el mundo entero lloran la pérdida de la reina, ya sabes qué te espera.

Cubrimos su cuerpo con una tela y, montado en una carretilla, lo llevamos a una cámara privada de purificación bajo un absoluto secreto. Era la estancia más fresca que pudimos encontrar. Sus paredes de piedra caliza habían sido talladas directamente en el subsuelo, lo que proporcionaba un fantasmagórico frescor. Las llamas de las velas temblaban en silencio en las palmatorias; daban luz sin calentar. Encontré vendas de lino guardadas en un armario; jarras con sal de natrón, aceite de cedro y vino de palma colocadas en estantes; garfios de hierro para extraer el cerebro, cuchillos para incisiones y pequeñas hachas colgadas detrás. En otra de las paredes había canopes para los órganos, con las tapas decoradas con imágenes de los Hijos de Horus. En la tercera pared, ordenados en línea como en una ronda de identificación, había una amplia variedad de ataúdes para hombre con incrustaciones de oro y lapislázuli, y encima de los mismos estantes con máscaras de momificación. Cuando abría las cajas encontré, curiosamente, un montón de ojos de cristal que me miraban, esperando a ser colocados en las cuencas de los ojos de un muerto para posibilitar que viesen a los dioses.

Se produjo una repentina conmoción en la puerta: el supervisor de los misterios exigía que se le dejase entrar. Cuando vio a Mahu calló al instante, y tras intercambiar unas palabras con Tjenry retrocedió pidiendo disculpas. Mahu se volvió entonces hacia nosotros.

—Fuera hay guardias. Quiero un informe dentro de una hora. —Y salió de allí, llevándose consigo parte del frío y la oscuridad.

Me centré en aquel cuerpo de mujer tendido sobre la mesa de embalsamamiento. Las moscas habían ido a buscar otros festines, por lo que los restos de aquella cara —negra, carmesí y ocre, sin globos oculares, con las cejas y la nariz destrozadas y los labios y la boca hechos pedazos— quedaban perfectamente a la vista. Podía verse el cerebro a través de unos pocos agujeros. Examiné las heridas. La mandíbula y la frente todavía mostraban las marcas y el rastro de algo que podría ser una piedra alargada, pero no parecía haber otras heridas mortales. Por tanto, eso fue lo que la mató. Posiblemente supo que iba a morir. Un atroz final, y no precisamente rápido.

No me entretuve y vertí una buena cantidad de sal de natrón mezclada con ácido sobre la cara, con el fin de que hiciese desaparecer la maltrecha carne y la sangre coagulada y dejase a la luz la estructura ósea y cualquier resto de piel. Mientras la sal de natrón hacía su trabajo, me volví hacia Tjenry, que no podía apartar la mirada del cadáver con una mueca de juvenil fascinación.

—¿Qué haríamos sin estos polvos? Se encuentra en las orillas de antiguos lagos; las zonas inundables de Wadi Natrun y Elbak son las mejores fuentes. Limpia nuestras pieles, blanquea nuestros dientes y refresca nuestro aliento, pero también permite crear cristal. ¿No resulta interesante que algo aparentemente tan insignificante tenga tantos poderes ocultos?

Tjenry todavía parecía contrariado por el aluvión de nuevas experiencias. No daba la impresión de estar interesado en mantener una conversación sobre las virtudes de la sal de natrón.

—Menuda confusión. ¿Realmente crees que no es ella?

—Eso está por ver. Parece serlo, pero hay otras posibilidades.

—Pero ¿cómo lograremos saberlo?

—Estudiando lo que tenemos aquí.

Empezamos por los pies. Las sandalias eran de cuero y oro. Las plantas de los pies no estaban agrietadas, la piel era suave. Una mujer ociosa. Los huesos de los tobillos estaban claramente curvados. Llevaba las uñas pintadas de rojo, pero arañadas y rasgadas. Tenía restos de algo seco en los lados de los pies.

—Mira.

Tjenry acercó la cara a los pies del cadáver.

—¿Qué podemos ver aquí?

—Las uñas están muy cuidadas.

—¿Pero?

—Pero hay arañazos. La pintura tiene marcas. Y veo aquí, junto a los dedos, rasguños y restos de sangre y arena.

—Mejor. ¿Y qué podemos deducir de ello?

—Lucha.

—Sí, lucha. Esta mujer fue arrastrada contra su voluntad. Pero no podemos anticiparnos. ¿Has mirado entre los dedos? ¿Qué hay ahí?

Separé el dedo gordo y descubrí no solo restos de arena sino también un pequeño depósito de tierra más oscura: barro seco del río. Me volví hacia las manos de la mujer. También mostraban signos de lucha: magulladuras en los nudillos, uñas rotas y arañazos en la piel. Miré debajo de las uñas. Más barro. Tal vez los asesinos la habían hecho cruzar el río o la habían transportado por él, en cuyo caso el barro revelaría que la habían obligado, todavía con vida, a subir al bote. Pero había algo más. Con unas pinzas extraje de entre los dedos rígidos un largo cabello color caoba. Raro. El pelo de la mujer era negro. ¿De quién era ese cabello? ¿Pertenecía a un hombre o a una mujer? La longitud del mismo no me decía nada. Lo sostuve frente a la luz. No parecía teñido, y sin duda provenía de una cabeza humana; no era una peluca. Lo olí, y creo que capté un levísimo resto de perfume, muy sutil, parecía de cera fijadora.

Me desplacé hacia el torso de la mujer. Estaba a punto de examinar la ropa cuando la puerta se abrió de golpe y, para mi sorpresa, apareció tras ella el propio Ajnatón. Jety, Tjenry y yo nos echamos al suelo, bocabajo, hacia la mesa. Le oí caminar por la estancia y aproximarse al cuerpo. ¡Menudo desastre! No disponía de pista alguna, ni siquiera del menor indicio que corroborase lo que decía mi instinto. Necesitaba desesperadamente examinar el cuerpo y confirmar mis hallazgos antes de informar a Ajnatón. Ahora parecería que hubiese estado trabajando a escondidas, encubriendo el asesinato y escondiendo el cuerpo de la reina, y por ende mi incompetencia y mi fracaso. Maldije sin abrir la boca, deseando no haber acudido jamás a esa ciudad, deseando no haber salido nunca de Tebas. Pero allí estaba, atrapado en las garras de mi ambición y mi curiosidad.

Alcé la vista un segundo. El rey estaba junto al cadáver, lo recorrió lentamente con las manos, con una mirada de absoluta concentración, respirando profundamente, dejando escapar leves jadeos de dolor, como si pretendiese sentir el espíritu que todavía debía de merodear por allí, como si desease devolverle la vida. Parecía hipnotizado por aquel horrible rostro, como si nunca se hubiese parado a pensar que la belleza no llega más allá de la piel, como si no pudiese creer que su reina era mortal. En ese momento, me pareció captar el amor que sentía por ella.

Pensé que era una ironía, ir a encontrarme con mi destino en una sala de embalsamamiento. Lo único que había que hacer era meterse en un ataúd, cerrar la tapa y esperar la muerte.

Finalmente fue capaz de hablar.

—¿Quién ha hecho esto?

—Señor, no lo sé —respondí.

El asintió con cierta comprensión, como niños en la escuela incapaces de responder a una pregunta sencilla. Siguió hablando con suavidad, algo que resultaba mucho más amenazador que si gritase.

—¿Esperabas mantener esto en secreto hasta lograr urdir una historia que borrase el fracaso que supone no tener respuesta a mi anterior pregunta?

—No, señor.

—No me contradigas.

—Es la pregunta para la que intento conseguir respuesta, señor. No es una pregunta sencilla. Y perdóname por decirlo en este momento, pero hay otra pregunta.

Un profundo desprecio tiñó de intensidad su mirada.

—¿Qué otra pregunta podría haber ahora? ¡Está muerta!

Tras esa exclamación se produjo un desagradable silencio. La voz de Ajnatón, cuando volvió a hablar, evidenció un frío sarcasmo.

—Es su ropa. Su cabello. Sus joyas. Todavía se aprecia su aroma en el cuerpo.

Era el momento de aferrarse a la más remota posibilidad.

—Pero las apariencias, señor, pueden resultar engañosas.

Se volvió para mirarme. Su rostro ahora mostraba el ansia de la esperanza.

—Esa es la primera frase interesante que has dicho. Habla.

—Todos somos muy diferentes en lo que a formas corporales, colores y formas se refiere, pero a veces nos equivocamos al pensar que conocemos a alguien. ¿Cuántas veces creemos ver a un antiguo amigo de la escuela que hace años que no vemos entre la multitud, y gritamos para llamar su atención antes de descubrir que no se trata de él sino de alguien que se le parece? ¿O apreciamos el repentino destello de los ojos de una chica a la que amamos en la cara de una desconocida?

—¿Qué quieres decir?

—Lo que digo es que esta mujer se parece a la reina, tiene su misma estatura y su cabello, la misma tonalidad de piel, lleva su ropa… Pero sin su rostro, ese espejo en el que vemos reflejado el conocimiento que tenemos de esa otra persona, solo alguien que conozca íntimamente a dicha persona podrá confirmar si se trata de ella.

—Entiendo.

Bajé la vista, cuidando de no alterar demasiado aquel delicado momento.

—Con tu permiso, existe un modo, señor, para confirmar que se trata del cuerpo de la reina. Pero requiere un conocimiento personal. Un conocimiento privado.

Recapacitó sobre lo que acababa de decir.

—Si te equivocas, te haré a ti lo que le han hecho a ella. Te desnudaré, te cortaré la lengua para que no puedas pedir la muerte, te desollaré vivo, golpearé tu cara hasta convertirla en una masa informe y después te ataré con estacas en mitad del desierto y me quedaré allí para ver cómo agonizas lentamente mientras las moscas y el sol acaban con tu vida.

¿Qué podía decir? Le miré a los ojos, después asentí.

—Daos la vuelta. De cara a la pared.

Así lo hicimos. Abrió su ropa, dejándola desnuda. Escuché el sonido de una leve lluvia de granos de arena cayendo al suelo. Después silencio. Luego, el sonido de una jarra estrellándose contra la pared. Jety dio un respingo. El aroma del vino de palma se extendió rápidamente por la estancia. Los siguientes segundos iban a decidir cuál sería mi destino.

—Esto supone una gran decepción.

La esperanza irrumpió en mi corazón.

—Tu trabajo todavía no ha finalizado. Apenas ha dado comienzo. Y queda poco tiempo. Pide todo lo que necesites. Encuéntrala. —Su rostro expresaba júbilo, no solo alivio—. Este cuerpo es basura. Encárgate de él. —Y tras decir eso salió por la puerta.

Jety, Tjenry y yo nos miramos y nos pusimos en pie. Tjenry se llevó la mano a su húmeda ceja.

—Demasiadas emociones —sonrió como pudo, avergonzado por su miedo.

—¿Cómo lo supiste? —me preguntó Jety observando el cadáver.

Me encogí de hombros. No le revelé las exiguas suposiciones en las que me había basado antes de poner nuestras vidas en juego. El cuerpo ante el que nos encontrábamos era bello, perfecto incluso. ¿Qué detalle era el que nos había redimido y demostrado que mi extraña corazonada había resultado cierta? Entonces me fijé en una pequeña cicatriz blanca en forma de estrella brillante en el vientre, fruto tal vez de la extracción de un lunar. Eso era lo que nos había proporcionado otro día de vida. Las preguntas, sin embargo, se acumularon en mi cabeza. ¿Por qué habría asesinado alguien a una mujer tan parecida a la reina? ¿Por qué habría ideado alguien un engaño tan intrincado? ¿Y dónde estaba la verdadera Nefertiti?

Guiado por la costumbre, examiné los pliegues de la toga. En el interior, cerca del corazón, mis dedos encontraron un pequeño objeto. Lo saqué y observé en la palma de mi mano un antiguo amuleto, era de oro con incrustaciones de lapislázuli. Era un escarabajo. El escarabajo pelotero, símbolo de la regeneración, cuyas crías surgen del lodo como salidas de la nada. El escarabajo que día tras día empuja al sol hacia la luz sacándolo de la oscuridad nocturna del Otro Mundo. Curiosamente, la cara interior no estaba grabada con el nombre de la propietaria, sino con tres signos: Ra, el sol, un círculo con un punto en el centro; una «t», y el jeroglífico de una mujer sentada junto a ella. Si se leía correctamente rezaba: Raet. El femenino de Ra.

Metí el amuleto en mi bolsillo. Me pareció que era una pista o un signo. En realidad, era lo único que tenía, aparte de la chica sin cara que había salvado mi vida. Si al menos pudiese entender qué estaba sucediendo… Me volví de nuevo hacia el cadáver sobre la mesa.

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