—¡Capitán! —irrumpió la penetrante voz del jefe de la sala del transportador—. ¿Ha comprobado usted si nos han dado correctamente las coordenadas en las que se encuentra la gente que hemos de transportar?
—Coinciden perfectamente con las lecturas de nuestros sensores… ¿no es así, señor Pritchard?
—Así es, capitán.
—Entonces es el transportador el que no funciona bien, señor. No puedo centrarlo en nadie. En esas coordenadas, mis instrumentos sólo detectan un espacio vacío.
—¿Ha comprobado…?
—¡He comprobado absolutamente todo lo que puede comprobarse sin desmontar completamente el sistema del transportador, capitán!
—Señor Scott…
—Sí, capitán —respondió instantáneamente la acongojada voz del ingeniero—, dos de mis hombres van hacia allí.
—Gracias, señor Scott, pero también quería un informe sobre el estado de los generadores de nuestros escudos.
—Todos operan al ciento por ciento, capitán. Al menos hasta donde yo sé.
—No parece usted demasiado seguro, Scotty.
—Así es, capitán, no lo estoy. ¿Lo estaría usted? ¡Hace diez horas no habría creído que nada de esto fuese posible, por no hablar de todo al mismo tiempo!
—Comprendido. Sé que sigue usted con el asunto. Kirk se volvió a mirar la pantalla, en la que todavía se veía el rostro de Bardak.
—¿Qué sucede, capitán? —preguntó abruptamente el director cuando los ojos de Kirk se encontraron con los suyos—. He oído algo respecto a que las coordenadas…
—¿Es posible que nos hayan transmitido las coordenadas erróneas del punto de reunión?
—No veo cómo. Acabo de comprobarlas otra vez y…
—Notifique a su gente que al parecer no podremos transportarlos a la superficie. Dígales que permanezcan a la espera, que no abandonen las coordenadas, por si lográramos solucionar el problema. Entre tanto, la
Enterprise
se acercará más al satélite y extenderá sus escudos para englobarlo completamente.
«Siempre y cuando el sistema de dirección no falle también —pensó Kirk sin poder evitarlo—, y en lugar de eso nos estrellemos contra el satélite.»
Todos los tripulantes permanecieron en silencio durante varios segundos, una vez que Finney acabó de relatar su huida de la nave de Carmody.
—¿Cuán detallado fue el análisis que realizó usted y que le llevó a descubrir los cambios introducidos por Kelgar en su programa, señor Finney? —le preguntó el vulcaniano.
—Muy, muy detallado. De otra forma, no habría podido descubrir ninguna anomalía.
—Si alguien cambió su código antes de ese momento, dicho cambio ha debido estar incluido en su análisis, ¿no es verdad?
—Sí, supongo que sí, pero…
—Y el propio código podría ser determinado a partir de ese análisis que usted llevó a cabo.
—Tal vez sí, si tuviéramos aquí la grabación completa del análisis. —Finney negó con la cabeza mientras una amarga mueca le torcía los labios—. No tuve tiempo suficiente para imprimir un listado y llevármelo.
—Quizá no, señor Finney, pero, según lo que nos ha contado, usted no apartó sus ojos de la pantalla mientras duró el análisis.
—¡Por supuesto! En caso contrario…
—En ese caso, lo único que nos hace falta es acceder al recuerdo de lo que observó entonces.
Finney parpadeó y luego negó con la cabeza.
—Mi memoria es buena, pero no tanto. Es usted quien tiene una memoria fotográfica, no yo.
—Usted fue capaz de reconstruir la secuencia de datos que le permitió hallar la orden que abrió la puerta y posibilitó su huida.
—¡Eso sucedió sólo segundos después de verla, no horas más tarde! ¡Y además tenía la computadora para trabajar, para reconstruir la secuencia y cambiarla hasta que conseguí obtener la correcta!
—Lo cual, según lo que acaba de decirnos, lo consiguió en cuestión de segundos.
Finney profirió una risa áspera y carente de humor.
—Realmente no tenía ninguna alternativa en aquel momento, señor Spock.
—Y tampoco la tiene ahora, señor Finney, si es que desea sobrevivir. Si desea que sobreviva la Federación.
—¡Si desea sobrevivir treinta segundos más, señor Finney, o como demonios quiera que se llame usted, y olvídese de las próximas horas —le espetó un hombre fornido de mediana edad mientras se le acercaba a una distancia amenazadoramente corta—, hará lo que le digan que haga! ¡Ahora!
Durante los diez minutos siguientes, Finney estrujó su memoria, pero sin éxito alguno. Cuanto más intentaba concentrarse, cuanto más ahínco ponía en reconstruir mentalmente las imágenes velozmente cambiantes de la pantalla de la computadora, más parecían alejarse de él esas imágenes.
—No resultará —se lamentó al fin, y se dejó caer pesadamente—. No puedo recordarlo.
—Se lo he advertido… —comenzó a decir el hombre fornido, pero, antes que pudiese continuar, Spock se interpuso entre los dos y contuvo con facilidad al que avanzaba.
—Existe otra posibilidad —declaró el vulcaniano mientras se volvía a mirar a Finney—. Señor Finney, usted está familiarizado con las disciplinas mentales vulcanianas.
—Estoy enterado de su existencia, sí, pero no sé qué son, al menos no con exactitud; y desde luego no podría aprenderlas en las próximas dos horas, aunque resultase concebible que me ayudaran a recordar esos datos.
—No pretendo que haga algo semejante, señor Finney. Lo que sugiero es que, con la cooperación de usted, sus recuerdos podrían resultar directamente accesibles para mí. Entre los dos podríamos conseguirlo.
McCoy, con expresión ceñuda, se volvió a mirar a Spock.
—¿Habla usted de fusión mental… con este tipo?
—¿Le negaría usted el tratamiento médico, doctor?
—Por supuesto que no, por tentador que pudiera resultarme hacerlo, pero…
—No se preocupe usted, doctor McCoy. La experiencia no es nunca agradable en sí misma, así que poco añade la naturaleza del compañero del momento y no puede permitirse, en ningún caso, que ésta me impida realizar los esfuerzos que requiere un asunto tan urgente e importante como éste.
Spock se volvió para mirar a Finney.
—Señor Finney, le pido que no se resista.
Finney retrocedió.
—Ya he oído hablar de ese truco telepático que emplea usted. Lo que quiere hacer es… meterse dentro de mi mente.
—Se trata de algo más complejo que eso, señor Finney, pero puede pensar en el proceso en esos términos, si le place. Nuestras mentes, si yo tengo éxito, se fundirán la una con la otra. Nuestros pensamientos, en condiciones ideales, no podrán diferenciarse, como si nuestras mentes fuesen una sola.
La voz de Spock era tan serena y racional como siempre; su expresión igualmente reservada, pero al observar McCoy el rostro del vulcaniano pudo ver en sus ojos —o creyó verlo— un atisbo del sufrimiento que se le avecinaba. La fusión mental implicaba una mezcla absoluta de la psique, del yo de dos personas; era una rotura de las barreras levantadas a lo largo de toda una vida.
Finney tragó sonoramente.
—¿No hay nada más que pueda usted intentar?
—¡Si lo hubiera, ya lo habríamos intentado! —le contestó McCoy con irritación, y luego le hizo un gesto al hombre fornido que había amenazado a Finney. Los dos se colocaron a ambos lados de éste, que lanzó miradas a uno y al otro y luego, tras respirar profundamente, cerró los ojos y esperó; la piel empapada en sudor se estremeció de pronto con una dolorosa hipersensibilidad que hizo que la tela del uniforme pareciera de lija.
Incapaz de evitar completamente los temblores de su cuerpo, que se rebelaba con cada fibra, Finney aguardó indefenso la invasión de su mente. Todos los sonidos parecieron desvanecerse, excepto el raspar de las suelas de las botas de Spock cuando avanzó hacia él, el sonido de la respiración del vulcaniano cuando se detuvo a pocos centímetros de distancia y el latir desesperado de su propio corazón que hacía golpear su pecho contra la tela que lo cubría.
El sonido de la respiración de Spock se detuvo un momento, luego siguió una inspiración profunda… y el contacto de una palma sobre su frente, los dedos del vulcaniano que le aferraban las sienes y la coronilla.
Al principio no hubo nada más que el contacto físico, y Finney pensó: «No funciona. Estoy a salvo. Todos moriremos, pero yo estoy a salvo».
Durante lo que parecieron minutos, la misma frase se repitió una y otra vez como una letanía, mientras el corazón de Finney proseguía con sus acelerados latidos y la piel permanecía dolorida bajo el tacto de lija del uniforme que la cubría.
Pero después, sin previo aviso, una ola de tristeza le invadió completamente, una tristeza tan intensa que por debajo de sus párpados cerrados comenzaron a manar lágrimas.
«¡No me pertenece! —gritó su mente—. ¡No me pertenece!»
Pero un instante más tarde supo que sí le pertenecía. En aquel momento le pertenecía, era algo con lo que él había vivido, algo que había controlado y contenido durante la mayor parte de su vida adulta, y ahora se preguntaba cómo había podido hacerlo sin que su mente se rompiera en mil pedazos de dolor. Pero su mente sí que se había hecho añicos cuando su hija…
¡No! Esa era otra mente, otra angustia, una que él no había podido controlar ni contener, aunque en aquel preciso momento advertía que en realidad era algo trivial, comparada con esa otra tristeza que acababa de salir de la nada para empaparlo con su dolor, aunque ahora se transformaban en dos cosas indistinguibles, a medida que la traición de Kirk se convertía en amistad y lealtad de toda una vida y después, una fracción de segundo más tarde, una nueva revelación del rostro del traidor/amigo —la imagen común en ambos dolores— comenzó a girar ante él y precipitó sus pensamientos en una mezcla caleidoscópica de odio y lealtad, y fue incapaz de concentrarse en nada más hasta que Kirk pareció estar físicamente ante él, a punto de traicionarle/ofrecerle su amistad una vez más.
Al echarse hacia atrás, sintió que los dedos de Spock le aferraban las sienes con más fuerza. Incapaz de zafarse, sólo pudo permanecer de pie y aguantar la experiencia, mientras se maravillaba ante la intensidad de aquellas sensaciones hasta que, finalmente…
Una voz.
Desde el interior del doble dolor le llegó una voz que hablaba lentamente, con precisión, y calmaba de alguna forma todo aquel dolor, que se elevaba por encima del mismo, mientras él se hundía más en sus profundidades. Con paciencia y estoicismo infinitos, comenzó a guiarle hacia atrás desde el momento presente, lo hizo retroceder hasta su repentino despertar, el choque de la lanzadera, la destrucción de la nave de vigilancia, la huida de la nave del comandante, el descubrimiento de…
«¡Ahí está!», dijo en silencio la voz que surgió del ondeante mar de dolor, la imagen de la pantalla de la computadora, tras sus párpados aún cerrados. «¡Ahí está lo que buscamos!»
Entrar en el camarote de Spock era como salir del transportador en un mundo alienígena. El brusco cambio de temperatura al calor desértico arrancó un involuntario grito ahogado de la garganta de Kirk, la sombría iluminación de tonalidad rojiza le hizo imaginarse momentáneamente que una película transparente de sangre le velaba la visión. Habitualmente, en atención a la comodidad de sus visitantes, Spock mantenía en sus dependencias unas condiciones más afines a las del planeta Tierra, pero durante los últimos días a bordo, mientras intentaba conseguir que germinaran unas semillas de una planta vulcaniana semejante a los cactus…
En aquellas condiciones de «normalidad vulcaniana», pensó Kirk mientras la puerta se cerraba a sus espaldas con un siseo, la habitación proporcionaba una visión de la auténtica naturaleza de Spock, más que cualquier cosa que él hubiese visto antes. Más que su lógica vulcaniana, más que su hábito de dormir con los ojos completamente abiertos, más que sus orejas puntiagudas y el color verde de su sangre, aquella habitación hacía que Kirk adquiriera consciencia de los orígenes no humanos de su primer oficial, de su verdadera condición de alienígena.
Pero también le recordaba su fortaleza y su dedicación, no sólo a Jim Kirk sino a la Flota Estelar y la Federación. Para Spock, el puente de mando, la totalidad de la
Enterprise
—excepto aquel refugio raras veces utilizado por él—, había sido un mundo alienígena, con luces duras y excesivamente brillantes, temperaturas gélidas, con habitantes ilógicos y frecuentemente salvajes.
Y sin embargo, con plena consciencia del entorno físico y psicológico que debería soportar, había escogido estar en él. Y había permanecido fiel, tanto a esa elección como a sí mismo, a pesar de las presiones externas e internas que le impulsaban a hacer lo contrario. La presión constante para que «fuera más humano», a la que el propio Kirk había contribuido con frecuencia. La presión, imposible de mitigar, aunque no expresada con palabras, para que siguiera el camino vulcaniano, un camino que Sarek había trazado para el único hijo que tenía con Amanda. Habría sido tremendamente más sencillo, muchísimo menos doloroso, tanto física como emocionalmente, haberse sometido a los deseos de Sarek.
Pero Spock no lo había hecho. Había elegido permanecer en la Flota Estelar y arriesgó su vida en innumerables ocasiones para servirla. Incluso había arriesgado su honor, algo que para él tenía más importancia que su propia vida, pero menos que la lealtad hacia quienes le eran leales. Cosas todas ellas que había demostrado más allá de cualquier duda en numerosas circunstancias, pero nunca con mayor claridad que en aquel viaje final a Talos IV con su amigo y mentor, Christopher Pike.
Con el rostro contorsionado por una mueca, Kirk se enjugó el sudor de la frente y los ojos. ¿Por qué demonios había acudido allí? En aquella habitación no había nada que pudiera ayudarles en la apurada situación en que se hallaban. Fuera cual fuese el programa de diagnóstico con el que Spock hubiese experimentado en la terminal de su camarote, sería accesible desde el puente o desde cualquiera de los centenares de otras terminales que había por toda la nave.
Y los especiales conocimientos de Spock, la afinidad casi simbiótica que tenía con la computadora… eso ciertamente no estaría allí. Aquello había desaparecido con Spock. No era algo que uno pudiese esperar que fuera «absorbido» de su entorno anterior, por mucho que Kirk lo desease posible. Se trataba de algo que Spock había desarrollado durante décadas de disciplina vulcaniana y negación del propio yo. No era algo que él pudiese dejarle como «herencia» a otra persona, ni siquiera algo que pudiese enseñarle, excepto en su forma más rudimentaria.