Read El reverso de la medalla Online

Authors: Patrick O'Brian

Tags: #Aventuras, Historico

El reverso de la medalla (19 page)

BOOK: El reverso de la medalla
4.51Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

Luego fue al banco donde tenía su cuenta y recibió un singular halago. Después de pasar algún tiempo hablando con el socio más joven, bajaron juntos la escalera y él le dijo que tenía que pedir dinero al cajero porque llevaba muy poco encima. Entonces el señor Hoare pasó al otro lado del mostrador y le dijo al cajero:

—Éste es el señor Aubrey, capitán de la Armada Real.. Creo que podemos darle monedas de oro.

Desde hacía muchos años casi todo el mundo tenía que contentarse con recibir billetes, pero Jack salió del banco con veinticinco guineas, cuyo peso soportaba con agrado pues le hacían sentir que su riqueza era real. Después de comer en una casa de comidas especializada en carne, había ido a ver a dos agentes de bolsa, el que se ocupaba de sus inversiones y el que se ocupaba de las de su padre. A este último no le había visto nunca, y le resultó antipático desde el momento en que le conoció. El señor Shape actuaba con la falta de precauciones y la excesiva confianza propias de un agente de bolsa de tercera clase de la City. No era propiamente un agente de bolsa, pues no era miembro de ella, sino un intermediario financiero externo, e incluso a alguien tan poco acostumbrado a hacer negocios como Jack le pareció que hacía su trabajo con negligencia. Sin embargo, quería ser amable con Jack, y le dijo que días antes había visto en la ciudad al general Aubrey y que el viejo caballero tenía tanta energía como siempre. A Shape le habría gustado averiguar por qué Jack quería comprar esas acciones y lo dejó entrever varias veces; pero, cuando Jack tenía que hacer frente a un sinvergüenza podía mantener una actitud impenetrable, y las confianzas que Shape se tomaba no incluían las preguntas directas.

Después de esa desagradable escena, Jack tomó un coche para regresar a Whitehall. Hizo una inclinación de cabeza al pasar por el Almirantazgo, esa fuente de grandes alegrías y grandes tristezas; luego atravesó el parque Saint James andando y finalmente llegó al club. Le gustaba Londres y también le gustaba caminar, pero ahora estaba agotado. Pidió una jarra de vino blanco de Champagne y se sentó con ella en una cómoda butaca junto a una ventana que, daba a la calle. Poco a poco volvió a sentirse bien interiormente, empezando por los talones amoratados y los pies llenos de ampollas, y la alegría o casi el alborozo que tenía desde las primeras horas de la mañana aumentó aún más cuando pensó en la gran cantidad de asuntos que había resuelto ese día. Dentro de poco terminaría de reponerse y se levantaría para ir al Racimo de Uvas, pues posiblemente allí encontraría alguna carta de Sophie y vería a Stephen, o al menos sabría algo de él.

En ese momento sonrió, pero enseguida la sonrisa se borró de su rostro, pues vio a Edward Parker, un antiguo compañero de tripulación. No tenía absolutamente nada en contra de Edward Parker, pero no quería que nadie le expresara su pena por lo que le ocurría a la
Surprise
. Sabía cómo resolver la situación. Parker era bastante buen marino, valiente y afortunado. Pertenecía a una renombrada familia de marinos, siempre tenía empleo y estaba convencido de que llegaría a ser almirante. Además, era esbelto, bien parecido y gustaba a las mujeres. No obstante, se valoraba a sí mismo por dos atributos que, en realidad, no poseía: la capacidad de montar a caballo como un héroe épico y la de beber-más que cualquier hombre que se sentara a la mesa con él.

—¡Oh, Aubrey! —exclamó acercándose—. ¡Cuánto siento lo que me han contado de la
Surprise
!

—No tiene importancia —dijo Jack—. Hoy es el día del dios Baco, el patrón de los bebedores, y no se llora. William, trae otra jarra de lo mismo para el capitán Parker.

En el club había jarras de plata muy elegantes, y la que trajeron, cubierta de gotas de agua fría en una brillante bandeja, tenía una extraordinaria belleza.

—Bebamos heroicamente, de un solo trago, por el dios Baco. No desperdiciemos ni una gota.

Parker tuvo el valor de hacerlo, pero pesaba ciento veinticinco libras —y Jack, en cambio, doscientas veinticinco— y además, no había caminado todo el día por Londres, así que la segunda jarra, que él mismo propuso tomar, fue su ruina. Después de permanecer allí sentado unos minutos con el rostro pálido y una sonrisa congelada, dio una excusa poco coherente y salió apresuradamente de la sala.

Jack se acomodó en la butaca y se puso a contemplar la marea humana que pasaba por la calle Saint James. En el palacio se había celebrado una larga audiencia y ahora podían verse muchos oficiales vestidos con uniformes de gala, rojos y dorados, con brillantes sables de acero y plata y con sombreros de plumas como el de Agamenón, que caminaban apresuradamente hacia Picadilly temerosos de que les alcanzara el aguacero que se avecinaba. Los más ricos tenían sirvientes que llevaban paraguas, y algunos, subiendo el sable, entraban haciendo mucho ruido con sus espuelas en uno u otro de los diferentes clubs situados en la calle. Había varios clubs allí, y casi enfrente de la ventana junto a la que estaba Jack se encontraba el Button's, al cual pertenecía el general Aubrey. Jack también era miembro de ese club, pero casi nunca iba porque no le gustaban mucho quienes lo frecuentaban, que, o bien eran hombres extraordinariamente ricos (había más duques allí que en ninguna otra parte), o bien sinvergüenzas, aunque algunos de ellos de buena familia.

Cuando los oficiales encontraron refugio, los demás ciudadanos volvieron a llenar la calle, y Jack notó con tristeza que las chaquetas de colores que se usaban en su juventud perdían cada vez más terreno frente a las de color negro, que a pesar de ser apropiadas para ciertas ocasiones, causaban la impresión de que quienes caminaban por la calle estaban de luto. De vez en cuando se veían chaquetas de color verde botella o granate o azul intenso, pero la calle no parecía un jardín lleno de flores, como antaño. Además, ahora entre los jóvenes estaban de moda los pantalones.

Vio pasar a muchos conocidos, entre ellos a Blenkinsop, un funcionario del Ministerio de Asuntos Exteriores que se creía superior, y a Waddon, un vecino de Hampshire que era una excelente persona. No parecía muy satisfecho, pues iba montado en un caballo comprado recientemente que avanzaba de medio lado hacia la torre echando espuma por la boca y expulsando ventosidades. Cuando el reloj marcó la media hora, el animal, un caballo alazán castrado, dio un relincho y entró corriendo en el callejón que estaba junto al Lock's. Jack vio enseguida a Waddon salir de allí con una expresión malhumorada, y pensó que probablemente había abandonado al animal. Luego advirtió que Wray, un miembro del Almirantazgo, y otro hombre cuyo nombre no recordaba, entraban en el Button's seguidos de algunos hombres con chaqueta negra. Entonces vio una chaqueta de color azul intenso que le era familiar, y enseguida reconoció a su padre, pero no le asombró verle.

En el pasado, seguro que hubo alguien capaz de amar al general Aubrey, la madre de Jack, una dulce mujer; sin embargo, durante los últimos veinte años ni siquiera sus perros habían sentido afecto por él. Lo único que ocupaba su mente era la idea de ganar dinero. Una vez incluso, aunque los árboles no estaban todavía muy robustos, había cortado todos los árboles de las tierras de ambos, lo que apenas le reportó beneficios y en cambio perjudicó mucho a Jack, y ahora estaba asociado con algunos tipos raros cuyas actividades tenían cierta relación con la banca, los seguros y la adquisición de propiedades. Había dejado a Jack sin la posibilidad de heredar sus deterioradas, pero aún recuperables, propiedades porque se había casado con la lechera, a costa de exorbitantes capitulaciones matrimoniales, y había tenido otro hijo.

Pero Jack tenía sentido del deber filial y le había escrito una nota en la que le animaba a invertir hasta el último penique que tenía en las acciones de la lista que le había dado Palmer, y le pedía que no divulgara sus recomendaciones porque debían mantenerse en secreto. Había pensado mandársela, pero ahora, al ver su huesuda figura agarrarse a la barandilla de la escalera para subir, se dijo: «¡Maldita sea! Después de todo, es mi padre. Voy a ir a preguntarle cómo está». Pero desde un rincón de su mente oyó: «Si lo haces, tendrás que contestar a sus preguntas». Entonces pensó: «No. Sólo tengo que decirle que debo guardar silencio porque di mi palabra de que lo haría y él me comprenderá». Terminó de beber su vino y atravesó la calle.

—¡Hombre, Jack! —exclamó cuando reconoció a su hijo—. ¿Cómo estás? ¿Has estado fuera del país?

—Sí, señor. He estado en el Pacífico.

—Y ya has regresado. Estupendo, estupendo —dijo el general, que parecía muy satisfecho—. Seguro que Sophie se alegró de verte —añadió, satisfecho de haber recordado su nombre, tan satisfecho que invitó a Jack a tomar algo.

—Es usted muy amable, señor, pero ya me he tomado tres jarras de vino blanco de Champagne con el estómago casi vacío, y ya estoy empezando a notar su efecto. Pero podría tomar café.

—¡Tonterías! —exclamó su padre—. No seas blandengue. El buen vino nunca le ha hecho daño a nadie. Seguiremos con el vino blanco.

Cuando bebían la primera copa, Jack preguntó cortésmente por su madrastra y su medio hermano.

—Son un par de tontos sinvergüenzas, y se pasan la vida lamentándose —dijo el general y, después de hacer una pausa y servir más vino, repitió—: Seguro que Sophie se alegró de verte.

—Espero que se alegrará, señor —dijo Jack—, pero todavía no he ido a mi casa. El vino es excelente, señor. Es más afrutado que el nuestro. Como le decía, todavía no he ido a mi casa. El barco con bandera blanca me dejó en Dover y pensé que sería mejor venir a Londres primero.

—Recuerdo que aquel teniente mujeriego que estaba bajo tu mando era el capitán del barco con bandera blanca hace algún tiempo. ¿Cómo se llama?

—Babbington, señor. Pero ahora lo es Harry Tennant.

—¿El hijo de Harbrook? ¿De veras Harry Tennant es el capitán del barco con bandera blanca?

—Sí, señor —respondió Jack, y se arrepintió de haber mencionado la maldita carraca, porque recordó que cuando su padre recibía la más mínima información, aunque fuera irrelevante, le gustaba repetirla hasta la saciedad—. ¿Podríamos sentarnos en un tranquilo rincón de la sala sur? Tengo algo muy importante que decirle sobre la compra de acciones.

—¿Ah, sí? —preguntó el general, mirándole afectuosamente—. Vamos, entonces, y trae tu vino. Pero debes hablar rápido, porque espero a unas personas que vendrán a verme. ¿Dónde te compraste esa horrible chaqueta? —preguntó mientras caminaba delante de él—. Espero que no se la hayas robado a un espantapájaros.

Al llegar a la sala sur Jack se dijo: «Es mejor que no hable mucho». Se sentó en un escritorio y rápidamente copió la parte fundamental de la nota.

—Aquí tiene —dijo, entregando la lista a su padre—. Le recomiendo sinceramente que invierta hasta el último penique que pueda en estas acciones.

Luego le dijo lo más claramente posible que la información era estrictamente confidencial y que procedía de un informador anónimo. Añadió que no podía contestar a ninguna pregunta e hizo hincapié en que había dado su palabra de no comunicársela a más de dos de sus íntimos amigos y que, por tanto, su honor estaba en juego.

El general le miró entre malicioso e intrigado hasta que terminó de hablar, y luego abrió la boca para decir algo, pero antes de que pudiera decir palabra, un sirviente entró apresuradamente para decirle que sus invitados habían llegado.

—Quédate aquí, Jack —dijo el general, poniendo a un lado su copa vacía.

Poco después regresó a la sala con tres hombres. A Jack se le cayó el alma a los pies cuando vio que uno de ellos era el agente de bolsa de su padre y los otros dos eran tipos vestidos ostentosamente, como los que veía con frecuencia cuando iba a la casa donde había pasado su infancia. Luego recordó que cuando su padre quería impresionar a sus socios les llevaba allí para enseñarles a uno o dos duques.

—Éste es mi hijo —dijo el general—, aunque nadie pensaría que lo es, por la edad que tiene. Me casé muy joven, muy joven. Es capitán de navío de la Armada Real y acaba de desembarcar. Llegó a Dover en el barco con bandera blanca justo ayer y ya está aconsejando a su anciano padre sobre inversiones, ¡ja, ja, ja! James, trae una botella de litro y medio de este mismo vino.

—El capitán y yo somos viejos amigos —dijo el agente de bolsa, dando palmadas en el hombro a Jack—. Y le aseguro, general, que sabe mucho de inversiones.

—Así que vino usted en el barco con bandera blanca, señor —dijo uno de los otros dos hombres—. Quizá pueda darnos las últimas noticias de París. Imagínense que Napoleón estuviera realmente muerto y que la guerra estuviera a punto de acabar. ¡Imagínenselo!

—¿El barco con bandera blanca? —preguntó el agente de bolsa, que no lo había oído mencionar al principio.

—¿Que sabe de inversiones? —inquirió el general, y ambos miraron a Jack.

Jack permaneció sentado allí bebiendo una copa de vino tras otra y evadiendo las preguntas. Cuando le preguntaron su opinión sobre el desarrollo de la guerra y su probable duración, contestó con una serie de tópicos, y con satisfacción se oyó a sí mismo decirlos a cierta distancia. Pero cuando su padre sugirió que fueran al Vauxhall, se negó. Pensaba que el deber filial tenía límites y que ya los había traspasado y, además, tenía una buena excusa.

—No voy vestido de forma adecuada para andar por la ciudad —dijo—, y mucho menos para ir al Vauxhall con tan distinguida compañía.

—Tal vez no —dijo el más estúpido y más ebrio de los invitados vestidos ostentosamente—, pero todos disculpan a nuestros honorables marinos. Venga, por favor. Les invito yo. Nos divertiremos mucho. ¡Imagínenselo!

—Gracias por el vino, señor —dijo Jack a su padre—. Buenas noches, caballeros.

Hizo una reverencia y luego, con los ojos fijos en la puerta abierta, avanzó hacia ella muy rígido y casi sin respirar, y no se desvió ni una pulgada de su camino.

CAPÍTULO 5

Stephen Maturin fue desde el Strand hasta el condado de Savoy. Conocía bien el camino, tan bien que sus pies evitaban por sí solos los peores baches del pavimento, las rejillas de hierro que otras veces habían cedido bajo su ligero peso, haciéndole caer en depósitos de carbón, y las asquerosas cunetas. Eso era muy conveniente para él porque tenía la mente muy lejos. Como había dicho Jack, estaba muy angustiado a causa de Diana, tan angustiado que iba al Racimo de Uvas no sólo para cambiarse y afeitarse antes de ir a la calle Half Moon, sino también para saber algo de ella, pues seguramente habría pasado por allí porque la dueña, la señora Broad, era muy amiga suya y las dos se preocupaban mucho de su ropa.

BOOK: El reverso de la medalla
4.51Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

Other books

Wed Him Before You Bed Him by Sabrina Jeffries
The Dragon Stirs by Lynda Aicher
Death of a Friend by Rebecca Tope
Electric Heat by Stacey Brutger
County Line Road by Marie Etzler
Sunrise for Two by Merlot Montana
Spirit Dances by C.E. Murphy
Heading Out to Wonderful by Robert Goolrick