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Authors: Marion Zimmer Bradley

Tags: #Fantasia

El rey ciervo (11 page)

BOOK: El rey ciervo
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—Y yo, a mi vez, juro que será como la hija que nunca di a la Diosa y que vengará una gran injusticia.

Elaine parpadeó.

—Una gran injusticia… ¿De qué estás hablando?

La otra se tambaleó un poco. Se había quebrado el silencio. Cobró conciencia de la lluvia en la ventana y del frío que reinaba en la alcoba.

—No lo sé —dijo, ceñuda—. Mi mente divaga. Aquí no podremos hacerlo, Elaine. Tienes que pedir licencia para visitar a tu padre. Y no dejes de invitarme para que te haga compañía. Yo me encargaré de que Lanzarote vaya también. —Aspiró muy hondo mientras recogía su túnica—. A estas horas ya ha tenido tiempo de retirarse de la alcoba real. Vamos. Ginebra nos estará esperando.

Cuando ambas entraron en el dormitorio de la reina no había señales de Lanzarote ni de otros hombres. Pero cuando Elaine estuvo fuera del alcance de su voz, Ginebra miró a Morgana a los ojos; nunca había habido en ellos tan horrible amargura.

—Me desprecias, ¿verdad, Morgana?

«Por fin ha expresado la pregunta que ha tenido en la mente durante todas estas semanas», pensó.

—No soy tu confesor, Ginebra. Eres tú la que crees en un Dios que condena el amor con quien no se está casado. —Morgana no podía soportar la angustia que reflejaba el rostro de la reina—. Ginebra, hermana, nadie te ha acusado.

Pero ella le volvió la espalda, diciendo entre dientes:

—No. Y tampoco quiero tu piedad.

«La quieras o no, es tuya», pensó Morgana, aunque no lo dijo.

—¿Estás lista para desayunar, señora? ¿Qué te gustaría comer?

«Desde que acabó la guerra cada vez actúo más como si fuera su criada», pensó. Era un juego en el que todos participaban. Arturo suponía que sus antiguos caballeros tenían que ser ahora sus ayudantes, aunque fueran reyes por derecho propio. Le molestaba que mantuviera la corte en aquel estado, asumiendo un poder que sólo correspondía a los más grandes entre los druidas y las sacerdotisas. «Arturo aún porta la espada de Avalón, pero si no respeta su juramento le será reclamada.»

De pronto tuvo la sensación de que la estancia crecía a su alrededor, de que se abría como si todo estuviera muy lejos. Aún veía a Ginebra, con la boca entreabierta para hablar, pero al mismo tiempo veía a través de ella, como en el reino de las hadas. El silencio era profundo. Y en el silencio vio las paredes de un pabellón y a Arturo dormido, con
Escalibur
desnuda en la mano. Se inclinó hacia él: aunque no podía coger la espada, con la pequeña hoz de Viviana cortó los cordones que sujetaban la vaina a su cintura y la levantó. Entonces se encontró en las orillas de un gran lago, con el susurro de los juncos a su alrededor.

—He dicho que no, no quiero vino en el desayuno —dijo Ginebra—. Elaine podría traernos algo de leche fresca… Morgana, ¿estás mareada?

Parpadeó, mirando a la reina, y recobró la conciencia poco apoco. No, no era verdad; no galopaba como enloquecida por las orillas de un lago, con la vaina en la mano… Pero aquello se Parecía a un sueño que había tenido cierta vez… Y mientras aseguraba a las otras mujeres que estaba perfectamente, mientras Prometía ir personalmente en busca de leche fresca, su mente continuaba guiándola por los laberintos del sueño. Si al menos Pudiera recordar qué era lo que había soñado…

Pero cuando bajó al aire fresco dejó de sentir que el mundo podría fundirse en cualquier momento con el mundo de las hadas. Le dolía la cabeza como si se la hubieran partido de golpe. Pasó todo el día cautiva del extraño hechizo de la ensoñación. Si al menos pudiera recordar… Había arrojado a
Escalibur
al lago, para que la reina del pueblo de las hadas no la cogiera… No, no era eso… Y su mente intentaba otra vez desenredar el hilo extraño y obsesivo de su sueño.

Pasado el mediodía oyó que los cuernos anunciaban la llegada de Arturo y la conmoción que invadía a Camelot. Corrió con las otras mujeres hacia los terraplenes, para ver al gruño real que se acercaba con los estandartes flameando. Ginebra temblaba a su lado; aunque era alta, sus manos pálidas y la fragilidad de sus hombros le daban el aspecto de una criatura débil y nerviosa, esperando ser castigada por alguna travesura imaginaria. Su mano trémula tocó la manga de Morgana.

—Hermana, ¿es preciso que mi señor lo sepa?. Ya está hecho y Meleagrant ha muerto. No hay motivos para que Arturo haga la guerra a nadie. ¿Por qué no dejarle creer que mi señor Lanzarote llegó a tiempo…, a tiempo para evitar…? —Su voz era sólo un trino débil, como de niña.

—A ti te corresponde decírselo o no, hermana —dijo Morgana.

—Pero…, si lo supiera por otro…

Suspiró. ¿Por qué no lo decía claramente?

—Si Arturo oye algo que lo atribule no será de mí. Pero no podría culparte por haber sido atrapada y sometida a golpes.

Y de pronto supo qué hacía temblar a Ginebra: en el fondo de su alma creía que era culpa suya, que merecía la muerte por haberse dejado violar en vez de matarse. «Se siente culpable por lo de Meleagrant para no tener que arrepentirse de lo que ha hecho con Lanzarote…»

Ginebra seguía temblando a su lado, pese a lo cálido del sol.

—Ojalá estuviera ya aquí; así podríamos entrar. Mira, hay halcones en el cielo. Los halcones me dan miedo; siempre temo que se lancen contra mí.

—Serías un bocado demasiado grande y duro, hermana —señaló Morgana, amablemente.

Los criados estaban abriendo las grandes puertas. Héctor, aunque todavía cojeaba notoriamente por la noche pasada a la intemperie, se adelantó junto a Cay, que ya se inclinaba ante Arturo.

—Bienvenido a casa, mi rey y señor.

Arturo desmontó para abrazarlo.

—Es una bienvenida demasiado formal, tunante. ¿Todo va bien?

—Ahora sí, mi señor —dijo Héctor—. Pero una vez más tenéis motivos para dar las gracias a vuestro capitán.

—Es cierto —dijo Ginebra, adelantándose de la mano de Lanzarote—. Mi rey y señor: Lanzarote me salvó de una trampa tendida por un traidor y de un destino que ninguna cristiana tendría que sufrir.

El rey los cogió de la mano a ambos.

—Como siempre, te estoy agradecido, mi querido amigo, al igual que mi esposa. Ven. Hablaremos de esto en privado.

Y caminando entre los dos, subió la escalinata del castillo.

—Me gustaría saber qué mentiras se apresurarán a verterle en los oídos, esa casta reina y su mejor caballero.

Morgana oyó las palabras, pronunciadas por alguien entre la multitud, en voz baja y muy clara. «Tal vez la paz no es una bendición completa —pensó—. Sin guerra no hay nada que hacer en la corte, salvo divulgar todos los rumores y hasta el más ínfimo escándalo.»

Pero si Lanzarote se alejaba el escándalo se acallaría. Y resolvió que, si podía hacer algo para lograr ese fin, lo haría de inmediato.

Aquella noche, durante la cena, Arturo ordenó a Morgana que llevara su arpa y les cantara.

—Hace mucho que no oigo tu música, hermana —dijo, acercándola para darle un beso, algo que no había hecho desde hacía mucho tiempo.

Se sentó en un taburete cerca del trono, con el arpa a sus pies. Arturo y Ginebra estaban juntos, cogidos de la mano. Lanzarote, tendido en el suelo junto a Morgana, contemplaba el arpa, pero de vez en cuando miraba a Ginebra con un anhelo tan terrible que la estremecía.

Y mientras sus manos se movían por las cuerdas, el mundo pareció nuevamente perderse en la distancia, muy pequeño y lejano, y al mismo tiempo inmenso y extraño. Las cosas perdían su forma; el arpa semejaba a la vez un juguete y algo monstruoso, capaz de aplastarla, y ella, sentada en un trono, espiando entre sombras vagabundas, observaba a un joven de pelo oscuro con una corona estrecha en torno de la frente. Mientras lo miraba, le recorrió el cuerpo el dolor agudo del deseo; lo miró a los ojos y fue corno si una mano la tocara en sus partes más íntimas, excitándole el apetito… Sus dedos vacilaron en las cuerdas, había soñado algo… Una cara borrosa, la sonrisa de un joven, no, no era Lanzarote sino otro… No, todo era sombras.

La voz clara de Ginebra se abrió paso:

—¡Atended a la señora Morgana! ¡Mi hermana se desmaya!

Sintió que los brazos de Lanzarote la sostenían y alzó 1 vista a sus ojos oscuros. Había sido un sueño. Se llevó la mano a la frente, confundida.

—Ha sido el humo, el humo del hogar.

—Bebed. —Lanzarote le acercó una copa a los labios.

¿Qué locura era ésa? Aunque apenas la tocaba, se sentía morir de deseo, algo que se había consumido en ella con el correr de los años.

«No me quiere, no quiere sino a la reina», pensó, contemplando el hogar apagado, con una guirnalda de laurel verde. Bebió un sorbo del vino que Lanzarote le ofrecía.

—Perdón… Todo el día me he encontrado algo mareada —dijo—. Que otro toque el arpa. Yo no puedo.

Lanzarote dijo:

—Con vuestro permiso, señores míos, cantaré yo. Ésta es una leyenda de Avalón que oí en mi infancia…

Y comenzó a entonar una antigua balada. Morgana escuchaba, aún perdida en su sueño. Le pareció que el moreno semblante de Lanzarote estaba abrumado por un terrible sufrimiento, y mientras cantaba sobre la mujer flor. Blodeuwedd, sus ojos se detuvieron durante un momento en la reina. Pero luego se volvió hacia Elaine, cortés, describiendo el cabello compuesto de bellos lirios dorados.

Morgana seguía quieta en su sitio, con la cabeza dolorida apoyada en una mano. Más tarde Gawaine trajo una flauta de su país y tocó un salvaje lamento, lleno de gritos de aves marinas. Lanzarote fue a sentarse junto a ella y le cogió la mano.

—¿Estáis ya mejor, prima?

—Oh, sí. No es la primera vez —dijo Morgana—. Es como si cayera en un sueño y viera todo a través de sombras.

—Mi madre me dijo cierta vez algo parecido. —Morgana pudo medir por eso la intensidad de su dolor y su cansancio; nunca hablaba de su madre ni de sus años en Avalón—. Creía que eso venía con la videncia, y yo mismo lo he sentido alguna vez… Ha de ser la sangre de hadas que llevarnos. —Suspiró, frotándose los ojos—. Solía pincharos con eso. cuando erais joven, ¿.recordáis? Os llamaba Morgana de las Hadas y os irritabais.

Asintió con la cabeza. A pesar del cansancio, de las arrugas, el toque gris en los rizos apretados, seguía siendo el hombre más hermoso y más amado que hubiera conocido.

Gawaine había cogido el arpa y estaba cantando una leyenda sajona sobre un monstruo que habitaba en un lago.

—Qué historia tan lúgubre —comentó Morgana por lo bajo.

Lanzarote sonrió.

—Casi todas las leyendas sajonas son así: guerra, sangre y héroes guerreros sin mucho en la cabeza. Supongo que son entretenidas para una velada larga junto al hogar. —Y añadió en voz casi inaudible—: Creo que no nací para quedarme sentado junto al hogar.

—¿Os gustaría salir nuevamente a combatir?

Lanzarote negó con la cabeza.

—No, pero estoy harto de la corte. —Sus ojos buscaron a Ginebra, que escuchaba a Gawaine con una sonrisa. El suspiro pareció brotar desde lo más hondo de su alma.

—Lanzarote —dijo en voz baja y urgente—, tenéis que alejaros de aquí para no acabar destruido.

—Destruido, sí, en cuerpo y alma —musitó él, con la vista clavada en el suelo.

—Es preciso, primo. Partid a alguna gesta como la de Gareth, a matar rufianes o dragones, lo que sea, pero alejaos.

Lanzarote tragó saliva.

—¿Y ella?

—Lo creáis o no, también soy amiga suya. ¿No creéis que también tiene un alma que salvar? Sería fácil culparla de todo, pero yo sé lo que es amar cuando no se puede… —Apartó la vista; un calor ardiente; no había querido decir tanto.

Cuando terminó la canción, Gawaine abandonó el arpa, diciendo:

—Después de una historia tan lúgubre necesitamos algo alegre. Una canción de amor, quizá. Eso corresponde al galante Lanzarote.

—He pasado demasiado tiempo en la corte, cantando tonadas de amor —dijo. Y se levantó para volverse hacia Arturo—.

Añora que estáis nuevamente aquí para ocuparos personalmente de todo, mi señor, os ruego que me encomendéis alguna gesta.

Arturo le sonrió.

—¿Tan pronto quieres partir? Si así lo deseas, no puedo retenerte, pero ¿adonde irías?

«Pelinor y su dragón.» Morgana, con la vista baja, formo las palabras en su mente con toda la fuerza que pudo imponerles, tratando de proyectarlas hacia la mente de Arturo. Lanzarote dijo:

—Tenía pensado ir tras un dragón.

Los ojos del rey centellearon, traviesos.

—Sería buena ocasión para poner fin al dragón de Pelinor Las leyendas crecen día a día, hasta tal punto que los hombres temen viajar a ese país. Ginebra dice que Elaine ha pedido autorización para visitar a su familia. Puedes acompañarla. Y te ordeno no regresar hasta que el dragón de Pelinor haya muerto.

—¡Ay de mí! —protestó Lanzarote, riendo—. ¿Me desterráis para siempre de vuestra corte? ¿Cómo podré matar a un dragón que es sólo un sueño?

Arturo rió entre dientes.

—Ojalá no tengas que vértelas con nada peor, amigo mío. Bueno, te encomiendo poner fin a ese monstruo, ¡aunque tengas que borrarlo de la faz de la tierra burlándote de él en una canción!

Elaine se levantó para hacer una reverencia al rey.

—Con vuestra venia, mi señor, ¿puedo pedir que la señora Morgana me acompañe también?

—Me gustaría ir con Elaine, hermano, si vuestra señora puede prescindir de mí —dijo ella—. Quisiera estudiar las hierbas y los remedios de esa región.

—Bien —dijo Arturo—, puedes ir, si lo deseas. Pero esto quedará muy solitario. —Dedicó a Lanzarote su rara y suave sonrisa—. Mi corte no es la misma cuando falta el mejor de mis caballeros. Pero no voy a reteneros contra vuestra voluntad, ni tampoco mi reina.

«Sobre eso no estoy tan segura», pensó Morgana, viendo que Ginebra se esforzaba por mantener la compostura. Arturo había estado ausente mucho tiempo y llegaba deseoso de reunirse con su esposa. ¿Le diría ella que amaba a otro o volvería a fingir mansamente en su cama?

Y por un momento extraño Morgana se vio a sí misma como si fuera la sombra de la reina. «De algún modo, su destino y el mío se han enlazado por completo.» Había dado a Arturo el hijo que tanto deseaba Ginebra, y Ginebra tenía el amor de Lanzarote, por el que Morgana hubiera dado el alma.

La reina la llamó por señas.

—Tienes mal semblante, hermana. ¿Continúas descompuesta?

Asintió con la cabeza, mientras pensaba: «No tengo que odiarla. Es tan víctima como yo.»

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