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Authors: Bernard Cornwell

El rey del invierno (13 page)

BOOK: El rey del invierno
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Aquel verano fue una bendición para Dumnonia. Recogimos el heno seco en grandes almiares, que levantamos sobre capas aislantes de helechos para evitar la corrosión de la humedad y el saqueo de las ratas. El centeno y la cebada maduraban en los campos, los sembrados que se extendían entre las marismas de Avalón y Caer Cadarn semejaban un gran cobertor de retales, las manzanas crecían hermosas en los huertos del este y las anguilas y los lucios engordaban en nuestros lagos y arroyos. No hubo plagas ni lobos y los sajones escasearon. De vez en cuando divisábamos en la distancia una humareda sobre el horizonte sudeste y nos imaginábamos que un grupo de piratas sajones embarcados habría prendido fuego a un asentamiento, pero después del tercer supuesto incendio, el príncipe Gereint condujo a un grupo de guerreros decididos a vengar Dumnonia y las incursiones sajonas cesaron. Incluso el jefe sajón pagó su tributo a tiempo, aunque fue el último que percibiriamos de los sajones durante muchos años, y con toda seguridad provendría en su mayor parte de los saqueos de nuestras propias aldeas fronterizas. Con todo, aquel verano fue una época feliz y Arturo, según decían los hombres, se moriría de aburrimiento si llevara sus famosos caballeros a la pacífica Dumnonia. Hasta en Powys reinaba la calma. El rey Gorfyddyd, rota su alianza con Siluria y habiendo optado por no enfrentarse a Gundleus, hizo caso omiso del pacto matrimonial de éste con Dumnonia y concentró sus lanzas contra los sajones que amenazaban sus territorios del norte. Gwynedd, reino situado al norte de Powys, estableció relaciones con los temibles soldados irlandeses de Diwrnach de Lleyn, pero en Dumnonia, el más próspero de los reinos de Britania, la paz gozaba de buena salud y los cielos eran cálidos.

Aquel mismo verano, tan idílico verano, maté a mi primer enemigo y así me convertí en hombre.

Mas la paz nunca dura eternamente y la nuestra se concluyó de forma cruel. Uter, rey supremo y Pandragón de Britania, murió. Sabíamos que estaba enfermo, que había de morir pronto y que había hecho cuanto estaba en su mano por prepararlo todo para el momento de su muerte, pero creíamos que ese momento nunca llegaría. Tantos años había sido rey, tanto había prosperado Dumnonia bajo su reinado, que parecía que todo habría de seguir igual por siempre. Pero justo antes de la siega el Pandragón murió. Nimue aseguró haber oído gritar a una liebre al sol del mediodía en ese mismo momento. Morgana, huérfana repentinamente, se encerró en su cabaña y lloró como una niña.

El cuerpo de Uter fue enterrado según las antiguas tradiciones. Bedwin habría preferido darle sepultura cristiana, mas el resto del consejo se negó a consentir tamaño sacrilegio, de modo que el hinchado cuerpo fue colocado en una pira en la cima de Caer Maes y se le prendió fuego. Ystrwth, el herrero, fundió la espada real, y el metal fundido fue vertido en un lago para que Gofannon, dios de la forja de ultratumba, forjara de nuevo la espada para el alma renacida de Uter. El metal ardiente chisporroteó al tocar el agua y el humo se elevó en una nube espesa mientras los videntes se inclinaban sobre el lago para predecir el futuro del reino en las retorcidas formas que adoptaba el metal al enfriarse. Los augurios fueron buenos, a pesar de lo cual el obispo Bedwin tuvo la precaución de enviar a sus más veloces mensajeros hacia el sur, con destino a Armórica, para avisar a Arturo, mientras que otros mensajeros más lentos se dirigieron al norte, hacia Siluria, para comunicar a Gundleus que el reino de su hijastro necesitaba a partir de ese momento a su protector oficial.

La pira de Uter ardió durante tres noches. Sólo entonces se permitió que las llamas fueran extinguiéndose, proceso que una potente tormenta procedente del mar del oeste contribuyó a completar prestamente. Grandes nubes se arremolinaron en el cielo, los relámpagos hendieron la tierra del difunto y una lluvia torrencial se abatió sobre una ancha franja de cosechas sin recoger. En Ynys Wydryn, acurrucados en las cabañas, escuchamos el tamborileo de la lluvia y el fragor de la tormenta y vimos caer el agua a chorros por los tejados de paja. Durante la tormenta, el mensajero del obispo Bedwin llevó a Mordred el pendón real del gran dragón. El mensajero tuvo que gritar como loco para hacerse oir por los del interior de la empalizada, hasta que por fin Hywel y yo le abrimos la puerta; cuando cesó la tormenta y el viento dejó de soplar, clavamos la bandera en la fortaleza de Merlín, señal de que Mordred era ya rey de Dumnonia. El pequeño no era rey supremo, naturalmente, puesto que tal honor sólo lo concedían los reyes, previo acuerdo unánime, a aquel al que consideraban superior entre ellos, ni tampoco era Pandragón, puesto que tal título lo había de ganar el rey supremo en el campo de batalla. En realidad Mordred no era aún rey de Dumnonia propiamente, ni lo seria hasta que fuera llevado a Caer Cadarn y allí, por la espada y por la voz, fuera proclamado monarca sobre la piedra real del reino; pero el pendón era suyo y, por tanto, el dragón rojo ondeaba en la alta fortaleza de Merlín.

El pendón consistía en un cuadrado de lienzo blanco, de la misma altura y la misma anchura que la lanza de un guerrero. Se mantenía desplegado mediante hebras de sauce hilvanadas a los dobladillos e iba sujeto a un asta, una larga vara de olmo con un dragón dorado en el extremo superior. El dragón bordado en la bandera misma era de lana roja, y cuando llovía soltaba tinte y manchaba de rosa la parte inferior del paño. A la llegada del pendón siguió, con pocos días de diferencia, la de la guardia real, un grupo de cien hombres al mando de Owain, el paladín del rey, cuya misión consistía en proteger a Mordred, rey de Dumnonia. Owain transmitió a Norwenna un consejo del obispo Bedwin, según el cual, ella y Mordred deberían instalarse más al sur en Durnovaria, consejo que la reina se apresuró a cumplir, pues deseaba que su hijo se criara en una comunidad cristiana, lejos de los aires ostensiblemente paganos del Tor; pero antes de hacer los preparativos llegaron malas noticias del país del norte. Gorfyddyd de Powys, al saber de la muerte del rey supremo, había enviado a sus lanceros contra Gwent, y ahora esos hombres incendiaban, saqueaban y tomaban cautivos adentrándose en las tierras de Tewdric. Agrícola, el comandante romano de Tewdric, respondía a los ataques, mas los traidores sajones, que con toda seguridad se habían aliado a Gorfyddyd, entraron también en Gwent con grupos de guerreros, y de pronto nuestro más antiguo aliado se halló inmerso en una lucha por su propia supervivencia. Owain, que habría dado escolta a Norwenna y al niño hasta Durnovaria, se llevó a sus guerreros al norte para ayudar al rey Tewdric, y Ligessac, de nuevo al mando de la guardia de Mordred, insistió en que el niño estaría mejor protegido tras el puente de tierra de Ynys Wydryn, tan fácil de defender, que en Caer Cadarn o en Durnovaría; así pues, Norwenna hubo de permanecer en el Tor a su pesar.

Contuvimos la respiración hasta saber de parte de quién se pondría Gundleus de Siluria, y la respuesta no se hizo esperar. Lucharía a favor de Tewdric y contra su antiguo aliado Gorfyddyd. Gundleus envió un mensaje a Norwenna diciendo que cruzaría los pasos de montaña con sus tropas para caer sobre Gorfyddyd por la retaguardia, y que tan pronto como las bandas de Powys fueran derrotadas, regresaría al sur para proteger a su esposa y a su real hijo.

Quedamos a la espera de noticias, observando las montañas distantes día y noche para divisar las almenaras, desde las cuales nos enviaban mensajes en caso de desastre o de aproximación del enemigo; aquéllos fueron días felices, aun con la incertidumbre de la guerra. El sol restañó las heridas causadas por las tormentas y secó el grano; Norwenna, por su parte, a pesar de hallarse rodeada de paganismo en el Tor, mostrábase mas segura, ahora que su hijo era rey. Mordred seguía siendo el mismo niño, pelirrojo, falto de alegría y con un corazón tenaz; pero durante esos días amables hasta parecía feliz, jugando con su madre o con Ralla, su nodriza, y el hijo de ésta, de oscuros cabellos. El esposo de Ralla, el carpintero Gwlyddyn, talló unoscuantos animales para Mordred: patos, cerdos, vacas, ovejas y gamos, y el rey disfrutaba jugando con ellos a pesar de que aún era muy pequeño como para saber siquiera qué eran. Norwenna se alegraba de ver feliz a su hijo. Recuerdo que le hacía cosquillas para provocarle la risa, le consolaba cuando se hacía daño y le prodigaba cariño en todas las ocasiones. Le llamaba su pequeño rey, su amor eterno chiquitín, su milagro, y Mordred respondía con gorjeos y chasquidos de la lengua que consolaban el apesadumbrado corazón de su madre. Gateaba desnudo al sol y todos veíamos crecer hacia dentro, cual puño, su deforme pie izquierdo; pero por lo demás se criaba fuerte con la leche de Ralla y el cariño de su madre. Fue bautizado en la iglesia de piedra que había cerca del Santo Espino.

Llegaron buenas noticias de la guerra. El príncipe Gereint derrotó a una banda de sajones en la frontera oriental de Dumnonia, y por el norte Tewdric acabó con otro grupo de invasores sajones. Agrícola, al mando del resto del ejército de Gwent, aliado con Owain de Dumnonia, hizo retroceder a los invasores de Gorfyddyd hasta los montes de Powys. No tardó en llegar un mensajero de Gundleus diciendo que Gorfyddyd de Powys quería la paz; el mensajero depositó a los pies de Norwenna las espadas de dos guerreros de Powys que habían caído prisioneros, como recuerdo de la victoria de su esposo. Y lo que era mejor, según informó el hombre, Gundleus de Siluria se encontraba ya de camino al sur para recoger a su esposa y a su precioso hijo. Había llegado la hora, decía Gundleus, de que Mordred fuera proclamado rey en Caer Cadarn. Nada habría sonado más dulce a oídos de Norwenna, y tan satisfecha quedó que pagó al mensajero con un grueso brazalete de oro antes de enviarlo al sur para que el mensaje de su esposo llegara también a Bedwin y al consejo.

—Di a Bedwin —aleccionó al mensajero— que la proclamación de Mordred se celebrará antes de la siega. íQue el Señor preste alas a tu montura!

El mensajero partió rumbo al sur y Norwenna comenzó los preparativos para la ceremonia de aclamación en Caer Cadarn. Ordenó a los monjes del Santo Espino que se prepararan para viajar con ella y prohibió perentoriamente a Morgana y Nimue que acudieran, porque a partir de ese día declaraba Dumnonia reino cristiano, razón suficiente para que las brujas de la vieja fe se mantuvieran alejadas del trono de su hijo. La victoria de Gundleus prestó valentía a Norwenna, que reunió valor para ejercer una autoridad de la que Uter no la habría investido jamás.

Esperábamos la reacción de Morgana o de Nimue al verse excluidas de la ceremonia, pero ambas encajaron el veto con sorprendente tranquilidad. Morgana se limitó a encogerse de hombros, aunque ese mismo día, al anochecer, se encerró con Nimue en las habitaciones de Merlín portando un caldero de bronce. Norwenna, que había convidado a cenar en el Tor al superior de la orden del Santo Espino y a su esposa, comentó que las brujas estaban cociendo maldades en su jugo y todos los presentes se rieron. La victoria era de los cristianos.

Yo no estaba seguro de tal victoria. Nimue y Morgana no se apreciaban; sin embargo se habían encerrado juntas y sospeché que sólo un asunto de la máxima importancia podría reconciliarlas hasta tal punto. Sin embargo, Norwenna no albergaba dudas. La muerte de Uter y las victorias de su esposo le proporcionaban una libertad maravillosa; pronto abandonaría el Tor y asumiría el lugar que le correspondía por derecho, como madre de rey, en una corte cristiana donde su hijo creciera a imagen de Cristo. Jamás fue tan dichosa como aquella noche en que ejerció el poder supremo; una cristiana en el corazón de la fortaleza pagana de Merlín.

Pero entonces reaparecieron Morgana y Nimue.

Hizose silencio en el salón cuando las dos mujeres se acercaron a la silla de Norwenna, ante la cual y con la debida humildad, se arrodillaron. El superior de los monjes, un hombre pequeño y violento de barba hirsuta, que había sido curtidor antes de convertirse al cristianismo y que aún olía a los excrementos que empleaba en su antiguo oficio, les exigió que comunicaran sus intenciones sin demora. Su esposa se defendió del diablo haciendo la señal de la cruz, aunque no olvidó escupir para asegurarse la jugada.

Morgana contestó al monje sin quitarse la máscara de oro. Con claridad desacostumbrada, anuncio que el mensajero de Gundleus había mentido. Nimue y ella, dijo, habían consultado el caldero y habían visto la verdad reflejada en el espejo del agua. No se había obtenido victoria en el norte, aunque tampoco derrota, pero Morgana advirtió que el enemigo estaba más cerca de Ynys Wydryn de lo que nadie imaginaba, y que nos preparáramos todos para abandonar el Tor con las primeras luces del alba y marchar hacia el sur de Dumnonia en busca de seguridad. Morgana habló sobria y gravemente, y concluido su mensaje se inclinó ante la reina y se acercó torpemente para besar el orillo de su vestido azul.

Norwenna apartó el vestido con brusquedad. Había escuchado en silencio la negra profecía, pero entonces empezó a llorar y, con las repentinas lágrimas, estalló también en un acceso de rabia.

—¡No eres más que una bruja contrahecha —le gritó a Morgana— y sólo pretendes que tu hermano el bastardo sea rey! ¡Pero no lo conseguirás! ¿Me oyes? ¡No lo conseguirás! ¡El rey es mi hijo!

—Gran señora mía —terció Nimue, pero fue interrumpida inmediatamente.

—¡Tú no eres nada! —gritó Norwenna, volviéndose como una fiera hacia Nimue—. ¡No eres más que una niña histérica, una perversa hija del diablo! ¡Has maldecido a mi hijo! ¡Sé que has sido tú! Nació cojo porque tú estabas presente cuando nacio. ¡Oh, Dios! ¡Mi hijo! —Gemía y gritaba, golpeaba la mesa con los puños y rezumaba odio contra Nimue y Morgana—. ¡Idos! ¡Las dos! —El salón quedó sumido en el silencio mientras Nimue y Morgana salían hacia la noche.

A la mañana siguiente Norwenna creyó que todo iba bien porque no se vieron lucernas a lo lejos, en los montes del norte. Ciertamente fue la mañana más hermosa de aquel hermoso verano. La tierra seguía cuajándose de frutos a medida que se acercaba la siega, los montes parecían dormitar envueltos en la calina y el cielo amaneció despejado. El aciano y las amapolas florecían entre los espinos al pie del Tor, nubes de mariposas blancas revoloteaban entre las corrientes de aire cálido que mecían los verdes sembrados de las laderas parceladas; pero Norwenna, sin prestar atención a la belleza del día, recitó sus oraciones matutinas con los monjes que habían venido de visita y anunció que abandonaría el Tor y aguardaría la llegada de su esposo en las habitaciones para peregrinos de la capilla del Santo Espino.

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