Read El rey del invierno Online
Authors: Bernard Cornwell
—¡Nimue! —grité—. Una muchacha con un solo ojo llamada Nimue. ¿La conoces?
La mujer no lograba articular palabra, pero señaló al sur moviendo la mano hacia la costa en un esfuerzo desesperado por apaciguarme. Retiré la espada y le tapé los muslos con las faldas. La mujer se arrastró hasta un macizo de espinos. Tomé el sendero del sur, hacia el mar tumultuoso, mientras los demás me miraban con temor desde la entrada de sus chozas.
Pasé por otros dos minúsculos poblados pero nadie intentó detenerme. Ahora formaba parte de la pesadilla viviente de la isla de los Muertos; una criatura del alba que blandía su acero desnudo. Atravesé campos de hierba tierna salpicados de trébol, algodoncillos y pequeñas espigas de orquídeas color carmín, y me dije que debería haber sabido que Nimue, una criatura de Manawydan, escogería su refugio tan cerca del mar como pudiera.
En la costa sur de la isla un amasijo de rocas se recortaba al borde de un acantilado de poca altura, contra el que rompían grandes olas de espuma que gorgoteaban inundando los barrancos y se deshacían en miles de gotas de agua. Semejaba una caldera que borboteara y escupiera enloquecida. Era una mañana de verano, pero el mar tenía un color plomizo, el viento era helado y las gaviotas graznaban lastimeras.
Descendí hacia el proceloso mar saltando de roca en roca. El viento me levantó la capa desgarrada al dar la vuelta a una columna de piedra blanquecina, tras la que descubrí una cueva a sólo unos pies de la oscura línea de musgo marino que señalaba el límite de las mareas más altas. Un banco de arrecifes en el que se amontonaban huesos de aves y de otros animales conducía hasta la cueva. Sin duda aquello era obra humana, pues los montones se elevaban a distancias regulares, apuntalados sobre un delicado entramado de huesos largos y rematados por un cráneo. Me detuve paralizado de miedo, que me encrespaba las entrañas como el encresparse del mar al contemplar aquel refugio tan cercano al abismo como no había otro en aquella isla de almas torturadas.
—¡Nimue! —llamé a voces tan pronto como reuní valor suficiente para acercarme al banco de arrecifes—. ¡Nimue! —Subí a la estrecha cornisa y avancé lentamente entre los montones de huesos. Me atemorizaba lo que pudiera encontrar en la cueva—. ¡Nimue!
Una ola rompió contra un saliente de la roca y lanzó sus garras blancas hacia el arrecife, cerca de mis pies. El agua regreso al mar en negros regueros antes de que la siguiente embistiera atronadora contra el cabo y saltara sobre las brillantes rocas. La cueva estaba oscura y silenciosa.
—¡Nimue! —insistí con voz temblorosa.
La boca de esta cueva estaba guardada por dos cráneos humanos encajados en sendos nichos de forma que desde ambos lados de la entrada sonreían con dientes partidos al quejumbroso viento.
—¡Nimue!
No hubo más respuesta que el ulular del viento, los lamentos de las aves y el batir y gorgotear del mar amenazador.
Entré en la cueva. Hacia frío y la luz era débil, las paredes estaban húmedas y el suelo de guijarros se elevaba en un inesperado escalón que me obligó a agachar la cabeza bajo el imponente techo. La cueva se estrechaba y describía una curva cerrada a la izquierda. Una tercera calavera amarillenta guardaba el recodo, y allí me detuve a la espera de que mis ojos se acostumbraran a la oscuridad. Pasé junto al tétrico guardián y vi que la cueva se estrechaba progresivamente y terminaba en un rincón oscuro y sin salida. Y allí, en el confín más negro de la cueva, yacía ella, mi Nimue.
Al verla pensé que estaba muerta, pues la encontré desnuda, con la oscura cabellera sucia y enmarañada sobre el rostro, las delgadas piernas recogidas sobre el pecho y los pálidos brazos en torno a las espinillas. A veces, en las colinas verdes nos internábamos en los túmulos a pesar de los espectros y cavábamos en las tumbas cubiertas de hierba buscando el oro del pueblo antiguo, y encontrábamos huesos dispuestos en esa misma posición encogida, pues así se defendían de los espíritus por toda la eternidad.
—¡Nimue! —Hube de recorrer a gatas los últimos pasos hasta llegar a su lado—. ¡Nimue! —insistí con un nudo en la garganta, pues estaba seguro de que la hallaría muerta; pero entonces vi el suave movimiento de las costillas. Respiraba, aunque por lo demás estaba tan quieta que parecía cadáver. Dejé a Hywelbane en el suelo y tendí una mano hacia su hombro blanco—. ¡Nimue!
Se abalanzó sobre mí siseando y enseñando los dientes, con la cuenca del ojo vacío de un rojo lívido y el ojo sano totalmente en blanco. Intentó morderme, me clavó las uñas, salmodió una maldición con voz quejumbrosa y me la escupió, tras lo cual se me tiró a los ojos con sus largas uñas.
—¡Nimue! —grité. Escupía, babeaba, se revolvía y me atacaba a dentelladas, clavándome en la cara los sucios dientes—. ¡Nimue!
Pronunció otra maldición a gritos y me agarró la garganta con la mano derecha. Tenía la fuerza extraordinaria de los dementes y lanzó un grito de victoria al tiempo que me cerraba la tráquea. De pronto supe lo que debía hacer. Le cogí la mano izquierda olvidándome del dolor de la garganta y puse mi palma sobre la suya para que las cicatrices se tocaran. La puse y allí la dejé sin volver a moverme.
Lenta, muy lentamente, la mano que me ahogaba fue cediendo. Lenta, muy lentamente, el ojo sano volvió a su posición y vi resplandecer de nuevo el espíritu de mi amada; al verme, estalló en llanto.
—Nimue —dije.
Me echó los brazos al cuello y se pegó a mi. Sollozaba entre espasmos que sacudían sus delgadas costillas; yo la abrazaba, la acariciaba y la llamaba por su nombre.
El llanto fue apaciguándose hasta que por fin cesó. Se quedó mucho rato abrazada a mi; después noté que movía la cabeza.
—¿Dónde está Merlín? —preguntó con voz de niña.
—Aquí, en Britania —dije.
—Entonces debemos irnos —dijo separándose de mí; se acuclilló para mirarme a los ojos—. Soñé que venias.
—Te amo —dije sin pensarlo, aunque era verdad.
—Por eso has venido —dijo, como si fuera lo más natural.
—¿Tienes algo con que cubrirte? —inquirí.
—Tengo tu capa —dijo— y no necesito más, excepto que me des la mano.
Salí gateando, envainé Hywelbane y envolví a Nimue, blanca y temblorosa, en mi capa verde. Pasó un brazo por un desgarrón del raído paño y así, de la mano, avanzamos entre los montones de huesos y trepamos por el cerro hasta donde el pueblo marino se había reunido a mirarnos. Cuando alcanzamos la planicie se apartaron y nadie nos siguió en nuestro camino hacia el lado oriental de la isla. Nimue callaba. Todo rastro de locura se desvaneció en el momento mismo en que unimos las manos, pero Nimue se hallaba extremadamente débil. La ayudé en los pasos más escarpados; sin contratiempos pasamos ante las cuevas de los ermitaños. Quizás estuvieran
todos dormidos, o tal vez la isla permanecía bajo un hechizo de los dioses mientras la atravesamos hacia el norte, alejándonos de las almas muertas.
Salió el sol y vi que Nimue tenía un verdadero criadero de piojos en el pelo, enmarañado y sucio, y la piel cubierta de mugre; además había perdido el ojo de oro. Tan débil estaba que cuando empezamos a descender por el cerro hacia el terraplén apenas podía andar ya. Al tomarla en brazos, noté que pesaba menos que un niño de diez años.
—Estás débil —le dije.
—Nací débil, Derfel —repuso—, y me he pasado la vida fingiendo lo contrario.
—Necesitas descansar.
—Lo sé —musitó, y reclinó la cabeza en mi pecho, profundamente agradecida, por una vez en su vida, de que alguien la cuidara.
La llevé en brazos hasta el terraplén y salvamos el primer muro. El mar se agitaba a nuestra izquierda y a la derecha la bahía brillaba bajo los rayos del sol naciente. No podía imaginar cómo conseguiríamos pasar por entre los guardianes, pero sabia que abandonaríamos la isla, pues tal era el destino de Nimue, y yo era el instrumento necesario para que se cumpliera, así que seguí caminando confiado en que los dioses resolverían el problema cuando llegáramos a la barrera postrera.
Seguí hasta el segundo muro, con su hilera de cráneos, y continué caminando hacia las verdes colinas de Dumnonia. Divisé a un lancero, cuya silueta resaltaba sobre la piedra lisa del último muro, y supuse que algunos guardias habían cruzado el canal al verme abandonar la isla. Otro grupo había tomado posiciones en la playa de guijarros para impedirme el paso a tierra firme. Me dije que si me veía obligado a matar, mataría. Era voluntad de los dioses, no mía, y Hywelbane infligiría heridas con la destreza y la fuerza de un dios.
Mas al llegar al tercer muro con mi ligera carga, las puertas de la vida y la muerte se abrieron para recibirme. En lugar de encontrarme al comandante de los guardas dispuesto a hacerme retroceder con su lanza herrumbrosa, tal como esperaba, bajo el negro dintel me aguardaban Galahad y Cavan con escudos de guerra en el brazo y las espadas desenvainadas.
—Os hemos seguido —dijo Galahad.
—Bedwin nos envió —añadió Cavan.
Cubrí el pelo a Nimue con la capucha de manera que mis amigos no percibieran tanta degradación y ella se abrazó a mí como queriendo esconderse.
Galahad y Cavan habían traído a mis hombres, que se aprestaron a impulsar la barcaza con los remos y que en ese momento retenían a los guardianes de la isla a punta de lanza en la orilla opuesta del canal.
—Habríamos salido en vuestra busca en el día de hoy —dijo Galahad santiguándose inmediatamente con la mirada fija en el terraplén.
Luego me miró inquisitivamente, como sí temiera que la isla me hubiera cambiado.
—¡Cómo no adiviné que os encontraría aquí! —dije.
—Ciertamente —contestó, y había lágrimas en sus ojos, lágrimas de alegría.
Cruzamos el canal en la barcaza y llevé en brazos a Nimue por el camino de calaveras hasta la casa de festejos fúnebres, donde encontré a un hombre que cargaba de sal una carreta para llevarla a Dumnonia. Acosté a Nimue sobre la carga y seguí a pie la carreta que traqueteaba en dirección norte, hacia la ciudad. Había rescatado a Nimue de la isla de los Muertos y la devolvía a un país en guerra.
Llevé a Nimue a la granja de Gyllad, pero no a la casa grande sino a una choza de pastores abandonada, para estar los dos solos. Le di caldo y leche, no sin antes lavarle dos veces hasta el
último recoveco del cuerpo y, a continuación, el pelo. Seguidamente le deshice los enredos con un peine; algunos mechones estaban tan enmarañados que hube de cortárselos, pero logré desenredarlos casi todos. Con el pelo bien peinado y húmedo todavía, la despiojé utilizando el mismo peine y volví a lavarle la cabeza. Soportó el proceso como una criatura pequeña y obediente y, una vez limpia, la envolví en una gran manta de lana, aparté el caldo del fuego y la insté a tomarlo mientras me lavaba yo y emprendía la caza de los piojos que me habían saltado encima.
Cuando terminé ya era de noche, Nimue dormía profundamente en una cama de helechos recién cortados. Durmió la noche entera y por la mañana desayunó seis huevos que le preparé al fuego en una sartén. Volvió a dormirse y empecé a cortar un parche de cuero con tiras para que se lo ciñera a la cabeza. Una esclava de Gyllad trajo ropa y envié a Issa a la ciudad en busca de cuantas novedades pudiera recoger. Era un muchacho inteligente, de carácter abierto y amigable, con quien se sentían a gusto hasta los extranjeros, contándole cosas en torno a una mesa en la taberna.
—La mitad de la ciudad cree que la guerra ya está perdida, señor —me dijo al volver.
Nimue seguía durmiendo y nosotros charlábamos junto al arroyo que pasaba cerca de la choza.
—¿Y la otra mitad? —pregunte.
—Deseando que llegue Lughnasa, señor —contestó con una sonrisa pícara—. No piensan en lo que pueda ocurrir después. Pero la mitad que piensa en lo que pasará después es toda cristiana. —Escupió al riachuelo—. Dicen que Lughnasa es una festividad pagana y que el rey Gorfyddyd viene a castigarnos por nuestros pecados.
—En ese caso —dije—, más nos valdrá pecar cuanto podamos para merecer el castigo.
El muchacho rió.
—Algunos dicen que lord Arturo no se atreve a ausentarse por temor a que estalle una revuelta tan pronto como los soldados abandonen la ciudad.
—Quiere pasar la fiesta de Lughnasa con Ginebra —dije.
—¿Y quién no? —comentó Issa.
—¿Viste al orfebre?
—Sí. Dijo que tardaría no menos de dos semanas porque nunca lo ha hecho, pero que buscará un cadáver y le sacará un ojo para tomar la medida justa. Le dije que mejor buscara un cadáver de niño, porque la dama es menuda, ¿verdad? —Señaló hacia la choza con la cabeza.
—¿Le dijiste que el ojo tenía que ser hueco? —Sí, señor.
—Bien hecho. Supongo que ahora querrás pecar y celebrar la Lughnasa, ¿no?
—Si, señor —dijo sonriendo.
La festividad de Lughnasa celebraba, en principio, la inminencia de la cosecha, pero los jóvenes siempre la entendieron como la fiesta de la fertilidad, y la juerga comenzaba esa noche,
la víspera del día señalado.
—Entonces, vete —le dije—; yo me quedo aquí.
Por la tarde le hice a Nimue la enramada propia de la fiesta, aunque dudaba de que fuera a apreciarla; de todos modos, quise hacérsela y junto al arroyo levanté un pequeño pabellón con ramas de sauce, dándoles forma de tejado como si de un refugio se tratara; luego entretejí en las ramas flores de aciano, amapolas, margaritas, dedaleras y largas franjas colgantes de convólvulos color de rosa. Casetas como la mía se estaban haciendo en ese momento por toda Britania para celebrar la fiesta y, a finales de la siguiente primavera, nacerían por doquier cientos de Lughnasa. Se consideraba la primavera una época favorable para nacer, porque los pequeños llegaban al mundo con el despertar de la abundancia estival, aunque la buena cosecha de las semillas plantadas ese año dependería de las batallas que habían de librarse después de la siega.
Nimue salió de la choza en el momento en que yo tejía la última dedalera en lo alto del pabellón.
—¿Ya es Lughnasa? —preguntó sorprendida.
—Mañana es la fiesta.
—Nunca me habían hecho la enramada —dijo, con una tímida sonrisa.
—Nunca lo quisiste.
—Ya lo sé —admitió, y se sentó a la sombra de las flores de tan buen grado que el corazón me dio un salto. Había encontrado el parche para el ojo y se había puesto un vestido de los que trajo la esclava de Gyllad; era un vestido de esclava, de vulgar paño marrón, pero le sentaba bien, como siempre que usaba prendas sencillas. Estaba pálida y delgada, pero limpia, y un ligero rubor le teñía las mejillas.