Read El rey del invierno Online
Authors: Bernard Cornwell
—Si, señora, ella fue —confesé, y confieso ahora que se me llenan los ojos de lágrimas al pensar en Ceinwyn.
O tal vez sea que ya ha llegado el otoño a Dinnewrac y por la ventana se cuela un viento helado que me hace llorar los ojos. Pronto habré de hacer una pausa en la escritura pues habremos de ocuparnos de recoger víveres para el invierno y de llenar la leñera para que el bendito santo Sansum se complazca en no gastarla y compartamos de ese modo los sufrimientos de nuestro amado Salvador.
—¡Por algo odiáis tanto a Lanzarote! —dijo Ygraine—. Erais rivales. ¿Conocía él vuestros sentimientos hacia Ceinwyn?
—Con el tiempo llegó a conocerlos, si.
—¿Qué sucedió entonces? —preguntó ansiosa.
—¿Porqué no mantenemos el orden debido de la historia, señora?
—Porque no quiero, naturalmente.
—Pues yo si, y el que cuenta la historia soy yo, no vos.
—Si no os apreciara tanto, hermano Derfel, haría que os cortaran la cabeza y arrojaran vuestros despojos a los perros.
Frunció el ceño pensativa. Hoy está muy bonita, con un traje de lana gris ribeteado de piel de marta. No está encinta, de modo que el pesario de heces de niño pequeño no ha surtido efecto o Brochvael pasa mucho tiempo con Nwylle.
—En la familia de mi padre siempre se habla mucho de la tía abuela Ceinwyn, pero en realidad nadie me ha contado nunca en qué escándalo se vio envuelta.
—Jamás he conocido a nadie, señora —repliqué severamente—, que diera menos motivos de escándalo.
—Ceinwyn no se casó, eso si lo sé.
—¿Y eso es escandaloso?
—Lo es si se comportó como casada —contestó indignada—. Eso predica vuestra iglesia, nuestra iglesia —se corrigió al punto—. Bien, ¿qué pasó? íContádmelo!
Me tapé el muñón con la manga, era la parte del cuerpo que siempre acusaba primero el viento frío.
—La historia de Ceinwyn es muy larga para contárosla ahora —dije, y me negué a añadir una palabra más a pesar de las importunas exigencias de mí reina.
—Bien, ¿y Merlín encontró la olla? —insistió, aunque cambiando el tema de su pesquisa.
—Llegaremos a ese punto a su debido tiempo —insistí.
—¡Me enfurecéis, Derfel! —exclamó alzando las manos—. Si procediera como una auténtica reina, pediría vuestra cabeza.
—Si yo fuera algo más que un monje viejo y débil, señora, os la entregaría gustoso.
Rió y se volvió a mirar por la ventana. Las hojas de los jóvenes robles que el hermano Maelgwyn plantó para protegernos un poco del viento ya se han tornado marrones y la vegetación de la cañada que discurre a nuestros pies está rebosante de moras, señal de que se acerca un invierno crudo. Sagramor me contó en una ocasión que hay lugares donde nunca es invierno y el sol calienta todo el año, aunque tal vez no fuera sino otra invención suya, como la existencia de los conejos. Hubo un tiempo en que deseé que el cielo de los cristianos fuera un lugar templado, pero el santo Sansum insiste en que tiene que ser frío, puesto que el infierno es caliente, y me imagino que tendrá razón. Quedan tan pocas cosas que desear. Ygraine sintió un escalofrío y me miro.
—Nunca me han construido una enramada de Lughnasa —me dijo con melancolía.
—¡Claro que si! —repliqué—. ¡Cada año os levantan una!
—Pero es sólo el pabellón de Caer. Los esclavos lo construyen porque es su obligación, y como es natural, me siento allí, pero no es lo mismo que si te lo hace un amigo joven con dedaleras y ramas de sauce. ¿Se enfadó Merlín porque Nimue y vos yacierais juntos?
—No tendría que habéroslo confesado nunca. Si Merlín llegó a saberlo, nada dijo. —No le habría importado, no era celoso—. No como los demás, como Arturo o como yo. ¡Cuánta tierra se ha empapado de sangre a causa de los celos! Y al final de la vida, ¿qué importancia tiene todo? Envejecemos, los jóvenes nos miran y no adivinarían jamás que en otro tiempo hicimos vibrar un reino por amor.
Ygraine adoptó una expresión de malicia.
—Decís que Gorfyddyd calificó a Ginebra de ramera. ¿Lo fue?
—No deberíais pronunciar esa palabra.
—De acuerdo. ¿Ginebra era en realidad lo que Gorfyddyd dijo de ella y que no estoy autorizada a repetir por no ofender vuestros inocentes oídos?
—No, no lo era.
—Pero ¿fue fiel a Arturo?
—Aguardad. —Me sacó la lengua.
—¿Lanzarote llegó a ingresar en la orden de Mitra?
—Esperad y lo sabréis.
—¡Os odio!
—Soy vuestro más ferviente servidor, querida señora, pero estoy fatigado con este frío y la tinta se coagula. Escribiré el resto de la historia, os lo prometo.
—Si Sansum os lo consiente.
—Consentirá.
El santo varón está más contento últimamente gracias al único novicio que nos queda, que ya no es novicio sino sacerdote consagrado y monje, y un santo ya, según Sansum, como él mismo. Ahora tenemos que llamarlo san Tudwal; ambos santos comparten celda y glorifican a Dios juntos. Lo único que encuentro molesto de tan bendita camaradería es que san Tudwal, que ahora tiene doce años, vuelva a intentar aprender a leer. No habla esta lengua sajona, desde luego, pero aun así temo que llegue a descifrar algo de mis escritos. De todas formas, dicho temor queda en suspenso en tanto san Tudwal no domine las letras, si es que lo consigue alguna vez, y por el momento, si Dios lo desea y para satisfacer la impaciente curiosidad de mi estimadisima reina Ygraine, continuaré la presente historia de Arturo, mi amigo y señor, estimado y perdido, mi señor de la guerra.
Al día siguiente a nada presté atención. Galahad y yo permanecimos como huéspedes no gratos del enemigo Gorfyddyd mientras Iorweth ofrecía a los dioses la ceremonia de propiciacion, mas para lo que yo colaboré en ello, como si el druida se hubiera dedicado a soplar molinillos de diente de león. Sacrificaron un toro, ataron a tres prisioneros a las estacas, los estrangularon y leyeron los augurios relativos a la guerra en las entrañas de un cuarto prisionero. Bailaron alrededor del cadáver cantando la canción de guerra de los Maponos y luego, reyes, príncipes y caciques mojaron la punta de sus lanzas en la sangre de los sacrificados y, limpiándola con los dedos, se la untaron en las mejillas. Galahad se santiguó y yo pensaba en Ceinwyn. Ella no asistió a la ceremonia, como no asistió ninguna mujer. Galahad me dijo que los augurios habían resultado favorables a la causa de Gorfyddyd, pero no me importó. Yo flotaba en el recuerdo del roce plateado del dedo de Ceinwyn en mi mano.
Nos trajeron nuestras armas, escudos y monturas y Gorfyddyd en persona nos acompañó hasta las puertas de Caer Sws. También acudió su hijo Cuneglas, por cortesía tal vez, aunque su padre no tenía intención alguna de agasajarnos.
—Decid a vuestro amante de rameras —dijo el rey con las mejillas manchadas todavía de sangre— que sólo hay una forma de evitar la guerra. Decid a Arturo que si se presenta en el valle del Lugg y se somete a mi juicio y a mi sentencia, consideraré limpio el honor de mi hija.
—Así lo haré, lord rey —respondió Galahad.
—¿Arturo no se ha dejado la barba todavía? —preguntó Gorfyddyd en tono insultante.
—En efecto, lord rey —contestó Galahad.
—En tal caso no podré tejer una correa de esclavo con sus propias barbas, de modo que decidle que corte las trenzas a su ramera pelirroja y las traiga ya tejidas para su propia correa. —Gorfyddyd disfrutó exigiendo tal humillación de sus enemigos, aunque Cuneglas dejó traslucir la vergüenza que le producía la rudeza de su padre—. Decidle, Galahad de Benoic —prosiguió Gorfyddyd—, decidle que si me obedece, su ramera rapada quedará en libertad, siempre y cuando se vaya de Britania.
—La princesa Ginebra quedará en libertad —repitió Galahad.
—¡La ramera! —gritó Gorfyddyd—. Bastantes veces yací con ella como para saberlo a ciencia cierta. ¡Decidselo a Arturo! —escupió su orden a Galahad en el rostro—. ¡Decidle que acudió a mi lecho por voluntad propia, y al de muchos otros!
—Así se lo diré —mintió Galahad para poner freno a sus venenosas palabras—. ¿Y qué he de decir respecto al rey Mordred, lord rey? —añadió.
—Sin Arturo —dijo Gorfyddyd—, Mordred necesitará un nuevo protector. Yo tomaré en mis manos la responsabilidad del futuro de Mordred. Ahora, partid.
Hicimos una inclinación de cabeza, montamos y partimos; miré atrás una vez con la esperanza de ver a Ceinwyn, pero en las almenas de Caer Sws sólo distinguí hombres. Alrededor de la fortaleza todo era actividad; los soldados desmontaban los refugios y se preparaban para emprender la marcha por el camino de Branogenium. Nosotros, según lo acordado, seguiríamos otra ruta más larga, dando un rodeo por Caer Lud a fin de impedir que informáramos sobre las huestes que Gorfyddyd iba reuniendo.
Emprendimos la marcha hacia levante, Galahad en un estado de ánimo sombrío y yo incapaz de reprimir la dicha; tan pronto como dejamos atrás la actividad de los campamentos, empecé a cantar la canción de Rhiannon.
—¿Qué demonios te ocurre? —me preguntó Galahad de mal humor.
—Nada. ¡Nada! ¡Nada! ¡Nada! —grité gozoso; clavé los talones al caballo, éste se desbocó sendero abajo y me arrojó a un lecho de ortigas—. Nada de nada —repetí mientras Galahad me devolvía el caballo—. Nada en absoluto.
—íHas perdido el seso, amigo mío!
—Tienes razón —dije mientras me encaramaba torpemente al caballo. Ciertamente había perdido el seso, pero no pensaba contarle a Galahad el motivo de mi desvarío, de modo que durante un rato procuré comportarme sabiamente—. ¿Qué le diremos a Arturo?
—Respecto a Ginebra, nada —repuso Galahad con firmeza—. Además, Gorfyddyd miente. íDios mío! ¿Cómo puede difamarla con tal saña?
—Para provocarnos, claro está. Pero ¿qué le diremos a Arturo respecto a Mordred?
—La verdad, que Mordred está a salvo.
—Pero si Gorfyddyd miente respecto a Ginebra, ¿por qué no habría de hacer lo propio respecto a Mordred? Además, Merlín no le cree.
—No nos enviaron a buscar la respuesta de Merlín —replicó Galahad.
—Nos enviaron para averiguar la verdad, amigo mio, y yo digo que la verdad la dijo Merlín.
—Pero Tewdric —arguyó Galahad contundente— creerá las palabras de Gorfyddyd.
—Lo cual significa que Arturo ha perdido —añadí con pesar; pero no deseaba hablar de derrota, de modo que pregunté a Galahad su opinión sobre Ceinwyn.
El delirio empezaba a apoderarse de mí nuevamente y deseaba oir alabanzas de Ceinwyn, que Galahad me dijera que era la más bella criatura entre los mares y las montañas, pero se limitó a encogerse de hombros.
—Una linda muñequita —dijo sin darle importancia—, bastante bonita para quienes gusten de las muchachas de aspecto frágil. —Se quedó pensando unos momentos—. A Lanzarote le gustaría —prosiguió—. ¿Sabes que Arturo desea que contraigan matrimonio? Aunque ahora no creo que tal cosa llegue a realizarse. Supongo que el trono de Gundleus está a salvo y que Lanzarote tendrá que buscarse otra esposa.
No hablé más de Ceinwyn. Cabalgamos por el camino que habíamos recorrido a la ida y llegamos a Magnis al cabo de dos noches, tal como Galahad había previsto. Tewdric depositó toda su fe en la palabra de Gorfyddyd, mientras que Arturo creyó la de Merlín. Comprobé que Gorfyddyd nos había utilizado para separar a Tewdric y a Arturo y lo juzgué acertado, sobre todo cuando oímos la disputa de los dos hombres en los aposentos de Tewdric y comprendí sin lugar a dudas que el rey de Gwent no tenía agallas para emprender la inminente batalla. Galahad y yo los dejamos discutiendo y nos fuimos a pasear por las murallas de Magnis, formadas por un gran muro de tierra rodeado de un foso de agua y rematadas por una sólida empalizada.
—Tewdric ganará la discusión —comentó Galahad sombríamente—, es que no confía en Arturo, ¿comprendes?
—¡Claro que confía! —repliqué.
Galahad negó con la cabeza.
—Sabe que Arturo es honesto —admitió—, pero también que es un aventurero. No tiene tierras, ¿no te habías dado cuenta? Defiende la reputación, no la propiedad. Debe su rango a la minoría de edad de Mordred, no a su propio nacimiento. Arturo debe mostrar mayor arrojo que cualquier otro para triunfar, pero no es eso lo que conviene a Tewdric en estos momentos; Tewdric necesita seguridad, aceptará la oferta de Gorfyddyd. —Se sumio en el silencio unos momentos—. Tal vez sea nuestro destino ser guerreros errantes —prosiguió con tristeza—, sin tierras, obligados a retroceder siempre hacia el mar de poniente ante el empuje de nuevos enemigos.
Sentí un escalofrío y me arropé en el manto. La noche iba cubriéndose de nubes y el viento de poniente traía una fría promesa de lluvia.
—¿Crees que Tewdric nos abandonará?
—Ya nos ha abandonado —replicó Galahad secamente—. El único problema que tienen ahora es dar con la forma de deshacerse de Arturo con la mayor delicadeza posible. Tewdric tiene mucho que perder y no quiere asumir más riesgos, mientras que Arturo sólo pierde sus esperanzas.
—¡Vosotros dos! —nos llamó una voz, y al volvernos vimos a Culhwch que corría por la muralla—. Arturo quiere veros.
—¿Para qué? —inquirió Galahad.
—¿Para que creeís vos, lord príncipe? ¿Para jugar una partida de dados? —Culhwch sonrió—. Seguro que esos malnacidos no tienen agallas para la lucha —señaló hacia la fortaleza, donde los
hombres de Tewdric se apiñaban ataviados con sus elegantes uniformes—, pero nosotros si. Sospecho que atacaremos por nuestra cuenta, solos. —Nuestra expresión de sorpresa le hizo reír—. Ya oísteis a lord Agrícola la otra noche. Doscientos hombres pueden defender el valle del Lugg contra un ejército. ¿Y bien? Nosotros tenemos doscientos lanceros y Gorfyddyd tiene un ejército, de modo que no necesitamos a nadie de Gwent. ¡Ha llegado la hora de echar de comer a los cuervos!
Las primeras gotas de lluvia crepitaron sobre las fogatas de las fraguas; todo indicaba que íbamos a la guerra.
A veces pienso que aquélla fue la decisión más valiente de Arturo. Bien sabe Dios que hubo de tomar otras en circunstancias igualmente desesperadas, pero nunca se vio tan débil como aquella noche lluviosa en Magnis, cuando Tewdric empezó a impartir órdenes de retirada a las vanguardias de los puestos de avanzadilla a fin de que regresaran a la fortaleza con vistas a la tregua entre Gwent y el enemigo.
Arturo reunió a cinco de nosotros en una caserna de soldados próxima a la muralla. La lluvia golpeaba el tejado y, debajo, un leño humeante nos proporcionaba una luz desvaída. Sagramor comandante de Arturo y su brazo derecho, se hallaba sentado junto a Morfans en el pequeño banco de la cabaña. Culhwch, Galahad y yo nos acuclillamos en el suelo mientras Arturo hablaba.