El río de los muertos (51 page)

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Authors: Margaret Weis & Tracy Hickman

Tags: #Fantástico

BOOK: El río de los muertos
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—¿No les dejarás que me hagan volver? —negoció, vacilante.

—Prometo que la decisión de volver, o no, será tuya —contestó—. No les dejaré que te envíen al pasado en contra de tu voluntad.

—De acuerdo —accedió Tas, que se puso de pie, se sacudió el polvo de la ropa y comprobó si tenía todos sus saquillos—. Te conduciré a la Torre, Goldmoon. Resulta que tengo una brújula corporal realmente fiable...

En ese momento, Acertijo, que había acabado de rascar el hierro fundido, empezó a disertar sobre cosas tales como brújulas, bitácoras e imanes y de la teoría de su tataratío de por qué el norte se encontraba en el norte y no en el sur, una teoría que había resultado ser muy polémica y que seguía siendo motivo de discusión.

Goldmoon no prestó atención a los argumentos del gnomo ni a las respuestas desganadas de Tasslehoff. Estaba embebida en un propósito concreto y siguió adelante para llevarlo a cabo. Sin miedo, tranquila y serena, los condujo escalera arriba, ante el dormido carcelero, recostado sobre la mesa, y fuera de la prisión.

Caminaron a buen paso por Solanthus, una ciudad de sueño, silencio y media luz, ya que el cielo tenía el gris perlino que anuncia la llegada del alba. Al gnomo se le iba acabando la cuerda, como un muelle desgastado, y Tasslehoff estaba inusitadamente callado. Sus pisadas no hacían ruido. Habríase dicho que también eran fantasmas deambulando por las calles vacías. No vieron a nadie y nadie los vio. No se encontraron con patrullas. No se cruzaron con ningún granjero que se dirigiese al mercado, ni con juerguistas que regresaran tambaleándose a sus casas desde las tabernas. Ningún perro ladró. Ningún bebé lloró.

Gerard tenía la extraña sensación de que Goldmoon, a su paso por las calles, con la capa ondeando tras ella, arropaba la ciudad y cerraba ojos que empezaban a abrirse, que arrullaba a quienes despertaban para sumirlos de nuevo en un dulce sueño.

Abandonaron Solanthus por las puertas principales, donde no había nadie despierto para impedírselo.

28

Quedarse dormido

Lady Odila se despertó y se encontró con los fuertes rayos del sol dándole en los ojos. Se sentó en la cama, irritada y molesta. Rara vez dormía hasta tarde; su hora habitual de levantarse era poco antes de que la luz gris del amanecer se filtrara por la ventana. Detestaba dormir más de la cuenta, porque se despertaba atontada y apática y con dolor de cabeza. Cierto, después de la sesión del Consejo de Caballeros había ido a El Perro y el Pato, una taberna frecuentada por miembros de la caballería, pero no a beber. Hizo lo que había prometido a la Primera Maestra que haría: preguntar para comprobar si alguien conocía a Gerard Uth Mondor.

Todos los caballeros respondieron negativamente, pero uno sabía de alguien que procedía de esa parte de Ansalon o las inmediaciones, y otro creía que, quizá, la modista de su esposa tenía un hermano que había sido marinero, y tal vez hubiese trabajado para el padre de Gerard. Poco satisfactorio el resultado. Odila había tomado una jarra de sidra fuerte con sus compañeros y después se había ido a la cama.

Masculló imprecaciones entre dientes mientras se vestía, poniéndose a tirones la túnica de cuero acolchada, la camisa de lino y los calcetines de lana que llevaba debajo de la armadura. Había planeado levantarse temprano para dirigir a una patrulla en busca del Dragón Azul, con la esperanza de atrapar a la bestia mientras cazaba en la fría niebla de la madrugada, antes de que desapareciese en su cubil para dormir durante gran parte del soleado día. Adiós a esa idea. Con todo, todavía cabía la posibilidad de que sorprendiesen al dragón durmiendo.

Se metió la gonela —bordada con el martín pescador y la rosa de la caballería solámnica— por la cabeza y se abrochó el cinturón de la espada, tras lo cual salió, cerró la puerta y se alejó apresuradamente. Vivía en el piso alto de una antigua posada que se había entregado a la caballería para albergar a los que prestaban servicio en Solanthus. Bajó la escalera en medio de los ruidos metálicos de la armadura y reparó en que sus compañeros parecían moverse tan lentamente como ella esa mañana. Casi chocó con sir Alfric, que salía precipitadamente de su habitación, con la camisa y el talabarte en una mano y el yelmo en la otra. Se suponía que debía ocuparse del cambio de guardia en las puertas principales de la ciudad; llegaría tarde a su servicio.

—Buenos días también a vos, milord —dijo Odila, con una mirada significativa a la parte delantera de sus pantalones.

Sir Alfric enrojeció y se abrochó como exigía el decoro, tras lo cual salió corriendo.

Riendo por lo bajo su broma y agradecida de no estar a sus órdenes para recibir una reprimenda, Odila se encaminó a buen paso hacia la armería. El día anterior había llevado su peto para que arreglaran una correa rota y una hebilla doblada. Le habían prometido que estaría listo por la mañana. Todos con los que se encontraba parecían adormilados y desaliñados o irritados y molestos. Pasó junto al hombre que era el relevo por la noche del carcelero. Bostezaba y tropezaba con sus propios pies en su prisa por presentarse al trabajo.

¿Es que todo el mundo en Solanthus se había dormido?

Odila reflexionó sobre esa inquietante pregunta. Lo que al principio parecía un suceso extraño y enojoso, empezaba a tener ahora un significado siniestro. No había razón alguna para pensar que el inusitado ataque de pereza por parte de los habitantes de Solanthus tuviese algo que ver con los prisioneros, pero, sólo para asegurarse, cambió de dirección y se encaminó a la prisión.

Al llegar lo encontró todo tranquilo. Cierto, el carcelero estaba echado sobre la mesa, roncando tan feliz, pero las llaves seguían colgadas del gancho de la pared. Despertó al hombre con un seco golpe de los nudillos en la calva cabeza. El carcelero se sentó erguido y la miró con los ojos entrecerrados, confuso. Mientras él se frotaba la coronilla, Odila hizo la ronda y encontró que todos los presos roncaban sonoramente en sus celdas. La prisión nunca había estado tan silenciosa.

Aliviada, Odila decidió que bajaría a ver a Gerard, ya que estaba allí, y le informaría que le habían hablado de alguien que quizá pudiera confirmar su identidad. Bajó la escalera, volvió la esquina y se frenó de golpe, sorprendida. Sacudió la cabeza, giró sobre sus talones y subió despacio la escalera.

«Y acababa de decidir que ese hombre decía la verdad —comentó para sus adentros—. Eso me enseñará a que no me fije en ojos del color del aciano. ¡Hombres! Mentirosos innatos, del primero al último.»

—¡Da la alarma! —ordenó al carcelero, que todavía tenía cara de sueño—. Pon en marcha a la guardia. Los prisioneros han escapado.

Se paró un momento, preguntándose qué hacer. Primero desengañada, ahora estaba furiosa. Había confiado en él, los dioses ausentes sabrían por qué, y la había traicionado. No era la primera vez que le pasaba, pero estaba decidida a que fuese la última. Giró sobre sus pasos y se encaminó hacia el establo. Sabía dónde habían ido Gerard y sus amigos, dónde debían ir. Al encuentro de ese dragón. Cuando llegó al establo, comprobó si faltaban caballos. No era así, de modo que dedujo que el caballero iba a pie. Sintió alivio. El gnomo y el kender, con sus piernas cortas, lo retrasarían.

Montó en su caballo y galopó por las calles de Solanthus que cobraban vida poco a poco, como si la ciudad entera sufriese los efectos de una mala resaca.

Pasó por todas las puertas de la muralla, deteniéndose sólo lo suficiente para preguntar si habían visto a alguno de los prisioneros durante la noche. Nadie los había visto; claro que, por el aspecto de los guardias, no habían visto nada salvo la parte interior de sus párpados. Llegó a la ultima puerta y encontró al Maestro de la Estrella Mikelis allí.

Los guardias estaban colorados, con aire apesadumbrado. El oficial hablaba con Mikelis.

—... sorprendidos durmiendo durante el servicio —decía el oficial, iracundo.

Odila sofrenó su caballo.

—¿Qué ocurre, Maestro de la Estrella? —preguntó.

Absorto en sus propios problemas, el místico no la reconoció del día anterior, en el juicio.

—La Primera Maestra ha desaparecido. No durmió en su lecho anoche...

—Pues fue la única en Solanthus que no durmió, al parecer —contestó Odila, encogiéndose de hombros—. Quizá fue a visitar a un amigo.

—No —contestó Mikelis, sacudiendo la cabeza—. He buscado en todas partes, he preguntado a todo el mundo. Nadie la ha visto desde que salió del Consejo de Caballeros.

Odila reflexionó sobre aquello.

—El Consejo de Caballeros, donde la Primera Maestra habló en favor de Gerard Uth Mondor. Quizás os interese saber, Maestro de la Estrella, que el prisionero ha escapado de su celda.

—¿No estaréis sugiriendo, señora...? —empezó Mikelis con gesto escandalizado.

—Tuvo ayuda —dijo Odila, ceñuda—. Una ayuda que sólo pudo venir de alguien con poderes místicos.

—¡No lo creo! —gritó acaloradamente el Maestro de la Estrella—. La Primera Maestra Goldmoon jamás...

Odila no esperó a oír lo que Mikelis tenía que decir sobre la Primera Maestra. Puso a galope a su caballo, cruzó las puertas y cabalgó calzada adelante. Mientras, intentó entender todo aquello. Había creído la historia de Gerard, por extraña y singular que pudiese parecer. Le había impresionado su elocuente súplica al final del juicio, una súplica no para sí mismo, sino para los elfos de Qualinesti. Le había impresionado profundamente la Primera Maestra, y eso era raro habida cuenta de que ella no daba mucho crédito a los milagros del corazón o lo que quiera que los clérigos vendiesen para ganar prosélitos. Incluso había creído al kender, y fue en ese momento cuando se preguntó si no tendría fiebre.

Odila había cabalgado unos cuatro kilómetros cuando vio a un jinete que iba hacia ella. Cabalgaba a galope tendido, inclinado sobre el caballo y taconeando al animal en los flancos para que corriera aún más deprisa. Cuando pasó junto a ella, como un relámpago, el caballo iba soltando espuma por la boca. Por sus ropas Odila identificó al jinete como un explorador y llegó a la conclusión de que la noticia que llevaba tenía que ser urgente, a juzgar por su vertiginosa velocidad. Sintió curiosidad, pero siguió su camino. Fuera la noticia que fuese, podía esperar hasta que regresara.

Había cabalgado otros tres kilómetros cuando escuchó la primera llamada de los cuernos.

Odila sofrenó al caballo, se giró en la silla y contempló, consternada, las murallas de la ciudad. Ahora los tambores acompañaban a los cuernos, llamando a las armas. Se había avistado a un enemigo que se aproximaba a la ciudad en gran número. Al oeste, una gran nube de polvo oscurecía la línea del horizonte. Odila la observó intensamente, intentando ver qué la ocasionaba, pero estaba demasiado lejos. Se quedó parada allí un momento, sin saber qué hacer. Los cuernos la llamaban para que volviera a cumplir con su deber tras las murallas. Su propio sentido del deber la instaba a continuar, a capturar de nuevo al prisionero huido.

O, al menos, a tener una conversación con él.

Odila echó un último vistazo a la nube de polvo y advirtió que parecía estar aproximándose. Azuzó al caballo para incrementar la velocidad del trote calzada adelante.

Mantuvo ojo avizor al lateral del camino, con la esperanza de encontrar el lugar donde el grupo lo había abandonado para ir en busca del dragón. Unos cuantos kilómetros más de marcha la llevaron a ese punto. Se sorprendió —y se sintió extrañamente complacida— al ver que no se habían molestado en borrar su rastro. Un delincuente huido, un criminal habitual y astuto, se habría preocupado de despistar a sus perseguidores. El grupo había dejado una franja de hierba aplastada a su paso por la pradera. Aquí y allí se marcaban otras más pequeñas como si alguien, probablemente el kender, se hubiese desviado hacia un lado y se le hubiese hecho regresar de inmediato con los demás.

Odila tiró de las riendas para que el caballo girara y siguió el rastro claramente marcado. A medida que avanzaba, acercándose al arroyo, encontró más pruebas de que iba bien encaminada al ver objetos que debían de haberse caído de los saquillos del kender: una cuchara doblada, un trozo de reluciente mica, un anillo de plata, una jarra con el emblema de lord Tasgall. Ahora avanzaba ya entre los árboles, a lo largo de la orilla del río en el que había sorprendido y capturado a Gerard.

El grupo se había mojado con la humedad de la niebla matinal y Odila vio huellas: un par de pies grandes calzados con botas; otro de pies más pequeños también calzados con botas, pero de suela blanda; un tercero de pequeños pies de kender —iba a la cabeza— y otro más de pies pequeños que marchaban rezagados. Ése debía de ser el gnomo.

Odila llegó a un sitio donde tres de ellos se habían detenido y uno había seguido adelante; el caballero, por supuesto, para buscar al dragón. Vio señales de que el kender había empezado a seguir al caballero, pero al parecer le habían ordenado volver atrás porque las huellas pequeñas volvían sobre sus pasos. También advirtió que el caballero había regresado y los demás habían reanudado la marcha, en pos de él.

La dama solámnica desmontó y dejó al caballo en la orilla del río tras darle la orden de que se quedase allí hasta que lo llamara. Siguió adelante a pie, moviéndose en silencio pero tan deprisa como las circunstancias lo permitían. Las huellas eran recientes; el suelo empezaba a secarse con el sol matutino. No temía llegar tarde, porque había vigilado el cielo por si aparecía un Dragón Azul volando, percutía había visto nada.

Razonó que el caballero tardaría un rato en persuadir al reptil —los Azules tenían fama de ser extremadamente orgullosos y estar dedicados plenamente a la causa del Mal— para que transportara a un kender, un gnomo y una mística de la Ciudadela de la Luz. En realidad, Odila no podía imaginar a la Primera Maestra, que había arriesgado la vida durante tanto tiempo luchando contra los Dragones Azules y lo que representaban, accediendo a acercarse a uno de ellos y mucho menos a montar en él.

—Esto es cada vez más extraño —se dijo.

La llamada de los cuernos sonaba distante, pero todavía podía oírla. Ahora las campanas de la ciudad también tañían, advirtiendo a los campesinos, los pastores y quienes vivían fuera de la ciudad que abandonaran sus hogares y buscaran la seguridad de las murallas de la urbe. Odila aguzó el oído para captar un sonido en particular distinto al toque de cuernos y el clamor de campanas: el de voces.

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