El río de los muertos (58 page)

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Authors: Margaret Weis & Tracy Hickman

Tags: #Fantástico

BOOK: El río de los muertos
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Al oír la explosión, Gerard escudriñó al frente intentando ver qué había pasado. Las almas giraban alrededor de él, pasaban a su lado, y sólo contempló rostros blancos y manos extendidas. Desesperado, se abalanzó contra las ondeantes figuras asestando golpes a diestro y siniestro con su espada. Habría tenido el mismo resultado si hubiese intentado cortar azogue, porque los muertos esquivaban las arremetidas para después apiñarse a su alrededor en mayor número.

Al caer en la cuenta de lo que estaba haciendo, Gerard se detuvo e intentó recobrar el control. Estaba tembloroso y empapado de sudor. La idea de su momentánea locura lo horrorizó. Se sentía como si lo estuviesen asfixiando; se quitó el casco y respiró profundamente varias veces. Cuando se hubo calmado, pudo oír voces —voces vivas— y el sonido de armas entrechocando. Siguió parado un instante más para orientarse y volvió a ponerse el yelmo, dejando levantada la visera a fin de ver y oír mejor. Mientras corría hacia el sonido, los muertos intentaron agarrarlo con sus gélidas manos. Tuvo la espeluznante sensación de ir corriendo a través de enormes telas de araña.

Llegó donde estaban seis soldados enemigos, vivos y bien vivos, que combatían contra un caballero montado. No pudo ver el rostro con el casco, pero sí dos largas y negras trenzas agitándose sobre sus hombros. Los soldados tenían rodeada a Odila e intentaban desmontarla del caballo. Ella los golpeaba con la espada, les daba patadas, detenía sus arremetidas con el escudo. Y al tiempo, mantenía su caballo bajo control.

Gerard atacó a los hombres desde atrás, cogiéndolos por sorpresa. Atravesó a uno con la espada y sacó el arma de un tirón a la par que propinaba un codazo en las costillas a otro. Al doblarse el hombre, le rompió la nariz de un rodillazo.

Odila descargó su espada sobre la cabeza de otro con tanta fuerza que hendió casco y cráneo, salpicando de sangre, sesos y fragmentos óseos a Gerard. El solámnico se limpió los ojos de sangre y se volvió hacia un soldado que tenía agarrada la brida del caballo e intentaba derribar al animal. Gerard descargó la espada contra las manos del individuo, al tiempo que Odila golpeaba a otro, con el escudo primero y después con su espada. Otro hombre se metió debajo del caballo y se situó a la espalda de Gerard. Antes de que éste tuviera tiempo de girarse para hacer frente a su nuevo adversario, el soldado propinó un violento golpe a Gerard a un lado de la cabeza.

El yelmo lo salvó de morir; la hoja rebotó en el metal y le abrió un tajo en la mejilla. Gerard no sintió dolor, y supo que le había herido sólo porque saboreó la sangre que resbalaba hasta su boca. El hombre le agarró la mano con la que empuñaba la espada, y le apretó los dedos con la fuerza de un cepo para obligarlo a soltarla. Gerard le golpeó en la cara y le rompió la nariz, a pesar de lo cual el tipo siguió forcejeando. El joven solámnico lo apartó de un empellón y le asestó un punterazo en la ingle que lo derribó en el suelo. Se adelantó para rematarlo, pero el hombre se incorporó con rapidez y echó a correr.

Demasiado exhausto para perseguirlo, Gerard se quedó quieto, respirando a boqueadas. Ahora le dolía la cabeza, y de un modo espantoso. También le resultaba doloroso sostener la espada, de manera que se la cambió a la mano izquierda, aunque lo que podría hacer con ella estaba por ver, ya que nunca había aprendido a manejarla con esa mano. Supuso que al menos podría utilizarla como un garrote.

Odila tenía la armadura abollada y cubierta de sangre, y Gerard ignoraba si la mujer estaba herida, pero no le quedaba resuello ni para preguntárselo. La mujer seguía montada en su caballo, mirando en derredor con la espada presta, esperando el siguiente ataque.

De repente Gerard cayó en la cuenta de que podía vislumbrar árboles perfilados contra el estrellado cielo. También vio a otros caballeros, algunos montados, otros a pie, otros de rodillas en el suelo y algunos tendidos. Veía las estrellas, las murallas de Solanthus, que resplandecían blancas a la luz de la luna, salvo una terrible excepción: faltaba una sección enorme de muralla, cerca de las puertas. Delante había un inmenso montón de piedras rotas.

—¿Qué ha ocurrido? —preguntó Odila con un respingo, y se quitó bruscamente el yelmo para ver mejor—. ¿Quién hizo eso? ¿Por qué no se abren las puertas? ¿Quién las ha atrancado? —Observó escrutadoramente las almenas, que permanecían vacías y silenciosas—. ¿Dónde están nuestros arqueros? ¿Por qué han abandonado sus puestos?

En una respuesta que casi parecía personal por la coincidencia con las preguntas de Odila, una figura solitaria apareció en lo alto de las murallas, encima de las puertas que habían seguido cerradas y atrancadas para sus propios defensores.

Los soldados muertos de Soltanhus yacían apilados delante de esas puertas cual una ofrenda en un altar enorme. Una ofrenda a la chica, Mina, cuya armadura negra brillaba a la luz de la luna.

—Caballeros de Solamnia. Ciudadanos de Solanthus. —Mina se dirigió a ellos en un tono de voz resonante, de modo que ninguno de los que se encontraban en el ensangrentado campo tuvo que esforzarse para oírla—. Merced al poder del dios Único, la ciudad de Solanthus ha caído. Reclamo la ciudad de Solanthus en nombre del Único.

Gritos roncos de rabia e incredulidad se alzaron en el campo de batalla. Lord Tasgall espoleó a su caballo y se adelantó. Tenía la armadura cubierta de sangre y su brazo derecho colgaba inerte, inutilizado, al costado.

—¡No te creo! —gritó—. ¡Quizás hayas tomado la muralla exterior, pero no me engañarás haciéndome creer que has conquistado la ciudad!

En las almenas aparecieron arqueros; lucían los emblemas de Neraka. Las flechas se clavaron en el suelo alrededor, cimbreantes.

—Mira el cielo —dijo Mina.

A regañadientes, lord Tasgall alzó la vista hacia la bóveda celeste. No tuvo que buscar mucho para contemplar la derrota.

Negras alas surcaban el aire, ocultando las estrellas; se deslizaban silueteadas contra la superficie de la luna. Los dragones volaban en círculos victoriosos sobre la ciudad de Solanthus.

El miedo al dragón, espantoso y debilitador, sacudió a lord Tasgall y a todos los Caballeros de Solamnia, provocando que más de uno gimiera y alzara los brazos aterrado o asiera la espada con manos temblorosas y resbaladizas por el sudor.

No salieron flechas disparadas contra los dragones desde Solanthus. Ninguna máquina lanzó aceite ardiente. Sólo un cuerno había tocado la alarma al inicio de la batalla, y la muerte lo había silenciado.

Mina había dicho la verdad. La batalla había concluido. Mientras los caballeros solámnicos permanecían retenidos por los muertos y eran emboscados por los vivos, Mina y el resto de sus tropas habían volado a lomos de dragones, libres de obstáculos, hasta la ciudad, una ciudad que había quedado desprovista de la mayoría de sus defensores.

—Caballeros de Solamnia —continuó la muchacha—, habéis presenciado el poder del Único, que gobierna sobre vivos y muertos. Partid y difundid la noticia del regreso del Único al mundo. He dado orden a los dragones de que no os ataquen. Sois libres de marcharos, id donde queráis. —Movió la mano en un gesto grácil, magnánimo—. Incluso a Sanction. Porque allí es donde se vuelve ahora la mirada del Único. Contadles a los defensores de Sanction las maravillas que habéis visto esta noche. Decidles que teman la ira del Único.

Tasgall permaneció inmóvil en la silla. Estaba conmocionado, estupefacto y abrumado por el inesperado giro de los acontecimientos. Otros caballeros se aproximaron a él a caballo, caminando o cojeando. A juzgar por sus voces acaloradas, algunos exigían lanzarse al ataque.

Gerard resopló con desdén. «Que carguen —pensó—, y así esa horda de dragones caerá sobre ellos y les arrancará sus cabezas de necios. Idiotas así no merecen vivir y nunca deberían engendrar progenie. Sólo hace falta mirar al cielo para ver que en Solanthus ya no hay lugar para la caballería solámnica.»

—La noche declina —dijo por último la muchacha—. Se acerca el alba. Tenéis una hora para marcharos sin correr peligro. A cualquiera de vosotros que esté a la vista desde las murallas de la ciudad al romper el día, se le dará muerte. —Su voz se tornó suave—. No temáis por vuestros muertos. Serán honrados, porque ahora sirven al Único.

Las bravatas y la furia de los derrotados caballeros se extinguieron pronto. Los pocos soldados de infantería que habían salido vivos de la contienda empezaron a alejarse desordenadamente a través de los campos, muchos echando ojeadas hacia atrás como si no pudiesen creer lo que había pasado y tuvieran que asegurarse continuamente con el truculento espectáculo de sus compañeros aplastados bajo los cascotes de la otrora poderosa ciudad.

Los caballeros consiguieron salvar la dignidad que les quedaba y volvieron al campo de batalla para recoger a sus muertos. No los dejarían atrás, prometieran lo que prometieran Mina y el dios Único. Lord Tasgall permaneció a caballo. Se había quitado el yelmo para limpiarse el sudor; su rostro tenía una expresión severa y pétrea, y estaba tan blanco como el de los fantasmas.

Gerard no podía mirarlo, no soportaba ver tal sufrimiento. Se volvió de espaldas.

Odila no se había unido a los otros caballeros. Ni siquiera parecía ser consciente de lo que pasaba alrededor. Seguía montada, con la mirada prendida en el punto de la muralla donde había aparecido Mina.

Gerard tenía intención de ir a ayudar a los otros caballeros con los heridos y los muertos, pero no le gustó la expresión de Odila. La agarró por la bota y le sacudió el pie para llamar su atención. La mujer bajó la vista hacia él y no pareció reconocerlo.

—El dios Único —dijo—. La chica dice la verdad. Un dios ha regresado al mundo. ¿Qué podemos hacer los mortales contra semejante poder?

Gerard alzó los ojos al cielo, donde los dragones volaban triunfantes entre irregulares jirones de nubes que no eran nubes, sino las almas de los muertos, todavía rezagadas.

—Haremos lo que nos ha dicho que hagamos —manifestó Gerard con voz inexpresiva mientras contemplaba las murallas de la ciudad tomada. Vio al minotauro allí, observando la retirada de los caballeros solámnicos—. Cabalgaremos a Sanction. Les advertiremos de lo que se les avecina.

31

La Rosa Roja

En las oscuras horas precedentes al alba, en el día señalado por la hembra Verde, Beryl, para consumar la destrucción de Qualinost, el gobernador Medan desayunó en su jardín. Comió bien, porque necesitaría las reservas de energía proporcionadas por el alimento cuando el día estuviese más avanzado. Había conocido hombres incapaces de tragar un bocado antes de un combate, y otros que comían y poco después vomitaban lo ingerido. Hacía tiempo que él se había disciplinado a consumir una copiosa comida antes de la batalla e, incluso, a disfrutarla.

Podía hacerlo enfocando su mente en cada minuto del presente, sin mirar hacia adelante y lo que había de venir, ni detrás y a lo que habría podido ser. Se había reconciliado consigo mismo la noche previa antes de dormirse; otra disciplina. En cuanto al breve futuro que podría quedarle, puso su confianza en sí mismo. Conocía sus límites; conocía sus puntos fuertes. Conocía y confiaba en sus compañeros.

Mojó la última fresa de temporada en la última copa de vino elfo. Comió pan de oliva y suave queso blanco. El pan tenía una semana y estaba duro, ya que los hornos de las panaderías no se habían encendido en todos esos días, pues los panaderos se habían marchado de Qualinost o se habían escondido, trabajando en los preparativos para el día de hoy. Aun así, disfrutó saboreándolo. Siempre le había gustado el pan de oliva. El queso, extendido sobre el pan, era excelente. Un placer sencillo, pero que echaría de menos en la muerte.

Medan no creía en una vida más allá de la tumba. Ninguna mente racional podría hacerlo, a su modo de ver. La muerte era el olvido perpetuo. El corto sueño de cada noche nos preparaba para el largo de la noche final. Sin embargo, creía que incluso en ese olvido perpetuo añoraría su jardín y el suave queso sobre el oloroso pan; añoraría la luz de la luna brillando sobre un cabello dorado. Acabó el queso y echó migas de pan a los peces. Se quedó sentado otra hora en el jardín, escuchando el triste canto de la alondra. Sus ojos se empañaron un instante, pero fue porque el canto del ave enmudecería para él, y por la belleza de las tardías flores que también echaría de menos. Cuando los ojos se le nublaron, supo que era el momento de partir.

El caballero negro Dumat estaba allí para ayudarlo a ponerse la armadura. El gobernador no llevaría la armadura completa ese día. Beryl repararía en ese detalle y le parecería sospechoso. A los elfos se los había vencido, matado o expulsado. La capital elfa le era entregada sin lucha. Su gobernador estaba allí para recibirla en la hora triunfal. ¿Para qué iba a necesitar armadura? Además, Medan necesitaba libertad de movimientos para actuar con rapidez, y no quería encontrarse entorpecido por la pesada coraza ni la cota de malla. Se puso la armadura ceremonial —el reluciente peto con el lirio y la calavera, y el yelmo—, pero prescindió de todo lo demás.

Dumat lo ayudó a sujetar la larga y ondeante capa sobre los hombros. La prenda estaba hecha de lana que primero se había sumergido en tinte negro y después en otro púrpura. Orlada con galón dorado, la capa llegaba hasta el suelo y pesaba casi tanto como una cota. Medan la despreciaba, y nunca se la ponía excepto en los días en que tenía que exhibirse ante el senado. Ese día, sin embargo, le sería útil, porque cubriría una multitud de culpas. Una vez ataviado, hizo unas pruebas con la capa para asegurarse de que desempeñaría la tarea que se esperaba de ella.

Dumat arregló los pliegues de manera que la prenda cayera sobre su hombro izquierdo, ocultando bajo ellos la espada que llevaba a la cadera. No era la espada mágica,
Estrella Perdida.
De momento, su arma habitual serviría a su propósito. Tenía que acordarse de sujetar el borde de la capa con la mano izquierda, a fin de que el viento levantado por las alas del dragón no la hiciera ondear. Practicó varias veces mientras Dumat lo observaba con ojo crítico.

—¿Crees que funcionará? —preguntó el gobernador.

—Sí, milord. Si Beryl atisba el acero, pensará que sólo es vuestra espada, como la lleváis siempre.

—Excelente. —Medan soltó la capa, desabrochó el cinturón del arma e hizo intención de ponerla a un lado. Luego, pensándolo mejor, se la tendió a Dumat—. Ojalá te sirva tan bien como me ha servido a mí.

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