El ruido de las cosas al caer (21 page)

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Authors: Juan Gabriel Vásquez

Tags: #Drama

BOOK: El ruido de las cosas al caer
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Entre los días de trabajo de Ricardo pasaban semanas de ocio, de manera que en las tardes, cuando Elaine llegaba de sus frustrantes intentos por cambiar el mundo, Ricardo había tenido tiempo de aburrirse y de volverse a aburrir y de empezar a hacer cosas en la casa con su caja de herramientas, y la casa tomaba el aspecto de una constante obra gris. En marzo Ricardo le construyó a Elaine un baño en el patio de tierra, ya convertido en pequeño jardín: un cubículo de madera adosado a la pared exterior de la casa que le permitía a Elaine sacar una manguera y darse una ducha bajo el cielo nocturno. En mayo construyó un armario para guardar sus herramientas, y le puso un candado inexpugnable del tamaño de una baraja para desanimar a cualquier ladrón. En junio no construyó nada, porque estuvo ausente más de lo acostumbrado: tras conversarlo con Elaine, decidió volver al Aeroclub para sacar la licencia de piloto comercial, lo cual le permitiría llevar carga y, lo más importante, pasajeros. «Así vamos a dar un paseo en serio», dijo. La obtención de la licencia le implicaba casi cien horas más de vuelo, aparte de diez horas de instrucción en doble comando en avión, así que se iba durante la semana a Bogotá (dormía en su propia casa, recibía noticias de sus padres, daba noticias de su vida de recién casado, todos brindaban y se alegraban) y regresaba a La Dorada en la tarde del viernes, en tren o en bus y una vez en taxi fletado. «Con lo que cuesta», dijo Elaine. «No importa», dijo él. «Quería verte. Quería ver a mi esposa.» Uno de esos días llegó pasada la medianoche, no en bus ni en tren y ni siquiera en taxi, sino en un campero blanco que invadió con el escándalo de su motor y la potencia de sus luces la tranquilidad de la calle. «Pensé que no venías ya», le dijo Elaine. «Es tarde, estaba preocupada.» Hizo un gesto hacia el campero blanco. «¿Y eso de quién es?»

«¿Te gusta?», le dijo Ricardo.

«Es un campero.»

«Sí», dijo él. «¿Pero te gusta?»

«Es grande», dijo Elaine. «Es blanco. Hace ruido.»

«Pues es tuyo», dijo Ricardo. «Feliz Navidad.»

«Estamos en junio.»

«No, ya es diciembre. No se nota porque el clima es el mismo. Ya tendrías que saber, tú que te las das de colombiana.»

«Pero de dónde viene», dijo Elaine, marcando las consonantes. «Y cómo podemos, cuándo...»

«Demasiadas preguntas. Esto es un caballo, Elena Fritts, lo único es que va más rápido y si llueve no te mojas. Ven, vamos a dar una vuelta.»

Era un Nissan Patrol modelo 68, según supo Elaine, y el color oficial no era blanco, mucha atención, sino marfil. Pero estas informaciones le interesaron menos que las dos puertas traseras y el compartimiento de pasajeros, un espacio tan amplio que una colchoneta se hubiera podido poner en el suelo. Salvo que eso no hubiera sido necesario, porque el campero tenía dos bancas plegables de cojinería beige en las que podía acostarse un niño sin incomodidad ninguna. El asiento delantero era una especie de gran sofá, y allí se acomodó Elaine, y vio la palanca de cambios larga y delgada que salía del suelo y su perilla negra con las tres velocidades marcadas, y vio el tablero blanco y pensó que no era blanco, sino marfil, y vio el timón negro que ahora Ricardo comenzaba a mover, y se agarró a una barandilla que encontró sobre la guantera. El Nissan empezó a moverse por las calles de La Dorada y pronto salió a la carretera. Ricardo dobló en dirección a Medellín. «Las cosas me están yendo bien», dijo entonces. El Nissan dejó atrás las luces del pueblo y se hundió en la noche negra. Bajo las luces nacían los árboles frondosos de la vereda, un perro de ojos brillantes que pasaba asustado, un charco de agua sucia que soltaba un destello. La noche era húmeda y Ricardo abrió las rendijas de la ventilación y un soplo de aire cálido entró en la cabina. «Las cosas me están yendo bien», repitió. Elaine lo veía de perfil, veía la expresión intensa de su cara en la penumbra: Ricardo trataba al mismo tiempo de mirarla a ella y de no perder el control sobre un camino lleno de sorpresas (podía haber otros animales distraídos, hundimientos de la calzada que más parecían pequeños cráteres, algún borracho en bicicleta). «Las cosas me están yendo bien», dijo Ricardo por tercera vez. Y justo cuando Elaine estaba pensando
me quiere decir algo,
justo cuando había llegado a asustarse por la revelación que se le venía encima como saliendo de la noche negra, justo cuando estaba a punto de cambiar de tema por vértigo o por miedo, habló Ricardo con un tono que no abría espacio a la duda: «Quiero tener un hijo».

«Pero tú estás loco», dijo Elaine.

«¿Por qué?»

Elaine comenzó a manotear. «Porque tener un hijo cuesta plata. Porque yo soy una voluntaria de los Cuerpos de Paz y la plata me alcanza para sobrevivir apenas. Porque primero tengo que terminar el voluntariado.»
Voluntariado:
la palabra le costó un trabajo horrible a su lengua, como una carretera llena de curvas, y por un momento pensó que se había equivocado. «A mí me gusta esto», dijo entonces, «me gusta lo que hago».

«Puedes seguir haciéndolo», dijo Ricardo. «Después.»

«¿Y dónde vamos a vivir? No podemos tener un hijo en esta casa.»

«Pues nos cambiamos.»

«Pero con qué plata», dijo Elaine, y en su voz hubo algo parecido a la irritación. Le habló a Ricardo como se le habla a un niño terco. «Yo no sé en qué mundo vives,
dear,
pero esto no se improvisa.» Se agarró el pelo largo con las dos manos. Luego buscó en un bolsillo, sacó una banda elástica y se cogió el pelo en una coleta para refrescarse la nuca sudorosa. «Tener un hijo no se improvisa.
You just don’t, you don’t.
»

Ricardo no respondió. Un silencio denso se hizo en la cabina: el Nissan era lo único audible, el rugido de su motor, la fricción de las ruedas contra la calzada rugosa. Al lado del camino se abrió entonces una pradera inmensa. A Elaine le pareció ver un par de vacas acostadas debajo de una ceiba, el blanco de sus cueros rompiendo el negro uniforme del pasto. Al fondo, sobre una bruma baja, se recortaban los farallones. El Nissan se movía sobre el pavimento desigual, el mundo era gris y azul por fuera del espacio iluminado, y entonces la carretera entró en una suerte de túnel marrón y verde, un corredor de árboles cuyas ramas se encontraban en el aire como un gigantesco domo. Elaine recordaría siempre aquella imagen, la vegetación tropical rodeándolos por completo y ocultando el cielo, porque fue en ese momento que Ricardo le contó —esta vez con los ojos fijos en la carretera, sin mirar a Elaine para nada, más bien evitando su mirada— de los negocios que estaba haciendo con Mike Barbieri, del futuro que tenían esos negocios y de los planes que esos negocios le habían permitido hacer. «Yo no improviso, Elena Fritts», dijo. «Todo esto me lo he pensado durante mucho tiempo. Todo está planeado hasta el último detalle. Otra cosa es que tú no te hayas enterado hasta ahora de los planes, y eso es, bueno, porque todavía no te tocaba. Ahora ya te toca. Te voy a explicar todo. Y luego me vas a decir si podemos tener un hijo o no. ¿Trato hecho?»

«Sí», dijo Elaine. «Trato hecho.»

«Bueno. Entonces déjame que te cuente lo que está pasando con la marihuana.»

Y le contó. Le contó del cierre, el año anterior, de la frontera mexicana (Nixon buscando liberar a Estados Unidos de la invasión de la hierba); le contó de los distribuidores cuyo negocio había quedado entorpecido, cientos de intermediarios cuyos clientes no daban espera y que comenzaron entonces a mirar hacia otros lados; le habló de Jamaica, una de las alternativas más a mano que tenían los consumidores, pero sobre todo de la Sierra Nevada, del departamento de La Guajira, del valle del Magdalena. Le contó de la gente que había venido, en cuestión de unos cuantos meses, desde San Francisco, desde Miami, desde Boston, buscando socios idóneos para un negocio de rentabilidad asegurada, y tuvieron suerte: encontraron a Mike Barbieri. Elaine pensó brevemente en el jefe de voluntarios de Caldas, un episcopaliano de South Bend, Indiana, que ya había boicoteado los programas de educación sexual en zonas rurales: ¿qué pensaría si supiera? Pero Ricardo seguía hablando. Mike Barbieri, le decía, era mucho más que un socio: era un verdadero pionero. Les había enseñado cosas a los campesinos. Junto con otros voluntarios versados en agricultura, les había enseñado técnicas, dónde sembrar mejor para que las montañas protejan las matas, qué fertilizante usar, cómo separar los machos de las hembras. Y ahora, bueno, ahora tenía contactos con diez o quince hectáreas regadas de aquí a Medellín, y era capaz de producir unos cuatrocientos kilos por cosecha. Les había cambiado la vida a estos campesinos, de eso no tenía la menor duda, estaban ganando mejor que nunca y con menos trabajo, y todo gracias a la hierba, a lo que estaba pasando con la hierba. «La meten en bolsas de plástico, meten las bolsas en un avión, pongamos lo más fácil, un bimotor Cessna. Yo recibo el avión, lo llevo lleno de una cosa y me devuelvo trayendo otra. Mike paga unos veinticinco dólares por kilo, pongamos. Diez mil en total, y eso sólo si la calidad es la máxima. Por mal que a uno le vaya, en cada viaje se vuelve uno con sesenta, setenta mil, a veces más. ¿Cuántos viajes se pueden hacer? Tú saca las cuentas. Lo que te quiero decir es que me necesitan. Yo estaba donde tenía que estar cuando tenía que estar, y fue un golpe de suerte. Pero ya no se trata de suerte. Me necesitan, me he vuelto indispensable, esto no ha hecho más que comenzar. Yo soy el que sabe dónde se puede aterrizar, dónde se puede despegar. Yo soy el que sabe cómo se carga uno de estos aviones, cuánto soporta, cómo se distribuye la carga, cómo camuflar depósitos de combustible en el fuselaje para hacer vuelos más largos. Y tú no te imaginas, Elena Fritts, tú no te imaginas lo que es despegar de noche, el golpe de adrenalina que es despegar de noche entre las cordilleras, con el río abajo como una lámina de aluminio, como un chorro de plata fundida, el río Magdalena en las noches de luna es lo más impresionante que pueda verse. Y no sabes lo que es verlo desde arriba y seguirlo, y salir al mar, al espacio infinito del mar, cuando todavía no ha amanecido, y ver amanecer en el mar, el horizonte que se enciende como si fuera de fuego, la luz que lo deja a uno ciego de lo clara que es. Todavía no lo he hecho más que un par de veces, pero ya conozco el itinerario, conozco los vientos y las distancias, conozco las manías del avión como si fuera este campero que tengo entre las manos. Y los demás se están dando cuenta. De que puedo despegar este aparato donde quiera y aterrizarlo donde quiera, despegarlo en dos metros de ribera y aterrizarlo en un desierto pedregoso de California. Soy capaz de meterlo por los espacios que dejan los radares: no importa lo pequeños que sean, mi avión cabe ahí. Un Cessna o el que tú me pongas, un Beechcraft, el que sea. Si hay un hueco entre dos radares, yo lo encuentro y por ahí meto el avión. Soy bueno, Elena Fritts, soy muy bueno. Y voy a ser mejor cada vez, con cada vuelo. Casi me da miedo pensarlo.»

Un día de finales de septiembre, durante una semana de aguaceros prematuros en que las quebradas se desbordaron y varios caseríos sufrieron emergencias sanitarias, Elaine asistió a una reunión departamental de voluntarios en la sede de los Cuerpos de Paz de Manizales, y estaba en medio de un debate más bien agitado sobre la constitución de cooperativas para los artesanos locales cuando sintió algo en el estómago. No logró ni siquiera llegar a la puerta del salón: los demás voluntarios la vieron ponerse de cuclillas con una mano en el espaldar de una silla y la otra agarrándose el pelo y vomitar una masa gelatinosa y amarillenta sobre el suelo de baldosas rojas. Sus colegas trataron de llevarla a un médico, pero ella se resistió con éxito («no tengo nada, cosas de mujeres, déjenme en paz»), y unas horas más tarde estaba entrando de incógnito en el cuarto 225 del hotel Escorial y llamando a Ricardo para que viniera a recogerla, porque no se sentía capaz de subirse a un bus intermunicipal. Mientras lo esperaba salió a dar una vuelta por los alrededores de la catedral, y acabó sentándose en una banca de la plaza de Bolívar y viendo pasar a los niños de uniforme, a los viejos de ruana, a los vendedores con sus carritos. Un muchacho joven con un cajón debajo del brazo se le acercó para ofrecerle una embetunada, y ella asintió sin palabras, para no delatarse con su acento. Barrió la plaza con la mirada y se preguntó cuánta gente diría al mirarla que era gringa, cuánta diría que llevaba apenas más de un año en Colombia, cuánta diría que se había casado con un colombiano, cuánta diría que estaba embarazada. Después, con los zapatos de charol brillando tanto que el cielo manizalita se reflejaba en la puntera, volvió al hotel, escribió una carta en papelería membreteada y se recostó para pensar en nombres. Ninguno se le ocurrió: antes de darse cuenta, se había quedado dormida. Nunca se había sentido tan cansada como esa tarde.

Cuando despertó, Ricardo estaba a su lado, dormido y desnudo. No lo había sentido llegar. Eran las tres de la madrugada: ¿qué tipo de porteros o vigilantes tenían estos hoteles? ¿Con qué derecho habían dejado entrar a un extraño sin avisarle? ¿De qué manera había probado Ricardo que esa mujer era su esposa, que él tenía derecho a ocupar su cama? Elaine se puso de pie con la mirada fija en un punto de la pared, para no marearse. Se asomó por la ventana, vio una esquina de la plaza desierta, se llevó una mano al vientre y lloró con un llanto callado. Pensó que lo primero que haría al llegar a La Dorada sería buscar una casa de acogida para Truman, porque montar a caballo estaría prohibido durante los meses siguientes, tal vez durante un año entero. Sí, eso sería lo primero, y lo segundo sería ponerse a buscar otra casa, una casa para la familia. Se preguntó si debía avisar a su jefe de voluntarios, o incluso llamar a Bogotá. Decidió que no era necesario, que trabajaría hasta que su cuerpo se lo permitiera, y luego las circunstancias dictarían su curso. Miró a Ricardo, que dormía con la boca abierta. Se acercó a la cama y levantó la sábana con dos dedos. Vio el pene dormido, el vello ensortijado (ella lo tenía liso). Se llevó la mano al sexo, luego otra vez al vientre, como para protegerlo.
What’s there to live for?,
pensó de repente, y tarareó en su cabeza:
Who needs the Peace Corps?
Y luego se volvió a dormir.

Elaine trabajó hasta cuando ya no pudo más. Su vientre creció más de lo esperado en los primeros meses, pero, aparte del cansancio violento que la obligaba a hacer siestas largas antes del mediodía, el embarazo no modificó sus rutinas. Otras cosas cambiaron, sin embargo. Elaine comenzó a estar consciente del calor y de la humedad como nunca lo había estado; de hecho, comenzó a estar consciente de su cuerpo, que dejó de ser silencioso y discreto y se empeñó de un día para el otro en llamar la atención desesperadamente sobre sí mismo, como un adolescente problemático, como un borracho. Elaine odió la presión que su propio peso ejercía sobre sus pantorrillas, odió la tensión que aparecía en sus muslos cada vez que subía cuatro escaloncitos de nada, odió que sus areolas pequeñas, que siempre le habían gustado, se agrandaran y se oscurecieran de repente. Avergonzada, culpable, comenzó a ausentarse de las reuniones diciendo que no se sentía muy bien, y se iba al hotel de los ricos para pasar la tarde en la piscina por el solo placer de engañar a la gravedad durante unas horas, de sentir, flotando en el agua fresca, que su cuerpo volvía a ser la cosa liviana que había sido toda la vida.

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