Una tarde de otoño, poco antes de que el sol se ocultara, Juan regresaba a su casa tras explicar una lección sobre el movimiento de los planetas. Al pasar por delante de una de las múltiples mezquitas de la ciudad oyó una voz que lo atrajo de manera especial. Estaba habituado a escuchar a excelentes almocríes recitando las siete maneras de leer el Corán, pero ninguno le había despertado el interés que destilaba aquella vehemente y segura garganta. No pudo evitar entrar en la mezquita ante el tono de aquel predicador.
Desde el minbar de la mezquita de Ibn Djannam hablaba un hombre de elevada estatura, de complexión delgada, manos fibrosas y elocuentes, perfil aquilino, dientes espaciados, ojos hundidos centelleantes como perlas negras y barbilampiño. En su mejilla derecha lucía de manera ostentosa un enorme lunar negro.
Su discurso era encendido y vibrante, pero rezumaba sabiduría y ciencia religiosa. Criticaba a los almorávides, de los que decía que interpretaban el Corán de manera puramente externa, por lo que les acusaba de paganismo al concebir a Dios como a un ser antropomórfico, dotado de toda una serie de facultades, situándolo así al mismo nivel que las criaturas. Lanzaba tremendas diatribas contra los actuales gobernantes bereberes, a los que recriminaba su relajamiento moral y su desmesurada afición al poder y a las riquezas. Medio centenar de fieles adictos seguían con atención extrema sus prédicas. A Juan le pareció un individuo interesante, de atrayente personalidad y que irradiaba un especial magnetismo para convencer de su mensaje a las masas.
Al día siguiente le preguntó a uno de los profesores de la madraza si conocía al predicador que tanto lo había impresionado.
—Se trata de un tal Muhammad ibn Tumart. Nació en Igliz, una aldea del Atlas. Hace varios años, tras pasar una breve temporada en Córdoba y estudiar en la escuela que fundara Ibn Hamz, marchó a Oriente. Durante su viaje aprendió del perverso al-Gazzali el arte de disputar y sus errados conocimientos de teología y retórica. Regresó por el norte de África, deteniéndose en Alejandría, Túnez, Cairuán, Constantina, Bugía y Tremecén, para enriquecerse con las enseñanzas de muchos maestros en esas ciudades. Con todo ese bagaje recaló en Fez hace unos meses. En mezquitas regentadas por imanes pertenecientes a tribus enfrentadas con los almorávides predica desde entonces ideas contrarias a nuestra ortodoxia malikí.
—Parece un hombre muy preparado —alegó Juan.
—Sí, pero es muy peligroso. Defiende la necesidad de una reforma incitando al descontento y aludiendo a que los espíritus dormidos se despierten de su vacío religioso y actúen contra los almorávides, a los que acusa de haber abandonado la práctica del Corán y de la Sunna.
Juan asistió durante varios días a las pláticas de Ibn Tumart. El predicador se anunciaba a sí mismo con el apelativo de al-Mahdi, es decir, el Esperado, y decía que era aquél que algunas profecías anunciaban que nacería a finales del siglo V de la hégira para llenar la tierra de justicia.
Alentaba a sus seguidores a destruir todos los objetos que causaban placer, y él mismo había tenido algunos incidentes al romper algunos instrumentos musicales y derramar cántaros de vino y de licor de palma en las tiendas del zoco.
La influyente aristocracia de Fez vivía como en los desaparecidos reinos de taifas de al-Andalus. Muchos de sus miembros pertenecían a ricas familias andalusíes emigradas ante el avance cristiano y habían trasladado a su exilio africano el lujo, los oropeles y la relajación de que disfrutaban en sus ciudades de origen. Esta aristocracia comenzó a temer por su acomodada posición ante las soflamas que Ibn Tumart lanzaba contra ese modo de vida y decidió acosarle.
El predicador debió abandonar la mezquita de Ibn Djannam y se instaló en la de Ibn Maldjum, pero también fue expulsado de esta última para recalar en la de Taryana, a cuyo frente había un imán chiíta que acogió al denostado Ibn Tumart.
En la mezquita de Taryana fue donde expuso a sus seguidores el dogma coránico de la unidad, el tawhid, denunciando las interpretaciones antropomórficas de Dios y condenando una interpretación exclusivamente numérica de la unidad divina. Incidía en la necesidad de todo buen musulmán de iniciarse en el tariq, es decir, el camino espiritual que condujera a la búsqueda de la verdad y a la salvación.
Entre tanto, Juan encontró un marido para Mu'mina. La viuda de Jalid tenía unos treinta años, una edad demasiado avanzada para una mujer casadera, pero los tres mil dinares de la dote bien podrían suplir la falta de juventud. El matrimonio se pactó con un artesano del gremio de curtidores llamado 'Abd Allah. Era un hombre honesto, reputado en todo su barrio como honrado y formal. No era rico pero su trabajo le permitía vivir sin estrecheces. Según decía, su linaje era muy antiguo y procedía de los cordobeses instalados en el barrio de los andalusíes de Fez cuando el emir 'Abdarrahman II destruyó, hacía ahora trescientos años, el arrabal de Secunda de Córdoba y obligó a la mayoría de sus habitantes al exilio. 'Abd Allah era hombre piadoso y, pese a sus cuarenta años bien cumplidos, no se había casado nunca.
—Estarás bien, Mu'mina. Tú necesitas un hombre y Naryís un padre que la proteja. Muy pronto será una mujer y para entonces yo ya no estaré con vosotras —le decía Juan a Mu'mina poco antes de la boda.
—Mi señor, te agradezco cuanto has hecho por mí y por mi hija.
—Se lo debía a Jalid y te lo debo a ti. Tú y Naryís habéis sido mi única alegría en estos últimos años. Soy yo quien debo agradeceros vuestra compañía.
Mu'mina se arrodilló ante Juan, que la abrazó por los hombros instando a que se levantara. La mujer se abrazó a la cintura del anciano, que le acarició el pelo aspirando su perfume de áloe y limón.
La boda se celebró pocas semanas después de acordado el matrimonio en la rábita de la puerta de Islitán, donde se veneraba la tumba del sabio cordobés al-Kinani. Mu'mina estaba radiante y su marido se mostraba sereno y contento. Tres mil dinares eran una dote fabulosa que le permitiría ampliar su negocio y convertirse en uno de los más importantes artesanos en cuero de toda la ciudad. Podría abrir un taller nuevo, contratar oficiales y aprendices y codearse con los grandes mercaderes y comerciantes.
Ibn Tumart dio un paso más en su estudiada campaña de agitación y salió a predicar por calles y plazas. Sus discursos comenzaban a calar hondo en mucha gente cansada de los abusos de autoridad de los almorávides. El Esperado acusó a los almorávides de impiedad y de materialismo e incitó a sus seguidores a negarles la obediencia. Ibn Tumart creyó llegado el momento decisivo y se despidió de sus adeptos en Fez para ir directamente al corazón del Imperio almorávide, la capital de Marrakech, donde fundó el nuevo movimiento religioso a cuyos seguidores dio el nombre de muwahhidines, los almohades.
Sentado al calor de un tímido sol invernal en el patio de la madraza de al-Qarawiyín, Juan escuchaba atento la conversación de dos jóvenes estudiantes de teología.
—Ibn Tumart tiene razón, los almorávides son unos corruptos y están destruyendo las creencias de los musulmanes —decía uno de ellos.
—Ese falso predicador no es sino un fanático exaltado que sólo desea convertirse en el nuevo emir. Bajo una apariencia de hombre piadoso y austero palpita un corazón ambicioso y cruel —sostenía el otro.
—¡Es un sabio, es el Esperado! —afirmaba el primero.
—¡Es un impostor, no es más que un embustero! —aseveraba el segundo.
Juan se levantó del banco y se dirigió a los estudiantes. Desde su formidable altura miró con fijeza a los dos muchachos y les dijo:
—¿Por qué discutís de modo tan visceral sin emplear argumentos? Un sabio de al-Andalus llamado Ibn Paquda decía que «el mejor regalo que Dios ha hecho al hombre es la sabiduría». Usadla, que siempre os guíe la razón como vía de la fe y del conocimiento de la verdad.
Hizo un ademán de continuar, pero se contuvo. Una fuerza desconocida e invencible lo empujaba hacia casa.
En un estante descansaban los tres libros de la enciclopedia de astronomía, listos para ser entregados a los copistas. Juan los contempló con ojos serenos. Cogió uno a uno los tres voluminosos tomos y los colocó en el brasero de bronce.
Apretó en su mano el amuleto de cuarzo que le regalara al-Kirmani y a su contacto recordó la prudencia de Demetrio, la brillantez de Miguel Psello, el recato de León de Fulda, la sabiduría de al-Kirmani, la grandeza de espíritu de al-Mu'tamín, el temple de Ibn Buklaris, la bravura de su hijo Ismail, la sagacidad de Ibn Hasday y la honestidad intelectual de Ibn Paquda. Abrió la cajita de plata del amuleto, desplegó el gastado papelillo y leyó: «Todo glorifica a Dios, lo que está en los cielos y sobre la realeza. A Él la realeza y la alabanza. Tiene poder sobre todas las cosas».
Tomó una lámpara y derramó la mitad del aceite sobre los tres tomos depositados en el brasero. Encendió la mecha y la aplicó. Instantes después las páginas manuscritas de su enciclopedia de astronomía ardían consumiéndose entre amarillentas llamas de las que se desprendía un olor rancio y acre.
Se acomodó en un diván frente al brasero, con el amuleto de cuarzo en su mano derecha. Entre las llamas irisadas le pareció que se dibujaba el rostro de una hermosa muchacha de ojos marinos y pelo dorado.
—¿Shams, Shams?, ¿eres tú? —interrogó al fuego.
Los ojos de Juan se cerraron lentamente y su brazo derecho se deslizó por el costado en tanto su mano se abría y dejaba caer al suelo el amuleto de cuarzo. En el improvisado pebetero los libros no eran ya sino un amasijo de carbones, brasas y cenizas.