El salvaje y otros cuentos (14 page)

Read El salvaje y otros cuentos Online

Authors: Horacio Quiroga

Tags: #Clásico, Cuento, Drama, Fantástico, Romántico

BOOK: El salvaje y otros cuentos
12.48Mb size Format: txt, pdf, ePub

—¡Ah! Es María Esther… Mi sobrina más querida; está unos días con nosotros, señor Nicholson… Mi hijo: el amigo de Olmos, que nos hará el honor de unirse a nuestra familia.

—Aunque provisoriamente, señorita, lo que causa mi mayor pesar —concluyó Nicholson, muy satisfecho del modo cómo allí tomaban las cosas.

—¿Ah, sí? —se rió María Esther, sin que se le ocurriera ni pudiera habérsele ocurrido otra cosa. Se sentó, echando el vestido de lado con un breve movimiento. Y entonces, seria ya, midió naturalmente de abajo arriba a Nicholson.

Un momento después entraba Sofía. Tenía el mismo cuerpo que su prima, y la misma elegancia de vestido. Igual tipo vulgar de cara, con idéntico estuco; pero la expresión de los ojos denunciaba más espíritu.

—¡Por fin! —exclamó la madre con un alegre suspiro—. Su prometida, señor Nicholson… ¿Quién te hubiera dicho, mi hija, que te ibas a casar en ausencia de tu novio, eh?

—¡Ah, sí! —se rió la joven, exactamente con la misma elocuencia de María Esther. Pero agregó enseguida—: Como el señor Nicholson es tan amable…

Y sus ojos se fijaron en él con una sonrisa en que podía hallarse todo, menos cortedad.

—Esta chica debe de tener un poco de alma —pensó Nicholson.

Entretanto, la joven se había sentado, cruzándose de piernas. Como estaba de perfil a la luz, su cabello rubio centelleaba, y el charol de su pie arqueado a tierra proyectábase en una angosta lengua de luz.

Nicholson, charlando, la observaba. Hallábale, a pesar de su cabello oxigenado y su insustancialidad, cierto encanto. Como su prima, no sabía mucho más que las gracias chocarreras habituales en las chicas de mundo. Pero su cuerpo tenía viva frescura, y en aquella mirada había una mujer, por lo menos, cosa de que se alegraba grandemente por Olmos.

—En fin —reanudaba la señora de Saavedra—, aunque deploramos la ausencia de Olmos, porque un casamiento por poder está siempre lleno de trastornos, no…

—¿Trastornos? —preguntó Nicholson.

—Es decir… Ninguno, claro está. Pero comprenda usted bien… La pobre Chicha… ¿Verdad, mi hija, que desearías más…?

—Sí, señora, sí; de eso no tengo la menor duda —creyó deber excusarse Nicholson—. Sería inútil pedirle opinión a la novia.

—¿Le parece? —se rió Sofía.

—La elocuencia no es excesiva —pensó Nicholson—. En fin, Olmos sabrá lo que ha hecho.

Y agregó en voz alta:

—Me parece efectivamente inútil pedir su opinión al respecto, y no así si la pregunta me hubiera sido hecha a mí.

La joven, aunque sin entender, se rió de nuevo.

—Por lo demás —prosiguió la madre—, supongo que Olmos le habrá dicho por qué no ha podido esperar. ¿Le dijo a usted por qué tenía necesidad…?

—Sí, señora; creo que una herencia…

—Sí; mamá, antes de morir, hace cuatro años, impuso como condición para la mejora que Sofía se casara a la edad en que se casó ella y me casé yo. Dicen los médicos que no tenía la cabeza bien… Mamá, la pobre… Son trescientos mil pesos, usted comprende… Olmos, por bien que esté… Pensábamos efectuar la ceremonia a fin de este mes, en que Chicha cumple veinticuatro años. Olmos debía estar aquí para entonces, pero ya ve… No ha podido.

—En efecto —asintió Nicholson.

Y un rato después, cumplida su misión primera, se despedía de las damas.

II

Así, sin desearlo ni esperarlo, Nicholson se vio envuelto en un compromiso a toda carrera, puesto que debería casarse antes de un mes. Aunque se esforzaba en asegurarse a sí mismo de que todo aquello era ficticio, que jamás sería el marido de aquella chica, ni ella su mujer —lo que parecíale ya menos horrible—, a pesar de todo se sentía inquieto. Gran parte de esto provenía de la pomposa celebración de sus bodas. Alguna vez atreviose a insinuar a la familia que él, futuro esposo honorario, consideraba mucho más discreto una ceremonia íntima. ¿Con qué objeto festejar una boda de simple fórmula, a la que no aportarían los novios la alegría de un casamiento real?

Pero la señora de Saavedra lo detuvo: ¡Una ceremonia íntima! ¿Por qué? ¡Sería horrible eso! ¡No estaban de duelo, a Dios gracias! ¿Acaso no se sentían todos llenos de felicidad por ese matrimonio? ¿No era él un amigo de la infancia de Olmos? Y luego, el traje de Chicha; las amigas todas que deseaban verla casada, sin recordar lo que correspondía a su rango en la sociedad. ¡No, por favor!…

Nicholson se rindió enseguida ante la última razón, que era específica.

Entretanto frecuentaba la casa con mucha cordialidad, conservando siempre sus conversaciones con Sofía el tono ligero de la primera vez.

Comprobaba que Sofía era mucho más despierta de lo que se había imaginado. Acaso no tenga mucha alma —se decía—; pero sí una maravillosa facultad de adaptación. En las dos últimas veces no le he oído una sola frase chocarrera. Si sus amigos habituales no le pervirtieran el gusto con sus chistes de jockeys, esta chica sería realmente aguda. Lástima de cara vulgar; pero una frescura de cuerpo y una mirada…

III

De este modo llegó por fin la víspera del gran día. Nicholson cenó con la familia, honor que correspondía de derecho a un futuro miembro de ella, bien que totalmente adventicio.

—Sí —protestaba Nicholson—. Jamás creí que llegaría a ser marido en tan deplorables condiciones.

—¡Cómo! —replicó la señora de Saavedra.

—¿Y le parece poco, señora? ¿Cree usted que voy a tener muy larga descendencia de este matrimonio?

—¡Oh, otra vez! —se rió la señora—. Se está volviendo muy indiscreto, Nicholson… Además —prosiguió reconfortada—, Chicha la tendrá.

—¿Qué cosa?

—Descendencia.

—¡Lo que es un gran consuelo para mí!

—Chicha le pondrá su nombre a su primer hijo.

—Y yo lo querré mucho, señora; tanto más cuanto que debería haber sido mío.

—¡Nicholson!… Le voy a contar todo lo que dice a Olmos. Chicha: consuélalo.

—¿Cómo, que me consuele? —exclamó vivamente Nicholson.

—¡Si dice una cosa más de ésas, no se casa con mi hija, señor Nicholson! ¡Qué hombre! —concluyó la madre levantándose.

Pasaron a la sala. Durante un largo rato la conversación tornose grave. No quería la señora que el menor detalle de la gran ceremonia pudiera ser olvidado. Cuando todo quedó dispuesto y fijado prolijamente en la memoria, Nicholson se aproximó a Sofía.

—Veamos, mi novia —le dijo, acercando bien su rostro—. ¿Va a ser feliz?

La joven demoró un momento en responder.

—¿Cuándo?

—¡Hum!… Yo tengo la culpa; muy bien respondido. Mañana, mi novia.

—Sí; mañana, sí…

—¡Ah! ¿Y
después
, no? ¡Señora! —volvió la cabeza Nicholson—. Lo que responde su hija no está bien. Concluiré por enamorarme seriamente de ella.

—¡Muy bien merecido! Usted solo tendría la culpa.

—¿Y si ella, a su vez…?

—¡Ah, no, señor pretencioso! —se rió la madre—. ¡Eso no, esté usted seguro!

Nicholson retornó a Sofía. En voz baja:

—¿De veras?

La respuesta no llegaba, pero la sonrisa persistía.

—No sé…

Nicholson sintió un fugaz escalofrío y la miró fijamente.

—Me voy, señora —agregó—. Es menester que mañana tenga el espíritu firme.

—Venga un momento de mañana; esperamos telegrama de Olmos. Además, cualquier cosa que pudiera ocurrir…

—Vendré.

Y como Sofía lo despidiera con un «Mi marido…», la madre saltó:

—¡No, por Dios! Tu marido, todavía no. Tu novio, sí.

—¿Cree usted, por toda la desventura de los cielos, que habrá para mí diferencia cuando lo sea? —se volvió Nicholson.

—No, ninguna, por suerte. Y váyase, hombre loco.

IV

A la mañana siguiente tenía aún la señora de Saavedra el telegrama en la mano, cuando Nicholson llegó.

—¡Ah! Me alegro de que llegue ahora. ¿Sabe lo que dice Olmos?… Que no podrá venir hasta agosto. ¡Dos meses más! ¿Ha visto usted cosa más disparatada? ¡Su congreso, su congreso!… ¡Pero yo creo que su novia vale más que todo eso! ¡Pobre, mi hija!… ¿Usted no tuvo noticias?

—No, fuera de la carta última… ¿En qué pensará Olmos?

—Eso es lo que nos preguntamos todos en casa: ¿en qué pensará? ¡Mi Dios! ¡Cuando se tiene novia, se puede ser un poco menos cumplidor de sus deberes!…

—¿Y Sofía? ¿Llorando?

—No; está adentro… ¿Cómo quiere que no esté resentida con él? ¡Supóngase qué poca gracia puede hacerle esto! ¡Ah, los hombres!…

Como Nicholson quería discretamente irse, la señora de Saavedra lo detuvo.

—No, no, espérese; ahora va a venir Chicha… Por lo menos nos queda usted —se sonrió, más calmada ya.

Sofía llegó. Estaba un poco pálida, y sus ojos, alargados por el pliegue de contrariedad de su frente, dábanle un decidido aire de combate. Queda mucho mejor así, no pudo menos de decirse Nicholson.

—¿Qué es eso, Sofía? ¿Parece que Olmos no quiere venir?

—No, no quiere. ¡Pero si él cree que me voy a afligir!…

—¡Vamos, Chicha! —reprendiola la madre.

—¿Y qué quieres que haga yo? ¡Que se divierta allá! ¡Hace muy bien! ¡Lo que es por mí!…

—¡Chicha! —exclamó la señora, seria esta vez. Pero agregó para apaciguarla—: Mira que está tu marido delante. ¿Qué va a creer de ti?

La joven se sonrió entonces, volviendo los ojos a Nicholson.

—¿Usted me querrá, no es cierto, a pesar de todo?

—No veo por qué
a pesar de todo
.
Con todo
me parece mejor dicho…

—¿Y si Julio no viene hasta fin de año?

—La querré hasta fin de año.

—¿Y si no viene nunca?

—¡Nicholson, váyase! —interrumpió la señora de Saavedra—. Ya comienzan ustedes a disparatar. Chicha tiene que peinarse…

—Muy bien. A las tres, ¿verdad?

—No; esté aquí a las dos; es mejor.

V

De este modo, Nicholson se casó a las tres de ese día ante las leyes de Dios. Contra todo lo que esperaba, no se sintió inmensamente ridículo ostentando del brazo una novia que de ningún modo le estaba destinada. Hubo, sin duda, muchas sonrisas equívocas, e infinidad de groserías por parte de sus amigos. Pero, por motivos cualesquiera, sobrellevó con bastante alegría aquel solemne y grotesco pasaje bajo la carpa vistosa, como un rey congo, por entre una muchedumbre femenina que iba curiosamente a ver la cara que tiene una futura mujer.

Su relación con la familia Saavedra conservó el mismo carácter, jovial con la madre y de punzante juego con Sofía. No siempre la madre oía aquellos diálogos de muy problemática discreción, que, por lo demás, no la hubieran inquietado en exceso. ¿Qué era todo, en suma? Un poco de flirt con un hombre buen mozo y ligado a su hija con tal impertinente lazo, que hubiera sido de mal tono impedir aquél. La situación, de por sí equívoca, imponía elegantemente la necesidad de un flirteo agudo, como un almizcle forzoso a la desenvoltura de las muchachas de mundo.

Este sello de buen tono —que no es sino una provocativa manifestación de confianza en las propias fuerzas, que agudiza el deseo de afrontar el vértigo de los paraísos prohibidos— érale a Sofía doblemente indispensable por su ambiente y su condición de joven esposa. ¿Qué más picante flirt que el entretejido con un hombre a quien había jurado estérilmente ser condescendiente esposa?

Por todos estos motivos, la señora de Saavedra sentía muy escasa curiosidad de oír lo que se decían su hija y Nicholson.

—Paréceme que mi señora suegra tiene gran confianza en mí —decíale en tanto Nicholson a Sofía, sentado aparte con ella.

—Es muy natural —respondiole ella—; lo raro sería que no la tuviera.

—¿Y usted?

—¿Que… yo?

—Confianza en mí.

Sofía entrecerró los ojos y lo miró adormecida:

—¿De que no me va a ser infiel con otras?…

Bruscamente Nicholson extendió la mano y la cogió de la muñeca. Sofía se estremeció al contacto y abrió vivamente los ojos, mirando a su madre. Nicholson se recobró y retiró la mano. Pretendió sonreírse, pero apenas lo consiguió. Ni uno ni otro tenían ya la misma expresión.

—¿Tendría confianza en mí? —agregó él al rato, repitiendo inconscientemente la pregunta anterior.

Sofía lo miró de reojo:

—No.

—¿Por qué?

—Porque no —repuso sólo.

La respuesta era rotunda.

—¿Pero por qué?

—Porque no.

Nicholson se detuvo y la miró con honda atención.

Sí, sí, era indudable; era aquel mismo cabello oxigenado, las mismas cejas pinceladas y la misma porfiada pesadez mental que retornaba de vez en cuando. Pero sus ojos, los de él, de Nicholson, no veían más que su pelo, su cara, la penetrante frescura de aquella mujer que era casi, casi suya…

Un momento después se retiró, muy fastidiado. En la calle reconsideró todas las cualidades de Sofía con minuciosa prolijidad. Recordó, sobre todo, la impresión primera, cuando la conoció: la cara vulgar y estucada, sus gracias chocarreras de jockey, la desenvoltura provocante de su cruzamiento de piernas, su vulgaridad intelectual. Ahora no conservaba de todo esto sino el concepto. Fijábala en su memoria atentamente; constataba que así era ella en efecto, pero no
veía
. Hallábase en el caso de las personas que por la fuerza de la costumbre han llegado a no apreciar más lo chocante de un rasgo; con la diferencia, en la situación de Nicholson, que se trataba de una muchacha joven, fresquísima, a cuya casa iba, sin darse cuenta, más a menudo de lo que hubiera sido conveniente.

—Por todo lo cual —se dijo al entrar en su casa— dejaré de visitarla. Lo que ignoro es qué felicidad podrá caberle a Olmos con esa muchacha. Y pensar que a fuerza de verla he llegado a no notarlo más…

Y muy reconfortado con su reacción, acostose decidido a no ver a la familia de Saavedra hasta ocho días después.

VI

A la noche siguiente, la señora de Saavedra disponíase a hacer llamar el automóvil, cuando vio entrar a Nicholson.

—¡Oh, Nicholson! —sonriole sorprendida—. ¿Otra vez por aquí? Pero esta vez nos vamos; ¿nos acompaña a
Mefistófeles
? ¿Usted también iba?

—Sí, pero más tarde… Quise pasar por aquí un momento a saludarlas.

—Muy amable, Nicholson… ¡Sofía! Está tu marido.

Antes de que la madre la llamara, Nicholson había oído el largo y pesado paso, como al desgaire, de las chicas de mundo. Y constató, con una ligera pausa de la respiración, que los pasos se habían hecho bruscamente más rápidos al ser él nombrado…

Other books

Lord of the Shadows by Darren Shan
Waiting for Teddy Williams by Howard Frank Mosher
book by Unknown
Malus Domestica by Hunt, S. A.
Paper Bullets by Reed, Annie
Swords of the Six by Scott Appleton, Becky Miller, Jennifer Miller, Amber Hill
Almost True by Keren David
Deep Black by Stephen Coonts; Jim Defelice