El Santuario y otras historias de fantasmas (14 page)

BOOK: El Santuario y otras historias de fantasmas
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Pero, aunque estaba más que satisfecho de encontrarme en Bagnell Terrace y no en cualquier otro lugar, aún no había conseguido, y empezaba a temerme que jamás conseguiría, la casa en concreto que ambicionaba sobre cualquier otra.

Estaba al final de la calle, junto al muro que la delimitaba, y se diferenciaba en un aspecto de todas las demás, que tan parecidas son entre sí. Las otras tienen pequeños jardines en la parte delantera, en los que cada primavera brotan nuestras flores, ofreciendo una apariencia muy alegre. Pero los jardines son demasiado pequeños y Londres demasiado poco soleado como para permitir un mínimo de horticultura efectiva. En todo caso, la casa a la que yo había dirigido mis ojos envidiosos durante tanto tiempo no tenía jardín; en su lugar, el espacio había sido utilizado para construir una gran habitación cuadrada (ya que un pequeño jardín puede dar para una habitación bien espaciosa), conectada con la casa por un pasillo cubierto. Las habitaciones de Bagnell Terrace, aunque soleadas y agradables, no eran demasiado grandes, y me parecía que una habitación espaciosa representaría el toque final que otorgaría la perfección a aquellas deliciosas residencias.

Sin embargo, los habitantes de aquel deseable domicilio representaban una especie de misterio para nuestro reducido círculo vecinal; aunque sabíamos que un hombre vivía allí (ya que ocasionalmente le habíamos visto entrar o salir de la casa), nadie le conocía personalmente. Un aspecto curioso era que, aunque todos nos habíamos tropezado con él en la calle (en muy pocas ocasiones, eso sí), había una considerable discrepancia sobre la impresión que nos había causado a cada uno. Poseía ciertamente unos andares enérgicos, como si aún disfrutase de todo el vigor de la vida; pero mientras yo creía que se trataba de un hombre joven, Hugh Abbot, que vivía en la casa de al lado, estaba convencido de que, a pesar de su vigor, no sólo era mayor, sino muy mayor además. Hugh y yo, amigos y solteros para toda la vida, a menudo discutíamos sobre él en las erráticas conversaciones que manteníamos cuando se dejaba caer por mi casa para disfrutar de una pipa después de la cena, o cuando yo me acercaba a la suya para una partida de ajedrez. No sabíamos su nombre, de modo que, en virtud de mi deseo por su casa, le llamábamos Nabot
[4]
. Ambos coincidimos en que había algo extraño en él, algo desconcertante y elusivo.

Yo había estado un par de meses en Egipto durante el invierno; la noche siguiente a mi regreso Hugh cenó conmigo y, tras la cena, le mostré aquellos trofeos que los más decididos son incapaces de resistirse a comprar cuando les son ofrecidos en el Valle de los Reyes por algún simpático rufián de piel requemada. Saqué por lo tanto varias cuentas (no tan azules como habían parecido allí) y uno o dos escarabajos, reservando para el final la pieza de la que más orgulloso estaba: una pequeña estatua de lapislázuli de un gato, que apenas medía cinco centímetros. Se sentaba erguido sobre los cuartos traseros, levantando los delanteros; y, a pesar de la reducida escala, las proporciones estaban tan bien y tan aguda había sido la visión del artista, que daba la impresión de ser mucho más grande. Mientras permaneció en la mano de Hugh pude comprobar que ciertamente era muy pequeño. Pero si no lo tenía a la vista, la imagen mental que siempre me hacía era la de algo mucho más grande de lo que en realidad era.

—Y lo curioso —dije— es que aunque se trata con diferencia de lo mejor que compré, por mi vida que no puedo recordar dónde lo hice. De alguna manera siento como si siempre lo hubiera tenido.

Lo había estado mirando con mucha atención. Después se levantó bruscamente de su silla y lo dejó sobre la repisa de la chimenea.

—Creo que no me gusta —dijo—, y no puedo decirte por qué. Oh, se trata de un excelente trabajo de artesanía; no me refería a eso. ¿Y dices que no recuerdas dónde lo conseguiste? Eso sí que es extraño… Bueno, ¿qué tal una partida de ajedrez?

Jugamos un par de partidas, sin demasiada concentración o fervor, y en más de una ocasión le vi lanzar rápidas y perplejas miradas a mi pequeña figurita sobre la repisa de la chimenea. Pero no dijo nada más sobre ella, y cuando hubimos finalizado nuestras partidas me ofreció las últimas noticias de la calle. Una casa había quedado vacante y había sido inmediatamente reocupada.

—¿No será la de Nabot? —pregunté.

—No, la de Nabot no. Nabot aún sigue ahí. Pisando fuerte.

—¿Alguna novedad? —pregunté.

—Oh, alguna que otra cosa. Últimamente le he visto con frecuencia, y sin embargo aún no puedo hacerme una idea clara de cómo es. Me lo encontré hace tres días, al salir de mi portal, y pude echarle un buen vistazo. Por un momento coincidí contigo en que se trata de un hombre joven. Entonces se volvió y durante un segundo me miró directamente a la cara, y pensé que nunca había visto a alguien tan anciano. Espantosamente vivo, pero más que viejo… antiguo, primitivo.

—¿Y entonces? —pregunté.

—Pasó de largo, y me encontré una vez más, como ya me ha ocurrido tan a menudo, completamente incapaz de recordar cómo era su cara. ¿Era viejo o joven? No lo sabía. ¿Cómo era su boca? ¿Cómo su nariz? Pero sin duda era el interrogante sobre su edad el más desconcertante.

Hugh estiró los pies hacia el fuego y se hundió en el sillón, lanzando una nueva mirada y frunciendo el ceño en dirección a mi gato de lapislázuli.

—Aunque, después de todo, ¿qué es la edad? —dijo—. Medimos la edad con el tiempo. Decimos: «tantos años», y olvidamos que aquí y ahora estamos en la eternidad, del mismo modo que nos hallamos en una habitación o en Bagnell Terrace, aunque la primera afirmación, que formamos parte del infinito, sea mucho más cierta.

—¿Qué tiene eso que ver con Nabot? —pregunté.

Hugh golpeó su pipa contra las paredes de la chimenea antes de contestar.

—Bueno, probablemente te sonará a chifladura —dijo—, a menos que Egipto, la tierra de los antiguos misterios, haya ablandado tu corteza de materialista, pero en aquel momento se me ocurrió que Nabot pertenece a la eternidad de una manera mucho más evidente que nosotros. Nosotros también pertenecemos a ella, por supuesto; no podemos evitarlo; pero él está menos implicado en este error o ilusión que llamamos tiempo. Hay que ver, suena increíblemente tonto cuando lo expreso con palabras.

Me reí.

—Me temo que mi corteza materialista todavía no se ha ablandado lo suficiente —dije—. Lo que estás diciendo implica que piensas que Nabot es una especie de aparición, un fantasma, ¡un espíritu muerto que se manifiesta como un ser humano aunque no sea uno de nosotros!

Volvió a recoger las piernas.

—Sí, ha de ser una tontería —dijo—. Además, últimamente ha estado mucho más a la vista, y no podríamos estar viendo un fantasma todos a la vez. No sucede así. Y han empezado a oírse sonidos en la casa, sonidos alegres y escandalosos que hasta ahora no había oído nunca. Alguien toca un instrumento que parece una flauta en esa habitación grande que tanto envidias, y otro le acompaña llevando el ritmo con una especie de tambores. Es una música curiosa; se oye a menudo por las noches… Bueno, es hora de ir a acostarse.

De nuevo observó la estatuilla que reposaba sobre la chimenea.

—Vaya, pero si es un gato bastante pequeño —dijo.

Esto me interesó sobremanera, ya que no le había comentado la impresión que dejaba en mi mente de que era más grande que sus dimensiones reales.

—El mismo tamaño de siempre —dije.

—Naturalmente. Pero por alguna razón había estado pensando en ella a tamaño real —dijo él.

Le acompañé hasta la puerta y paseé con él en la oscuridad de una noche cubierta. A medida que nos acercábamos a su casa vi las grandes manchas de luz que se reflejaban en la calzada tras salir por las ventanas de la habitación cuadrada de la casa de al lado. De repente, Hugh apoyó la mano sobre mi brazo.

—¡Escucha! —dijo—. Ahí están las flautas y los tambores.

Era una noche muy tranquila pero, por mucho que escuchara, no podía oír nada más que el tráfico de la calle a la que salía la nuestra.

—No oigo nada —dije.

Y en el mismo momento en el que empecé a hablar pude oírlo. La plañidera música me llevó de regreso a Egipto: el ruido del tráfico se convirtió en el sonido de un tambor, y sobre él flotaban los lamentos y chillidos de las pequeñas flautas de caña que acompañan a las danzas árabes, sin tono ni ritmo y tan viejas como los templos del Nilo.

—Es como la música árabe que se oye en Egipto —dije.

Mientras estábamos allí escuchando, la música cesó a sus oídos, así como a los míos, de forma tan repentina como había empezado, y simultáneamente se apagaron las luces de la habitación cuadrada.

Esperamos un momento en la acera opuesta a la casa de Hugh, pero de la puerta de al lado no volvió a surgir ningún sonido, ni ninguna luz de sus ventanas…

Me giré, era una noche bastante fría y más para alguien recién regresado del sur.

—Buenas noches —dije—; ya nos veremos mañana.

Me fui directamente a la cama, me dormí inmediatamente y me desperté con la impresión de un sueño vívido grabada en mi mente. Había música en él, música árabe que me resultaba familiar; se desvaneció, pero tuve tiempo de reconocerla como una revisión de los hechos de aquella noche antes de volver a dormirme.

Rápidamente recuperé las rutinas habituales de mi vida. Tenía trabajo que hacer, y amigos a los que ver; los hechos acaecidos a cada minuto de cada día se iban añadiendo al gran tapiz de la vida. Pero, de alguna manera, un nuevo cabo empezó a enredarse en él, aunque en aquel momento no lo reconocí como tal. Parecía trivial y extraño que oyera a menudo un par de compases de aquella extraña música que surgía de la casa de Nabot, y que tan pronto como capturaba mi atención dejara de oírse, como si hubiese sido producto de mi imaginación. Era trivial, también, que viera tan a menudo a Nabot entrando o saliendo de su casa. Y entonces, un día, tuve una visión de él que era completamente diferente a todas las que la habían precedido.

Estaba una mañana asomado a la ventana de la habitación que da a la calle. Había tomado perezosamente mi gato de lapislázuli
y
lo mantenía de modo que la luz del sol brillara sobre él, admirando la textura de su superficie que, de alguna manera, y aun siendo de piedra, recordaba a la de la piel. Entonces, de manera casual, aparté la mirada, y allí, apenas unos metros más allá, inclinado sobre la valla de mi jardín y observando atentamente lo que tenía entre las manos, estaba Nabot. Sus ojos, fijos en la estatuilla, parpadearon al sol de abril con una satisfacción sensual y ronroneante. Y Hugh tenía razón en lo referente a su edad; no era ni viejo ni joven, sino más bien atemporal.

El momento de percepción pasó; alumbró mi mente como el foco rodante de algún faro lejano. Fue un rayo de iluminación y enseguida volvió a apagarse, de modo que quedó grabado en mi mente consciente como una alucinación. De repente, él pareció darse cuenta de mi presencia y, dándose la vuelta, siguió su recorrido caminando enérgicamente.

Recuerdo haberme alterado bastante, pero el efecto pronto se desvaneció, y el incidente pasó a ser otra de esas trivialidades que provocan una impresión momentánea y luego desaparecen. También fue curioso, aunque no destacable, que en más de una ocasión viese a uno de esos discretos gatos de los que ya he hablado sentado en el pequeño balcón que hay frente a la habitación que acabo de mencionar, observando con atención el interior. Me encantan los gatos, y en varias ocasiones me levanté para abrirle la ventana e invitarle a entrar; pero cada vez que me movía saltaba y se marchaba. Y abril dio paso a mayo.

Una noche de aquel mes regresé a casa después de una cena para encontrarme un mensaje de Hugh en el que me decía que debía llamarle en cuanto llegase. Me respondió con una voz bastante excitada.

—Pensé que querrías saberlo enseguida —dijo—. Hace una hora han colocado un cartel frente a la casa de Nabot que dice que está a la venta. Los agentes son Martin y Smith. Buenas noches; yo ya me había acostado.

—Eres un amigo de verdad —dije.

Por supuesto, a primera hora de la mañana me presenté en la oficina de los agentes inmobiliarios. El precio era bastante moderado y la escritura perfectamente satisfactoria. Podían darme las llaves al momento, ya que la casa estaba vacía, y me prometieron que podría disponer de un par de días para decidirme, durante los cuales tendría prioridad sobre el derecho de compra si estaba dispuesto a pagar la totalidad del precio requerido. Si, en todo caso, sólo podía hacerles una contraoferta, no podían garantizarme que los fideicomisarios aceptasen… Completamente excitado, con las llaves en mis bolsillos, me apresuré a regresar a Bagnell Terrace.

Encontré la casa completamente vacía, no sólo de habitantes sino de prácticamente cualquier cosa. Desde la buhardilla hasta el sótano, no había ni una sola persiana, ni un solo fleje, ni una sola barra para colgar las cortinas. Mucho mejor, pensé yo, así no habría que retirar ningún accesorio del anterior inquilino. Tampoco había ni rastro de restos de la mudanza, paja o papel de embalar; la casa parecía preparada para que llegara un ocupante en lugar de estar recién abandonada por otro. Todo estaba en un orden impoluto: las ventanas limpias, los suelos fregados, la pintura y las maderas brillantes… se trataba de una vivienda limpia, lustrosa y lista para ser ocupada. Mi primer movimiento, por supuesto, fue inspeccionar la habitación añadida que representaba su principal interés, y mi corazón saltó de alegría a la vista de su capacidad. A un lado había una enorme chimenea, al otro una serie de tuberías provenientes de la calefacción central enroscadas entre sí, y al otro extremo, entre las ventanas, un nicho hundido en la pared, como si ésta hubiera contenido alguna vez una estatua; podría haber sido diseñado expresamente para mi Perseo de bronce. El resto de la casa no presentaba rasgos particulares; seguía la misma planificación que la mía, y el constructor, que la inspeccionó aquella tarde, declaró que estaba en excelentes condiciones.

—Parece como si acabara de construirse y nadie hubiera vivido nunca en ella —dijo—, y por el precio que ha mencionado es decididamente una ganga.

Fue lo mismo que sorprendió a Hugh cuando, al regresar de la oficina, le arrastré hasta allí para que la viera.

—Vaya, pero si parece nueva —dijo—. Y sin embargo sabemos que Nabot ha pasado aquí años, y desde luego estaba aquí la semana pasada. Y hay otra cosa, ¿cuándo ha trasladado sus muebles? No han llegado furgonetas, que yo haya visto.

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