El sastre de Panamá (6 page)

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Authors: John le Carré

Tags: #Espionaje

BOOK: El sastre de Panamá
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Pero Osnard tenía antes que comerse el último sándwich, cosa que hizo de un solo bocado. Después se sacudió las migas de las manos, palmeando parsimoniosamente hasta quedar satisfecho.

En P & B existía un procedimiento establecido para atender a los clientes nuevos: elegir la tela en los muestrarios, admirar la misma tela en la pieza —pues Pendel, muy prudentemente, nunca enseñaba una muestra si no tenía la tela en existencias—, pasar al probador para las medidas, echar un vistazo a la Boutique de Caballero y el Rincón del Deportista, acercarse al pasillo del fondo, saludar a Marta, facilitar los datos para la ficha, dejar una cantidad a cuenta a menos que se conviniese lo contrario, y regresar al cabo de diez días para la primera prueba. En el caso de Osnard, sin embargo, Pender decidió introducir una variante. Después de examinar los muestrarios fueron directamente al pasillo del fondo, para consternación de Marta, que se había retirado a la cocina y se hallaba absorta en la lectura de un libro titulado
Ecology on Loan
, un estudio sobre la sistemática devastación de las selvas sudamericanas llevada a cabo con el entusiasta apoyo del Banco Mundial.

—Le presentaré al verdadero cerebro de P & B, señor Osnard, aunque a ella no le guste que lo diga. Marta, saluda al señor Osnard. O-S-N y A-R-D. Anota sus datos, por favor, y archívalo como cliente antiguo porque el señor Braithwaite vistió a su padre, ¿el nombre de pila, caballero?

—Andrew —contestó Osnard, Pendel advirtió que Marta alzaba la vista y lo observaba como si hubiese oído otra cosa en lugar de su nombre.

—¿Andrew? —repitió Marta, dirigiendo una mirada interrogativa a Pendel.

Pendel se apresuró a explicar:

—Temporalmente se aloja en el hotel El Panamá, Marta, pero pronto, por gentileza de nuestros extraordinarios contratistas panameños, se trasladará ¿a…?

—Punta Paitilla —informó Osnard.

—Naturalmente —dijo Pendel con una sonrisa de veneración, como si Osnard hubiese pedido caviar.

Y Marta, tras señalar con parsimonia la página donde estaba leyendo y apartar el libro, rellenó la ficha adustamente desde detrás de su velo de cabello negro.

—¿Qué demonios le ha pasado a esa mujer? —susurró Osnard cuando salieron al pasillo.

—Un lamentable accidente, y posteriormente una atención médica demasiado expeditiva.

—Me sorprende que la mantenga aquí. Debe de asustar a los clientes.

—Todo lo contrario, me complace decir —replicó Pendel categóricamente—. Marta se ha granjeado la admiración de los clientes, y sus sándwiches son para chuparse los dedos, como suele decirse.

A continuación, para atajar la curiosidad de Osnard acerca de Marta y borrar de su mente la actitud de desaprobación de ésta, inició de inmediato su habitual apología de la tagua, que crecía en las selvas tropicales, explicó con la mayor seriedad, y se consideraba en todo el mundo sensible un sucedáneo aceptable del marfil.

—Y mi pregunta es, señor Osnard, ¿para qué se emplea hoy en día la tagua? —dijo con más ardor que de costumbre—. ¿Piezas de ajedrez ornamentales? Pues sí, piezas de ajedrez. ¿Tallas? También, en efecto. Pendientes, bisutería… Vamos acercándonos, pero ¿qué más? ¿Qué otra utilidad puede tener que es tradicional, que prácticamente se ha olvidado en estos tiempos, y que aquí, en P & B, no sin ciertos desvelos, hemos recuperado para bien de nuestros apreciados clientes y fortuna de las generaciones venideras?

—Botones —aventuró Osnard.

—Exacto. Los botones, cómo no. Gracias —respondió Pendel, deteniéndose ante otra puerta. Bajando la voz, informó—: Aquí trabajan mujeres indígenas, kunas. He de advertirle que son muy delicadas.

Llamó a la puerta, abrió, entró respetuosamente, y con una seña indicó a su invitado que pasase. Tres mujeres indígenas de edad indeterminada cosían chaquetas bajo los haces de luz de lámparas ladeadas.

—Le presento a las responsables de nuestros acabados, señor Osnard —susurró como si temiese romper su concentración.

Pero las mujeres no parecían la mitad de delicadas que Pendel, pues en el acto alzaron la vista alegremente y lo contemplaron de arriba abajo con amplias sonrisas.

—El ojal es al traje, señor Osnard, lo que el rubí al turbante —declaró Pendel, hablando todavía en un murmullo—. Ahí es donde se posa la mirada; por los detalles se juzga el conjunto. Un buen ojal no hace un buen traje; pero un mal ojal sí hace un mal traje.

—Por citar al bueno de Arthur Braithwaite —apuntó Osnard, imitando la voz susurrante de Pendel.

—Sí, así es. Y el botón de tagua, que antes de la desafortunada invención del plástico era de uso común en los continentes americano y europeo, y en mi opinión superior a cualquier otro, ha vuelto a cobrar vigencia, gracias a P & B, como colofón de todo buen traje hecho a medida.

—¿Eso también fue idea de Braithwaite?

—Se le ocurrió a él, señor Osnard —contestó Pendel cuando pasaba ante la puerta cerrada de los confeccionistas chinos encargados de las chaquetas, decidiendo no interrumpirlos sin otra razón que el simple pánico—. Ahora bien, el mérito de ponerla en práctica debo atribuírmelo yo.

Pero en tanto Pendel deseaba seguir adelante a toda costa, Osnard prefería por lo visto tomárselo con más calma, ya que apoyó un robusto brazo contra la pared e impidió a Pendel el paso.

—Ha llegado a mis oídos que en su día vistió a Noriega, ¿es verdad? —preguntó.

Pendel vaciló, desviando instintivamente la mirada hacia la puerta de la cocina, donde estaba Marta.

—¿Y qué si lo vestí? —repuso. Por un momento un mohín de desconfianza cruzó su rostro, y su voz se tornó hosca y apagada—. ¿Qué iba a hacer? ¿Cerrar el negocio? ¿Marcharme a casa?

—¿Qué clase de ropa le encargaba?

—El general no era hombre de trajes, señor Osnard. Con los uniformes perdía días enteros dando vueltas a los detalles más insignificantes. Y lo mismo con las botas y las gorras. Pero por reacio que fuese al traje, en ciertas ocasiones no podía eludirlo.

Pendel se volvió, exhortando a Osnard a seguir adelante por el pasillo. Pero Osnard no retiró el brazo.

—¿En qué ocasiones?

—Por ejemplo, cuando lo invitaron a pronunciar aquel sonado discurso en la Universidad de Harvard, como probablemente usted recordará, aunque Harvard preferiría que lo hubiese olvidado. Como cliente, era todo un reto. Cuando venía a probarse la ropa, se impacientaba enseguida.

—Donde está ahora probablemente no le harán falta trajes —comentó Osnard.

—No, desde luego. Según parece, tiene cubiertas todas sus necesidades. Y otra de esas ocasiones fue cuando Francia, otorgándole sus más altos honores, lo nombró
Légionnaire
.

—¿Y por qué demonios lo condecoraron?

En el pasillo la iluminación procedía del techo, y bajo ella los ojos de Osnard semejaban orificios de bala.

—Se me ocurren varias explicaciones, señor Osnard. La más verosímil es que el general, por razones crematísticas, permitió a las Fuerzas Aéreas francesas hacer escala en Panamá cuando llevaban a cabo sus impopulares pruebas nucleares en el Pacífico Sur.

—¿De dónde ha sacado eso? —preguntó Osnard.

—A veces los lacayos del general se iban de la lengua. No todos eran tan reservados como él.

—¿También vestía a sus lacayos?

—Y todavía los visto, todavía —repuso Pendel, recobrando su buen humor natural—. Padecimos lo que podríamos llamar un ligero bajón justo después de la invasión estadounidense, cuando algunos de los altos funcionarios de la etapa anterior se vieron obligados a cambiar de aires durante una temporada, pero no tardaron en volver. En Panamá nadie pierde la honra, al menos no por mucho tiempo, y a los caballeros panameños no les atrae gastar su dinero en el exilio. Aquí se tiende más a reciclar a los políticos que a desacreditarlos. Así pues, los destierros suelen ser breves.

—¿Y no se los acusó de colaboracionistas o algo así?

—La verdad, señor Osnard, pocos tenían la autoridad moral necesaria para tirar la primera piedra. Yo vestí al general unas cuantas veces, es cierto. Pero la mayoría de mis clientes fueron bastante más allá.

—¿Y las huelgas? ¿Usted las secundó?

Pendel lanzó otra mirada nerviosa hacia la cocina, donde Marta debía de haber reanudado ya sus lecturas.

—Le seré sincero, señor Osnard. Cerrábamos la puerta principal de la tienda, pero no siempre cerrábamos la de atrás.

—Muy sensato —alabó Osnard.

Pendel agarró el tirador de la puerta más cercana y abrió. Dos ancianos pantaloneros italianos con delantales blancos y gafas de montura dorada desviaron la vista de sus labores. Osnard los saludó con un gesto pomposo y volvió a salir al pasillo.

—Viste también al nuevo, ¿no?

—Sí, tengo el honor de decir que el presidente de la República de Panamá se cuenta entre mis clientes. Y hombre más encantador no lo hay.

—¿Dónde lo hacen? —preguntó Osnard.

—¿Disculpe?

—¿Viene aquí, o va usted allí?

Pendel adoptó un aire de cierta superioridad.

—Siempre soy citado en el palacio, señor Osnard. Los ciudadanos vamos al presidente; no es él quien viene a nosotros.

—Se mueve por allí como por su casa, ¿eh?

—Bueno, es mi tercer presidente —contestó Pendel—. Se crean vínculos.

—¿Con los sirvientes?

—Sí, también con ellos.

—¿Y con él? —interrogó Osnard—. ¿Con el propio presidente?

Pendel volvió a demorar unos segundos su respuesta, como poco antes cuando Osnard había puesto a prueba los principios del secreto profesional.

—El presidente vive como cualquier gran jefe de Estado en estos tiempos. Es un hombre aislado, sometido a continuas tensiones, privado de lo que yo llamo los placeres cotidianos por los que la vida merece la pena. Para él, unos minutos a solas con su sastre pueden ser una plácida tregua en la refriega.

—O sea, que usted y él sostienen alguna que otra charla —concluyó Osnard.

—Yo prefiero definir esos ratos como interludios de tranquilidad. Me pregunta qué opinan de él mis clientes, y yo le contesto, sin dar nombres, por supuesto. A cambio, de vez en cuando, si algo lo preocupa, me honra con una confidencia. Me he labrado cierta fama de hombre discreto, como sin duda el presidente sabe por sus cautos asesores. Y ahora, caballero, si me hace el favor…

—¿Cómo se dirige a usted?

—¿Cuando estamos solos, o en presencia de terceros?

—¿Lo llama Harry, pues? —adivinó Osnard.

—Exacto.

—¿Y usted a él?

—Jamás me atrevería, señor Osnard. Se me ha brindado la ocasión, he sido invitado a ello, pero para mí es el señor Presidente y siempre lo será.

—¿Y qué hay de Fidel? —preguntó Osnard.

Pendel rió de buena gana. Hacía ya un rato que lo necesitaba.

—Pues el comandante en la actualidad se decanta, en efecto, por los trajes, y es lógico, dada su progresiva corpulencia. No hay un solo sastre en la región que no diese cualquier cosa por vestirlo, al margen de lo que los yanquis piensen de él. Sin embargo sigue fiel a su sastre cubano, como probablemente habrá usted notado con bochorno en la televisión. ¡Qué horror! En fin, con eso está todo dicho. Nosotros aquí estamos, siempre a punto. Si llega la llamada, P & B la atenderá.

—Tiene aquí montado todo un servicio de inteligencia, ¿eh? —observó Osnard.

—Vivimos en un mundo despiadado, señor Osnard. Existe una competencia feroz. Sería una estupidez por mi parte no permanecer alerta, ¿no cree?

—Desde luego. ¿Quién querría acabar como el bueno de Braithwaite?

Pendel había trepado a una escalera de tijera. Hacía equilibrios en la plataforma abatible, que por lo general procuraba evitar, y manipulaba un rollo de la mejor alpaca gris que había conseguido sacar del último estante, manteniéndolo en alto para que Osnard inspeccionase la tela. Cómo había llegado hasta allí arriba o qué lo había inducido a subir eran misterios sobre los que no estaba más dispuesto a reflexionar que un gato encaramado a la copa de un árbol. Su única preocupación era escapar.

—Lo importante, como siempre advierto, es colgarlos cuando aún conservan el calor del cuerpo y no olvidarse de alternarlos —anunció a un estante de piezas de estambre azul oscuro situado a un palmo de su nariz—. Aquí tenemos la tela que, según hemos visto en los muestrarios, podría ser de su agrado, señor Osnard. Una elección excelente, si me permite decirlo, y en Panamá el traje gris es prácticamente de rigor. Le bajaré el rollo para que pueda tocarla y verla de cerca. ¡Marta! ¡A la tienda, por favor!

—¿Qué quiere decir con «alternarlos»? —preguntó Osnard desde abajo, donde examinaba las corbatas con las manos en los bolsillos.

—Ningún traje debería llevarse dos días consecutivos, señor Osnard, y menos los veraniegos, como seguramente le aconsejaría su padre en más de una ocasión.

—Lo aprendió de Arthur, supongo.

—Es la limpieza en seco con productos químicos lo que estropea un buen traje, como siempre advierto —explicó Pendel—. Cuando la suciedad y el sudor están ya muy agarrados, como ocurre cuando un traje se usa más de la cuenta, el paso siguiente es la tintorería, y he ahí el principio del fin. Un traje que no se alterna es un traje que dura la mitad de tiempo. ¡Marta! ¿Dónde se ha metido esta chica?

Osnard continuó atento a las corbatas.

—El señor Braithwaite llegaba al extremo de recomendar a sus clientes que se abstuviesen de ir a la tintorería —prosiguió Pendel, alzando un poco la voz—. Según él, bastaba con que cepillasen los trajes, les pasasen una esponja húmeda si era necesario, y los trajesen a la sastrería una vez al año para lavarlos en el río Dee.

Osnard había dejado de contemplar las corbatas y lo miraba fijamente.

—Debido a las singulares cualidades limpiadoras de sus aguas —añadió Pendel—, el río Dee es para un traje algo así como el jordán para un peregrino.

—Pensaba que eso eran ideas de Huntsman —objetó Osnard sin apartar la mirada de Pendel.

Pendel titubeó. Y el titubeo fue ostensible. Y Osnard lo observó mientras titubeaba.

—El señor Huntsman es un excelente sastre, caballero, uno de los mejores de Savile Row. Pero a este respecto siguió las pisadas de Arthur Braithwaite.

Probablemente quería decir «los pasos», pero bajo la intensa mirada de Osnard se había representado la nítida imagen del gran Huntsman rastreando obedientemente, como el paje del rey Venceslao, las huellas de Braithwaite por el negro lodo escocés. Desesperado por deshacer el maleficio, agarró el rollo de tela e inició el descenso por la escalera, con un brazo extendido para mantener el equilibrio y el otro sujetando el rollo contra el pecho como a un bebé.

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