Las dos mujeres permanecieron en silencio hasta la muerte del toro, para la que a la hábil espada del torero le bastó un único intento, y volvieron a ello cuando sus dos hombres les dejaron para buscar un refresco.
—Me preocupa mi hijo Braulio.
—Supongo que la noticia de Beatriz le habrá dejado entristecido, habida cuenta del estrecho trato que se tienen desde que se conocieron.
—He dudado mucho si debía o no decírtelo. —Su expresión seria despertó la curiosidad de Faustina—. Creo que entre ellos existe una relación mucho más profunda que lo que imaginamos.
—No querrás decir que Beatriz y Braulio son algo más que amigos, ¿verdad?
—Mucho me temo que sí. Cuando le di la noticia del compromiso, Braulio tuvo una reacción desproporcionada. Rompió a llorar sin consuelo, lo cual no me resultó extraño en un principio, sabiendo lo unidos que estaban, pero sí después, cuando adoptó un permanente estado de mal genio que, como sabes, no es muy habitual en él.
—Confieso que no le he notado nada en estos últimos días, aunque reconozco no haber hablado mucho con él, desde luego menos de lo que acostumbraba. —Mientras hablaba, Faustina trataba de recordar algo que delatara aquella oculta relación.
—Hace dos días —siguió María Emilia—, encontré entre su ropa una carta de Beatriz que me confirmó lo que de verdad sienten. Te aseguro que estaba impregnada de una profunda tristeza y llena de declaraciones de amor y de fidelidad infinita hacia Braulio. Al final, tu hija le expresaba la repugnancia que sentía por aquel matrimonio convenido, que le era indeseable por sí mismo y, sobre todo, por separarla de su único amor; mi hijo Braulio.
—¡No lo puedo creer! —Un escalofrío recorrió a Faustina desde los pies hasta la nuca—. Pero ¿cómo es posible que hayamos estado todos tan ciegos para no notar lo que ocurría entre ellos?
—Está claro que lo han querido ocultar, supongo que para evitar que nos pusiéramos en contra de su relación.
Vieron a Joaquín Trévelez y al marqués de Sotoviña acercándose hacia ellas con dos vasos de limonada.
—¡Ya vuelven! —María Emilia puso en aviso a Faustina—. Seguiremos esta conversación en otro momento.
—¡Desde luego que debemos hablar más! —Los pómulos de Faustina habían empalidecido—. Después de lo que he escuchado, me intranquiliza saber que ahora están los dos solos en mi palacio. —Un negro presentimiento recorrió sus entrañas.
—Como no empieces a hacerme un poco más de caso, va a resultar difícil que te traiga más veces a los toros.
Aunque bromeaba, Joaquín se sentía cansado de tener que atender al aburrido acompañante de la condesa de Benavente. A su aparente enfado le bastó un tierno beso en su mejilla para dejarle algo más conforme y, todavía más, cuando escuchó entre susurros algo tan deseado como inesperado.
—Cómo no voy a estar pendiente del hombre al que quiero con todo mi ser.
María Emilia se agarró a su brazo, y se concentraron en el espectáculo de aquel noveno toro que, sin haber recibido más de cuatro varas, había matado ya a dos caballos, que podrían ser tres a juzgar por la violencia de su ataque contra el que acababa de entrar.
Lejos de aquel escenario, en las habitaciones privadas de Beatriz Rosillón y dentro del palacio de los condes de Benavente, se producía otra escena que podría describirse de otras muchas maneras, pero desde luego no de violenta.
Braulio besaba con pasión los labios de Beatriz apretándola hacia él en un atrevido contacto. En aquella dulce intimidad no sólo se expresaba una pasión deseada y contenida desde hacía tiempo; también se cumplían los deseos de Beatriz por descubrir aquellas desconocidas sensaciones que tenía Braulio antes de verse obligada a hacerlo con su futuro marido. Por eso lloraban y se reían, en cada caricia sentían calor y dolor por su imposible vida en común. Nunca antes Beatriz había sentido los efectos de unas manos recorriendo su cuerpo, ni el roce de unos labios erizando su desnuda piel. Aunque viviera con toda plenitud aquel intenso placer, lo que más deseaba en su interior era poder recordar cada segundo de esa tarde, para mantenerlo vivo en su futuro y sobrevivir a él con su recuerdo.
—Braulio, amor mío. Júrame que nunca olvidarás este día. —Beatriz se acurrucaba sobre su pecho, acariciándole el rostro con ternura.
—¡Te lo juro, Beatriz! —Él la correspondía besándole en la frente y apretando su cuerpo al suyo, arrugando con ella las sábanas de la cama—. Jamás renunciaré a tenerte conmigo. Hace unos años odiaba las circunstancias que consiguieron partir en dos mi corazón; cuando perdí a mis padres por obra de manos salvajes. Pero también gracias a ellas me trajeron hasta ti, para descubrir los sentimientos más puros y bellos que un hombre puede alcanzar. En el futuro he de enfrentarme a una nueva y dolorosa separación causada por otras coyunturas. Estoy seguro de que no sabré superarlas, pues las pasadas siguen estando tan vivas en mí como cuando ocurrieron.
—Durante estos años, lo único que me ha unido a este mundo has sido tú. Antes de tenerte me sentía tan perdida que muchas veces deseaba verme muerta; eres el único que lo sabe. Reconozco, que aunque fui acogida con cariño en esta casa y me ofrecieron afecto y generosidad, ese enorme vacío que queda después de una desgracia como la nuestra es casi imposible de compensar. —Sus ojos se cerraron para esconder el dolor que la atravesaba—. Después de la muerte de mis padres, hasta las cosas que a cualquiera le parecen intrascendentes eran para mí una causa de padecimiento. Llegué a perder el sentido de la proporción, pues cuando me enfrentaba a un hecho, fuera bueno o malo, me parecía siempre horrible. —Las lágrimas escapaban de sus ojos con el recuerdo de aquellos días—. No sé cómo pasó, pero contigo, mi confusión se desvaneció y mis odios se esfumaron. No somos más que dos desamparados que hemos podido sobrevivir todos estos años gracias a compartir secretos y amor. Los mantendré ocultos en mi corazón hasta que podamos volver a vivirlos y, si eso no ocurriese en poco tiempo, antes prefiero verme muerta, como santa Justina o mi madre, que en brazos de otro hombre al que no amo ni amaré.
Cuando Braulio llegó esa tarde a su casa, traía consigo un ejemplar que le había costado tiempo y bastantes dificultades conseguir. Se trataba de una vieja edición del
Martirologio romano
, donde se describía la vida de los santos y mártires de los primeros siglos de la cristiandad.
Pocas semanas antes, Beatriz había venido una tarde de lo más excitada por haber asistido a un sorprendente hallazgo en una de sus clases de historia de la religión. Le contó que había visto en un libro, un cuadro del pintor Paolo Veronés que representaba el martirio de santa Justina. Por su inquietante parecido con la escena de la muerte de su madre a manos de la Inquisición, se sintió tan afectada que hasta había perdido por unos instantes el conocimiento.
Beatriz le aseguró que desde entonces escuchaba voces en su interior; tan reales como nítidas, mostrándole un nuevo destino a su vida, una misión a la que debía enfrentarse.
Aquel descubrimiento le movió después a demostrar un exagerado interés por devorar todo lo que se había escrito en torno a la vida de la santa y, en especial, las circunstancias que acompañaron su martirio.
Después de escudriñar cada libro de la voluminosa biblioteca del palacio, localizó un drama de Calderón de la Barca basado en la vida de san Cipriano y santa Justina, cuyo título era
El mágico prodigioso
. Lo leyó más de cuatro veces para empaparse de su historia, y allí descubrió que Justina era una bella mujer que vivía en Antioquía y que de religión gentil se había convertido al cristianismo al escuchar las maravillas de aquella doctrina de boca de un discípulo de san Pedro. Un pretendiente que la amaba y la quería como esposa, fue rechazado por Justina al sentirse ya casada con Jesucristo. El contrariado hombre se puso en contacto con un famoso hechicero de nombre Cipriano que usaba de magias y encantos para conseguir cambiar la voluntad de las personas, con el fin de que actuase sobre ella. El mago trató de cumplir con su encargo, pero quedó tan prendado por la joven que, al ser también rechazado por ella, pidió ayuda al diablo. Éste le atendió, pero le pidió como pago su propia alma. Y como tampoco por obra del demonio Cipriano consiguió nada, renegó de Lucifer y abrazó la misma fe que producía en aquella mujer tan sólidos principios.
El libro de Calderón terminaba con la muerte en martirio de ambos por pertenecer a la religión de Jesucristo y no renegar de ella. Tampoco esta pieza literaria llegó a colmar las ansias de Beatriz, en parte por su falta de detalles y también por su ficción, hasta que pasados unos días supo por su confesor que existía aquel otro libro que su buen Braulio le había conseguido al final.
Como los dos habían empezado a estudiar latín hacía poco tiempo, todavía no poseían suficiente soltura para leerlo con comodidad, pero comprobaron que daba bastante información sobre la vida y el martirio de la santa.
Aquella misma tarde lo estuvieron ojeando, en parte frustrados por la impotencia de una buena lectura, pero convencidos de que en él encontrarían lo que deseaban saber sobre ella.
Beatriz había memorizado el cuadro de Veronés y, debido a su habilidad con los pinceles, llevaba un tiempo reproduciéndolo en un pequeño lienzo. Aquella tarde era la primera vez que se lo mostraba a Braulio. Lo había escondido para proteger su secreto. Sólo lo pintaba cuando tenía la seguridad de estar la casa vacía. Braulio lo miró lleno de respeto, y comprobó que, en sus iniciales pinceladas, sólo se distinguía una figura femenina, de rodillas, con las manos extendidas en actitud de clemencia y, por detrás de ella, una presencia que apenas era todavía una sombra y el perfil de cuatro personajes más, repartidos a cada lado.
—Fíjate en su rostro, y dime qué encuentras en él. —Beatriz había dibujado la cara de su madre.
—Veo bondad y resignación, también un gesto de entrega a su destino. Pero, tal vez, lo que más me sorprende es su mirada; parece dirigida hacia un punto externo al cuadro, como si estuviese fijándose en un espectador externo a la obra.
—¡Me mira a mí! —Beatriz agarró su mano con fuerza, expresándole la intensidad que sentía con aquel hecho—. He dibujado el rostro de mi madre. Estoy frente a ella. Me siento presente en ese cuadro, aunque no se me vea.
Braulio la abrazó al verla llorar, y fue entonces cuando reconocieron en el consuelo físico un grato alivio a sus amarguras, y la forma más íntima de expresar su rechazo al destino que les habían deparado.
Apenas hablaron, pues descubrieron en el roce de sus cuerpos la fórmula de aliviar su cruel condena sin la necesidad de mediar palabras ni otro tipo de comunicación. Fue esa misma tarde cuando decidieron encadenarse para siempre, buscando un fruto que perdurara en el tiempo como testigo vivo de su amor.
—Braulio, falta menos de un mes para mi matrimonio, y sé que hoy puede ser nuestra última oportunidad. —Los ojos de Beatriz lucían con una especial serenidad—. ¡Desearía de ti un hijo; un fruto vivo de nuestro amor!
A la mañana siguiente Beatriz negaba de forma rotunda su relación sentimental con Braulio, aunque Faustina insistía en saberlo.
Pensaba que si revelaba aquella relación no volvería a verle en el futuro, pues por más que el hecho fuera ocultado por su familia, de un modo u otro el duque de Llanes llegaría a enterarse y eso podría llevarla a un odioso destierro en Asturias. Éste le había manifestado que deseaba llevarla a vivir allí, en una de sus posesiones, y lejos del mundano Madrid, aunque ella había conseguido convencerle por el momento de lo contrario. Si el duque llegaba a conocer su amor por Braulio, nada podría objetar si él quería alejarla de su amante.
—De mi relación con Braulio nada debes temer. —Mentía con un gesto lleno de sinceridad—. Para mí es como un hermano. Hemos vivido tragedias semejantes que nos han hecho madurar y compartir sentimientos y angustias. Reconozco que le quiero, pero no del modo que supones.
—Parece ser que hay alguna carta tuya… —Faustina ya había leído el escrito que su amiga María Emilia había encontrado—, que parece significar lo contrario.
—¿De qué carta me hablas? —Beatriz trataba de ganar tiempo para encontrar algún argumento consistente.
—¡De esta carta!
Sacó de su corpiño el mismo sobre que la tarde anterior le había dado su amiga, al volver de los toros.
Beatriz desplegó su contenido y la leyó con bastante detenimiento. Se sentía furiosa por ver al descubierto su secreto, e indignada consigo misma por no saber cómo explicar aquellas explícitas declaraciones de amor. Sus mejillas se enrojecieron de rabia y sus ojos se nublaron de lágrimas antes de reconocer su mentira.
—Admito que amo a Braulio, pero…
—¡Ni pero, ni nada! Esa relación es inadmisible y sólo me culpo de no haberme dado cuenta antes, pues de ningún modo debía haberse producido. —Beatriz nunca había visto a Faustina tan alterada y furiosa—. Estás a menos de un mes de tu boda con el duque de Llanes y resulta que ahora descubro que te has enamorado de un chiquillo que es un don nadie, sin ningún futuro por delante y además gitano.
—¡A mí me da igual que sea gitano o noble! El amor no distingue condición. —Aquello la había ofendido y no quiso pasarlo por alto.
—¡Pues a mí no, y no te permito ni una sola impertinencia más! —Faustina la abofeteó, sin poder contener su enfado.
—Estoy enamorada de él, y no querré a nadie más que a Braulio —gritaba sin pudor, ofendida por el bofetón.
—¡No digas más tonterías! Te hemos buscado un buen hombre, de inmejorable clase y políticamente bien situado entre los más íntimos del marqués de la Ensenada, para que tengas una vida cómoda y feliz, y tú nos lo pagas con la tontería de estar enamorada de un mequetrefe. Pero ¿qué te crees? ¿Que yo estaba loca de amor por mi marido Francisco, antes de casarme con él? —La natural belleza de Faustina parecía haber disculpado su presencia con un feo rictus que transformó su gesto y aquel color de sus ojos, de su normal verde esmeralda a un rojo lleno de furia.
—No sé lo que sentiste ni me importa. Lo que no quiero es verme revoloteando entre cortejos como tú ahora.
—¡Basta ya! —Le agarró Faustina por los brazos—. He escuchado más de lo que soy capaz de soportar. Te vas a casar con el duque te guste o no, y desde ahora te prohíbo volver a ver a Braulio. ¡Es mi última palabra! —Su mirada expresaba tanta determinación como rabia—. Y también, debes jurarme que no hablarás nunca de esto con tu futuro marido ni con nadie más. Hablaré con María Emilia para que se lo transmita a su hijo.