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Authors: Mario Escobar Golderos

Tags: #Aventuras, Histórico, #Aventuras, Histórico, Intriga

El secreto de los Assassini (5 page)

BOOK: El secreto de los Assassini
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—Julio, te veo pensativo. Levanta el ánimo, en unos días estaremos en Meroe y nuestra fortuna volverá a cambiar —dijo el centurión Claudio a su amigo y compañero de armas.

—Soy romano, Claudio. Los romanos no tememos a nada ni a nadie. El césar nos ha enviado aquí con una misión importante y juro por Marte que no volveré a ver las siete colinas hasta que cumpla la tarea.

—Nadie duda de tu valor, pero después de tres noches sin dormir es normal que decaiga nuestro semblante —dijo, molesto, Claudio. No le gustaba la actitud arrogante de su compañero. Él no era romano de nacimiento pero había adquirido la ciudadanía después de pagar una alta suma de dinero por ella.

—Perdóname amigo, pero la tensión está terminando con mis nervios.

Apenas Julio había dicho la última palabra, cuando una nube de flechas cayó sobre ellos. Se escucharon los gritos dispersos de los hombres heridos y los dos centuriones mandaron a los soldados que se pusieran a cubierto. Por la borda comenzaron a subir negros vestidos con pieles de cocodrilo y largos cuchillos punzantes. Eran cientos de hombres surgiendo de las aguas del Nilo, como cocodrilos hambrientos.

La guardia pretoriana, el cuerpo de élite del ejército romano, no se amedrentaba con facilidad. Los soldados tomaron la espada corta romana y formaron una barrera codo con codo en el centro de la cubierta. Del cielo surgieron varias bolas de fuego que rompieron sus filas y los incendios comenzaron a devorar el casco. Julio y Claudio gritaban las órdenes mientras luchaban desesperadamente con los piratas, pero pronto la resistencia de los romanos, agotados por el viaje, sin espacio para organizar su defensa y temerosos de que el barco de hundiera, comenzó a ceder.

Algunos soldados se despojaron de sus corazas para lanzarse al agua, pero antes tenían que atravesar el fuego y la barrera de piratas negros que les esperaban con sus grandes cuchillos. La mayoría de los intentos fracasaban y el soldado era acuchillado por dos o tres negros, y después arrojado al río. En unos minutos, apenas quedaban cincuenta romanos en pie y el círculo iba estrechándose. Julio y Claudio comprendieron que la única manera de sobrevivir era huir en grupo y lanzarse a las aguas del río. Se quitaron la coraza sin dejar de luchar y, en direcciones opuestas, formando dos grupos, los romanos corrieron para salvar sus vidas.

Julio y quince de sus hombres subieron hasta el castillo de popa y lograron hacerse fuertes allí, pero las flechas de sus enemigos les impedían arrojarse por la borda. Claudio alcanzó la proa y la desalojó a mandobles. Con un gesto ordenó que se tiraran al agua y los doce hombres que le seguían se lanzaron al Nilo.

Julio y sus hombres lograron mantener a raya a los piratas, pero varios cayeron heridos por las flechas. El barco comenzó a escorarse y dos romanos acabaron en el agua. Las llamas habían consumido gran parte de la cubierta y ahora comenzaban a ascender al castillo de popa. El centurión pudo observar como el otro grupo de romanos llegaba exhausto a la orilla. Pensó en Claudio y su larga amistad. Por lo menos él le recordaría al mundo cómo muere un romano. El barco se partió por la mitad y la popa se levantó hasta ponerse vertical. Los hombres de Julio volaron por los aires o permanecieron durante unos segundos agarrados a la baranda del castillo de popa, hasta que el barco se hundió por completo.

En la orilla, Claudio, con una decena de hombres, logró refugiarse en unas ruinas, pero fue inútil, nadie les perseguía, sus enemigos se habían esfumado.

9

El Nilo, 19 de octubre de 1914

Los preparativos fueron muy rápidos. Hércules fue directamente al Banco de Egipto a retirar sus fondos, mientras que Alicia, Lincoln y la princesa Yamile acudieron al puerto para alquilar uno de los vapores que recorrían el Nilo para visitas turísticas. Decidieron no volver al hotel ni recoger sus equipajes, ya mandarían que se los enviasen si los necesitaban.

Hércules abandonó el banco y se dirigió a la estafeta de correos. Mandó un primer telegrama al cónsul general británico y un segundo telegrama al cónsul español. Si les sucedía algo en el viaje, por lo menos las autoridades sabrían adónde se dirigían.

Cuando Hércules llegó al puerto, sus amigos ya habían alquilado un
diabiá.
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El cascarón no parecía muy estable, pero sin duda era lo mejor que se podía conseguir con tanta premura. Se acercó a la borda y observó por unos instantes a sus compañeros. Lincoln se aferraba a la borda, Alicia caminaba impaciente de un lado al otro y la princesa se encontraba sentada, meditabunda y con la mirada ausente.

—Ya estoy aquí —dijo Hércules, subiendo a bordo. Llevaba meses sin montar en un barco. De hecho, en los últimos años en muy pocas ocasiones había navegado. Muy lejos quedaba su etapa en la marina española y sus años en los servicios secretos de la Armada. En los últimos años se había dedicado a ayudar en algunos casos misteriosos a su amigo Mantorella, el fallecido padre de Alicia, pero en la actualidad vivía ocioso, recorriendo medio mundo.

—Estábamos empezando a impacientarnos —dijo Lincoln apartándose de la borda.

—El capitán nos ha dicho que debemos partir antes de que anochezca. Al parecer, no es seguro recorrer el Nilo por la noche, por lo menos hasta que lleguemos a el-Hawamdya —dijo Alicia mientras se abanicaba. Tenía el traje cubierto de sudor. La ligera brisa apenas movía su pelo pelirrojo y rizado.

—Pues ya podemos partir. He notificado al cónsul general británico y al cónsul español que nos dirigimos río abajo hacia Abu Simbel —dijo Hércules quitándose la chaqueta blanca, manchada de sangre, polvo y sudor.

—¿Qué ha hecho? —preguntó la princesa, saliendo de su meditación.

—Informar a las autoridades. Les he dicho que les enviaremos una carta desde cada puerto. De esa manera sabrán que nos encontramos bien —dijo Hércules.

—¡Se ha vuelto loco! ¡Los hombres del sultán se pondrán tras nuestra pista y nos darán caza! —gritó la mujer llevándose las manos a la cabeza.

—Por Dios, cómo puede pensar eso. El Gobierno británico y la embajada española son de fiar —dijo Hércules frunciendo el ceño.

—Hay espías turcos por todas partes. El sultán quiere entrar en guerra con Gran Bretaña para atacar Egipto y recuperarlo para el islam.

—Creo que ha obrado correctamente, Hércules. Si nos sucede algo enviarán una expedición en nuestra busca. Egipto es un país muy peligroso.

La princesa miró enfurecida a Lincoln y después corrió hasta la cabina. Hércules intentó detenerla, pero Alicia le hizo un gesto y fue ella la que siguió a la princesa.

—Ya se le pasará —dijo Lincoln.

—No sé a qué tiene miedo, pero creo que nuestro viaje de placer se va a convertir en una expedición peligrosa —dijo Hércules sentándose sobre unas cajas.

—¿Está seguro de emprender el viaje? La princesa es una total desconocida, apenas sabemos algunos detalles de su vida. Hay dos grupos de hombres siguiéndola. Ya que, como pudimos comprobar esta mañana, los individuos que nos atacaron no eran soldados otomanos.

—Nunca le hemos negado ayuda a una dama en apuros. ¿No es cierto? —preguntó Hércules.

—Los caballeros no podemos eludir nuestro deber, pero por lo menos la princesa tendría que advertirnos sobre los peligros a que nos enfrentamos y quiénes son nuestros enemigos.

—Cuando nos pongamos en marcha y se haya calmado, hablaremos con ella de todo el asunto. ¿Le parece bien?

—Me parece perfecto, querido Hércules.

Hasta ese momento, Hércules no había reparado en los tres marineros que cargaban víveres a toda prisa por la proa. Dos egipcios y un nubio con una gran cicatriz en el ojo derecho se pasaban fardos muy lentamente. El calor del mediodía les hacía sudar copiosamente y sus torsos desnudos brillaban bajo el sol.

—¿Quién es el capitán? —preguntó Hércules señalando al grupo con un leve gesto de la cabeza.

—Ninguno de esos —dijo Lincoln—. Lo tiene justo a su espalda.

Cuando Hércules se giró pudo observar la ennegrecida sonrisa del egipcio. Sus pupilas marrones apenas brillaban en unos ojos barrosos y sucios. Las arrugas le cruzaban la cara de lado a lado y su nariz aguileña estaba amoratada, seguramente por el alcohol. Apenas debía de pasar de los cincuenta años, pero su cuerpo barrigudo, su expresión cansada y su voz mortecina parecían las de un anciano.

—Capitán Hasan —dijo el hombre, extendiendo una mano regordeta y velluda.

Hércules se limitó a inclinar la cabeza. Miró la chilaba del hombre, ennegrecida y desgastada. No parecía un capitán de barco, pero aquello tampoco era un barco.

—Es un honor que hayan elegido el
Cleopatra
para viajar hacia el sur. Pero, sus compañeros no han querido revelarme cuál es su destino. Un comerciante como yo no puede llevar su negocio sin saber cuántos días tendrán contratados mis servicios —dijo Hasan volviendo a enseñar sus dientes negros.

—No lo sabemos ni nosotros mismos. Por lo pronto necesitamos que parta de inmediato. Nuestra primera parada será en el-Hawamdya.

—De acuerdo, señor.

—Hércules Guzmán Fox —dijo muy serio.

—Señor Guzmán, zarpamos ahora mismo —contestó el capitán Hasan; después, se dio la vuelta y comenzó a gritar en árabe a su tripulación. Los marineros corrieron por primera vez y en menos de cinco minutos terminaron de cargar, soltaron amarras y prepararon inútilmente la vela, ya que no corría nada de aire. Hasan se dirigió a la cabina de mando y desde allí ordenó a uno de sus hombres que encendiera la caldera. En unos minutos, la chimenea del
Cleopatra
comenzó a lanzar un humo negro, que olía a carbón viejo y seco.

Por fin dejarían atrás el desierto, los camellos y la arena. En las orillas del Nilo los
fellahin,
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vestidos con sus ancestrales ropas, cultivaban las tierras más fértiles del mundo, de la misma manera que sus antepasados lo habían hecho desde la época de los faraones. La llanura se extendía durante kilómetros y al agua del río en ocasiones tornaba del color marrón hasta el azul intenso del cielo egipcio.

Hércules y Lincoln se pasaron a popa y, apoyados en la baranda contemplaron la ciudad. A lo lejos, sus casas y palacios parecían castillos de arena, incapaces de resistir ninguna ventisca, pero la ciudad llevaba siglos guardando las aguas del Nilo, que cada año anegaba el delta y se transformaba en una bella flor de riachuelos y embalses.

10

El movimiento del barco creaba una falsa brisa que apenas podía amortiguar el sofocante calor. Cuando el sol comenzó a ocultarse, Hércules y Lincoln abandonaron su camarote y se dirigieron a cubierta. Alicia y la princesa estaban sentadas allí. Parecían observar el sol rojizo del anochecer y disfrutar del engañoso fresco que parecía dar el agua del río. Hércules se acercó hasta la borda y observó las mansas aguas del Nilo. Cerca del barco, varios cocodrilos se movían perezosamente por la orilla. Con un gesto llamó a Lincoln y este se aproximó con cautela. A su amigo no le gustaban los barcos. Aquello no era el océano embravecido, pero el ligero bamboleo era suficiente para marearlo.

—Mire, Lincoln —dijo Hércules señalando los dos grandes cocodrilos—. Creo que voy a probar mi rifle. Afortunadamente esta mañana lo llevé a Giza.

Hércules volvió a su camarote y salió enseguida con un gran rifle.

—Mire qué hermosura —comentó Hércules extrayendo el rifle de su funda de cuero.

—Parece un arma muy potente —analizó Lincoln. Llevaba años estudiando todo tipo de armas, en especial las de fuego.

—Sí, me han dicho que puede matar a un elefante de un solo tiro —dijo Hércules mientras acariciaba el rifle.

—No lo dudo. Ese rifle debe de disparar un proyectil explosivo de doscientos gramos de peso —señaló Lincoln.

—Observe —dijo Hércules apuntando a uno de los cocodrilos.

—¿No estamos demasiado lejos? —preguntó Alicia aproximándose a los dos hombres.

—No, este rifle puede alcanzar un blanco a gran distancia, el cocodrilo está a cien metros. Dispare, Hércules —dijo Lincoln tapándose los oídos.

Hércules apuntó y apretó el suave gatillo. La cabeza del cocodrilo saltó por los aires. Hércules cayó de espaldas por el retroceso del arma y el rifle retumbó en el suelo. Sus compañeros rieron a carcajadas al verle tumbado y con el rostro desencajado.

—¿Qué ha sucedido? —preguntó Hércules mientras Lincoln le ayudaba a ponerse en pie—. Es la primera vez que me derrumba un rifle.

—Es normal. Es demasiado potente, ya se acostumbrará. Pero no se preocupe, ha acertado el blanco.

Los dos hombres observaron el cuerpo descabezado del gigantesco cocodrilo. El resto de los reptiles comenzó a alejarse del cuerpo muerto. Dos de los marineros subieron a una pequeña barca y remaron a toda velocidad hasta la orilla. Con una rapidez inusitada en ellos, cargaron el cuerpo del cocodrilo, que ocupaba toda la barca, y regresaron al barco.

—¿Qué hacen? —preguntó Alicia sin dejar de mirar sorprendida a los marineros que, ayudados por su compañero, estaban subiendo el cuerpo al barco.

—A los egipcios les encanta el estofado de cocodrilo —bromeó la princesa, que se había unido al grupo.

Lincoln hizo un gesto de asco con la cara y todos se rieron.

Una hora después el olor a estofado de cocodrilo lo envolvía todo. Alicia había observado como uno de los marineros lo había preparado y se había revuelto, pero el olor no era nada comparado con el repugnante sabor de la carne de cocodrilo. Cuando se masticaba, podía sentirse la carne correosa con un espantoso sabor a podrido.

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